martes, 13 de enero de 2015

Escribir

Tanto escribir como no escribir me aterran. Ambas opciones me intimidan por igual. Cuando escribo, porque mi voz y mis ideas dejan de ser mías y se vuelven públicas. Mis lectores se asoman a mi cabeza y a mi corazón. Lectores inciertos: algunos son amigos, familia o conocidos; otros son completos desconocidos. Lectores sin cara ni identidad. Adictos a este blog o despreciativos. Curiosos, morbosos, o quién sabe cómo.

Y cuando no escribo, porque retomar el hábito es difícil. Cuando me siento a plasmar palabras todos los días, cada vez se va volviendo más fácil. No sólo la elección de adjetivos, sustantivos y verbos, sino principalmente la de temas. De algún modo, la disciplina de la escritura diaria es como un río en el que me sumerjo y que me arrastra, me empapa: empiezo a ver todo como materia literaria y con anticipación se acomodan en mi cabeza, como piezas de rompecabezas, los vocablos que le darán cuerpo y vida a mis pensamientos.

Si dejo de escribir por varios días, cuando me vuelvo a situar frente a la pantalla de mi computadora, ésta me escupe en la cara y se hace del rogar. Me dice que si quiero azul celeste que me cueste. Y me cuesta. Titubeo ante el abanico de posibilidades que me ofrece la Hermosa Lengua Española. Todos los temas me parecen tontos, superficiales, sin chiste.

Si escribo diario, en cambio, tengo la cabeza llena de cosas que platicar. Los dedos se avienen a la labor redactando palabras y frases con gracia, con ilación armónica. Puedo hablar de mi vida cotidiana, de recuerdos, de sueños, de metas, de inconformidades. Y después de esta actividad artístico-catártica, me siento al mismo tiempo más yo y menos yo. Como si le hubiera hecho un regalo al mundo y de ese modo soy más presente, más universal, y al mismo tiempo como si mi ego fuera menos mío, como si mis neurosis fueran menos tangibles y más literarias, casi ficticias.

A veces siento un picor en el alma por ponerme a redactar locuras o sensateces o ambas, y a veces (puede incluso ser la misma vez), tan pronto como estoy en mi asiento preparada para la acción, me distraigo y me dejo tentar por las redes sociales y la fertilidad digital de la Internet (cómo me gusta usar Internet como palabra femenina: me parece que le da un no sé qué jocoso al concepto).

En ocasiones me siento temerosa de escribir sobre un Tema Serio, como los ataques al Charlie Hebdo, la política nacional o la búsqueda de la Felicidad. Pienso que lo haría mal o que no estoy capacitada. Acto seguido me pongo triste de contemplar esta posibilidad. Aunque es cierto que prefiero los temas cotidianos, íntimos y nada pretensiosos. Me parecen más habitables.

Hoy estuve a punto de escribir un pequeño ensayo sobre la palabra "deschavetada". La usé en un correo electrónico y me sedujo su desenfadada complejidad. El servidor de mi blog resalta la palabra subrayándola con una línea roja casi mortal, insinuando que está incorrecta o inventada. Pero el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, quizás mi mejor amigo y consejero digital, me confirma su existencia, su validez, su legitimidad inviolable. La RAE y yo le otorgamos a la palabra "deschavetada" el derecho inalienable de existir sin ser juzgada, rechazada o discriminada. Pero no lo hice. En vez, escribí esto que se acaba ahora.

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