miércoles, 10 de diciembre de 2014

El estilista

Para mí, ir al estilista es sinónimo, disculpen la expresión, de que todo valió verga. Es como un ritual de iniciación o el día en que me rebautizaría en una nueva religión. No sé qué esperar. No puedo saberlo. Cualquier cosa es posible. Y no hay nada qué hacer al respecto. Desde el momento mismo en que hago una cita, o en que salgo de mi casa hacia la estética, sé que le estoy cediendo el poder a un ente mucho más poderoso y caprichudo que yo.

Hubo un evento en especial en mi vida que marcó mi actitud hacia los estilistas. Yo tenía 15 o 16 años y vivía en España. Me estaba dejando crecer el cabello junto con mi mejor amiga porque creíamos que eso nos haría mágicamente más hermosas (aunque nunca lo formulábamos así: esa confesión nos hubiera hecho cursis y débiles, creíamos). Un trágico día, que tenía la apariencia de ser como cualquier otro, fui a que me cortaran las puntas maltratas del cabello.Salí con la mitad de la cabellera: la otra mitad estaba tirada en el piso del salón de "belleza". Llegué a casa y en medio del único ataque de furia que he experimentado en mi vida, comencé a gritar y a golpear las almohadas. Mi mamá, asustada, me recriminaba "¡Cálmate, estás como loca, qué te pasa!"

Después de eso, cada visita al estilista está caracterizada por ansiedad, angustia, desazón, desasosiego, temor profundo. No es al dentista o al ginecólogo a quienes temo (sinceramente también ellos me dan miedo) sino a quien se encarga de "arreglarme" el pelo. Por más que explico qué es lo que quiero, siempre salgo con algo distinto. Me causa una profunda curiosidad pensar en los problemas lingüísticos que hay entre quien tiene una necesidad en su pelo y quien tiene las tijeras y los tintes. ¿Será que desconozco los términos apropiados y por eso resulto incomprensible? Un tema perfecto para una tesis de investigación en una maestría de Filosofía del lenguaje.

Ha habido algunas loables excepciones. Profesionales en quienes he confiado con los ojos cerrados y que, aunque nunca sé qué es lo que me van a hacer, tengo la certeza de que ese resultado incierto me va a gustar. El problema ha sido que han cerrado sus negocios o que yo me he mudado de ciudad. Pero de ahí en fuera, la inmensa mayoría ha sido un fracaso que me enerva hasta la médula. No puedo con la frustración. Me parece inverosímil. Como de un cuento de ciencia ficción. "Fui a que me hicieran esto, lo pedí claramente, e hicieron otra cosa. Horrible, además. Completamente distinta a lo que pedí" "Ah, señora Zeta, eso es normal en este universo alienígena. Si quiere algo, tiene que pedir lo contrario, pues todos en este mundo obramos de forma inversa".

Procuro no ir a que me corten el pelo. Nunca. Esta última ocasión estuve a punto de hacerlo yo sola (una vez me corté el cabello con tijeras para podar el jardín, y me quedó bien) pero como tengo algunos mechones teñidos especialmente maltratados, preferí que alguien más, con supuestos conocimientos en el tema, lo hiciera por mí. No salí insatisfecha, aunque sí me siento extraña. Quizás sea por el simple cambio. Quizás esa persona sí tenga conocimiento de la materia. Pero lo he decidido ya: tan pronto como mi melena vuelva a ser virgen de nuevo (qué milagroso: ser virgen de nuevo) y así de larga como está, seré yo la encargada de manipular mi cabeza.

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