lunes, 22 de diciembre de 2014

"Yo les sugiero un antro gay"

El sábado salimos de casa mi esposo y yo rumbo a un mandado. Abandonamos la casa con nuestras personalidades de costumbre, con el mismo modo de caminar y hablar y mirar que de costumbre. Éramos él y yo, simplemente. Pero pronto íbamos a ser transformados, sin que nosotros lo supiéramos aún.

Dejamos el carro en el taller mecánico y, matando dos pájaros de un tiro, comenzamos a caminar hacia nuestro destino. El primer pájaro que matábamos era el del transporte: llegar del taller al mercado sin nuestro vehículo. El segundo, era el de unas rutas pseudo turísticas peatonales que mi compañero y yo queremos llevar a cabo en los próximos meses. Dado que poco conozco este puerto al que me he mudado para residir indefinidamente, necesito recorrerlo y olerlo para poder domarlo, gozarlo, vivirlo.

Íbamos muy contentos, tomados de la mano, andando sobre las piedras que conforman las calles vallartenses, desiguales, gastadas, grises. En una esquina, me dice mi cónyuge con júbilo: ¡Y éste era un cine! Tan pronto escucho esta última palabra, levanto la cabeza para encontrarme con un edificio blanco, sin letreros ni indicaciones, pero con el aire y la presencia, efectivamente, de un cine de antes. El corazón me brinca, con la sabia felicidad de un niño.

Nos habíamos acercado a las puertas principales y estaban completamente bloqueadas por unas cortinas verdes, pesadas. "No se ve nada", dijo triste mi marido. Estábamos a punto de irnos y de pronto vemos que hay un guardia en una entrada lateral diminuta. Un personaje extraño, con los brazos deformados, extrañamente pequeños. Como si sus extremidades se hubieran aferrado a la infancia para así poder abrazar a todos con el amor y la inocencia de los primeros años.

"¿No podemos entrar, verdad?" dice mi acompañante y guía turístico por el momento. "No, no los puedo dejar pasar, señor", contesta el personaje de fábula. "¿O están interesados en comprar el edificio?" Y entonces, justo ahí, ocurrió la metamorfosis. Dejamos de ser nosotros para convertirnos en aquellos: un par de jóvenes inversionistas recorriendo la ciudad para adquirir una propiedad que engrose sus de por sí adineradas arcas.

Nos dejó pasar el vigilante y nos introdujo a una sala relativamente grande, completamente oscura y perfumada de un olor a húmedo y cerrado que nos sedujo por su misterio. Ahí estaban, las butacas, el escenario, la pantalla, las cortinas, un techo conformado por cubos de distintos tamaños. Una segunda planta (a la que no subimos) y los espacios indispensables para la administración de un local así.

Íbamos ya rumbo a la salida, para transformarnos de nuevo en quienes somos regularmente -difícilmente explicable-, cuando de pronto el guardia, como cómplice de nuestros personajes alternativos, nos dice "Si les interesa, yo les sugiero poner un antro gay. Como ésta es la zona roja, la verdad pegaría." y ya estaban de nuevo, vivos y coleando, los jóvenes ricos en búsqueda de más riqueza.

Le hicimos preguntas sobre la zona roja, nos dio una cátedra sobre el buen físico de los travestis, lo cuestionamos respecto al precio, nos recomendó incluir un show de travestidos. Agradecimos, nos despedimos y por último, nos pidió encarecidamente no confesar a nadie que nos había dejado entrar. Le prometimos que así sería. Caminamos unos cuantos metros y mi marido asesta "Seguro se ha acostado con travestis". Creo que estoy de acuerdo, pero me despido con nostalgia de esa vida paralela en que con mis millones de dólares quise establecer un antro gay en la zona roja de un puerto mexicano.

1 comentario:

Zabioloco dijo...

PON UN ANTRO GAY QUESE LLAME "LA MANDARINA Y SUS GAJOS"