martes, 20 de enero de 2015

La falacia de los masajes

Cuando uno piensa en recibir un masaje, las relaciones mentales que se hacen son de descanso, relajación, tranquilidad, bienestar, calidad de vida, gozo, placer... En fin: las asociaciones que se hacen son positivas y agradables. (Habrá casos de gente que no le guste ser tocada y la idea de experimentar un masaje sea terrorífica, pero son los menos.) 

Y más considerando el bombardeo publicitario que se hace de lo que debería ser una buena vida: reír, amar, dormir, viajar, leer, compartir con amigos, ejercitar el cuerpo, tener momentos de ocio, cuidar la salud, etc. Desde hace algunos años, el ideal de vida es uno pacífico, sabio, sosegado. Y entonces resulta no sólo conveniente sino necesario hacerse un masaje de vez en cuando. 

Desde hace algunos años, los medios de comunicación y las empresas se han encargado de hacernos creer que lo deseable, lo mejor, lo bello, es estar feliz y sano. Así, como una tendencia opuesta a lo que se acostumbraba antes (en que el ideal era el consumismo sin ton ni son), ahora tratan de convencernos que el camino hacia la perfección es la comida orgánica, los tratamientos corporales no agresivos, la terapia psicológica, el bienestar holístico, la medicina alternativa, el manejo de la energía. Es a lo que se llama marketing 3.0 o espiritual o de los valores. 

Así pues, cuando yo me doy el tiempo o el dinero para hacer una junta para que me den un masaje, tengo encima todas estas expectativas: salud, belleza, éxito, felicidad, bienestar. Yo, igual que todos los demás, tengo una vida cotidiana en la que surgen frecuentemente motivos de estrés y tensión. Y también, como los demás, trato de solucionar los problemas, de soltar las preocupaciones y de liberar la presión. Sin embargo, como todos, hay algunas tensiones que se van acumulando al grado que se vuelven molestias o enfermedades. 

Entonces lo que perfectamente podría ser un momento de distracción y de pausa, queda eclipsado ante la inmensa esperanza de encontrarme en lo que podría ser un factor decisivo en mi salud, en mi belleza y en mi felicidad. Me parece que de pronto todas las cosas que cargo en la cabeza y todos mis dolores corporales deberían de desaparecer en ese periodo de 60 minutos. Que tengo que aprovechar al máximo esas manos que me curan, esos olores que me calman, esa horizontalidad que me sosiega. Y si no, será una gran decepción. Y si no, seré enferma, fea, estresada, infeliz. Y, por supuesto, tener estas expectativas tan altas logra que arruine la experiencia. De ser un momento de descanso se convierte en una labor, casi en una obligación. 

Hace unos días fui a que me dieran uno. Y cuando la mujer pasaba sus manos por mi cuerpo, me di cuenta que esperaba de ese momento que me transformara, que me cambiara la vida, y en vez de seguir teniendo ocupaciones (y algunas preocupaciones), quedar metamorfoseada en un ser etéreo y con una vida armoniosa, organizada y perfecta. Afortunadamente, la masajista es una mujer un poco despistada y en medio del masaje alguien llamó a la puerta y sin previo aviso ni permiso ni disculpas, interrumpió el masaje, se salió del cuarto y atendió, por un rato, el llamado. Le agradecí secretamente haberme dado un masaje que no fuera casi ritualista, sino una actividad más, con defectos e imprevistos. Me dio la impresión de que, efectivamente, puedo ser simplemente yo: tensa e imperfecta y que el masaje no es nada más que un breve chiqueo, no un proceso de sublimación o un lapso divino.

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