miércoles, 3 de diciembre de 2014

Crónica de un viaje en autopista

Como una especie de maldición mitológica, en mis múltiples viajes en autobús por el triángulo de ciudades que forman el territorio de mi dispersa existencia, alguien siempre decide, descaradamente, poner sus nalgas en el asiento que escogí y pagué yo.

Me gusta mucho ver los paisajes que voy atravesando y por eso escojo inequívocamente asientos de lado de la ventana. Últimamente, además, escojo en las filas más próximas al conductor, porque no quiero caminar primero por el pasillo hasta mi asiento o después hasta la puerta de salida, y porque tampoco quiero estar cerca de los baños.

Pero por un designio suprahumano que no alcanzo a entender, cuando me subo a la unidad, ya hay alguien cómodamente instalado en donde me corresponde a mí. Suelen ser señoras llenas de hijos o viejitas listas para manipularme.

Sea esto, quizás, una prueba latosa que me pone Dios para aprender a defenderme. Pues bien, así lo he hecho. No importa quien sea, levanto mi dulce voz y con toda la amabilidad y civilidad que aprendí en mi casa y en cursos budistas, digo valientemente: "Disculpe, ese es mi asiento. Necesito ir allí porque me mareo".

Hoy, qué sorpresa, había una señora de la tercera edad demasiado perfumada e invadida de tiliches sentada con júbilo en mi asiento número 1. Chingado, pensé. Qué cabrona, pensé. "Disculpe, ese es mi asiento. Necesito ir allí porque me mareo". "¡Ay, yo también!" me responde la viejecilla, agitando su bigote chocomilero. Pues por qué chingados no compró un asiento en ventana, señora, pensé. Me quedé mirándola en silencio, lista para sacar la espada que cargo en mi mochila de la computadora y degollarla, cuando de su boca salen las palabras clave para lograr una victoria sin sangre: "por eso compré el asiento 2". ¡Ja, ya se chingó, señora!, pensé. "Ay, sí, es que el 2 es pasillo, señora", dije con una voz irresistiblemente linda. Todo los pasajeros en tensión, callados, mirando el desenvolvimiento de la escena. "Bueno", dice la mujer, "si avanza el camión y no se sube nadie, me cambio a otro asiento más atrás", y mueve sus anchas y torpes caderas hacia la derecha, liberando el trono que me corresponde. A huevo, pensé.

No quiero que piensen que soy una desalmada. Me mantuve tranquila todo el tiempo, y hasta me disculpé (¡!). Ella, a cambio, en una venganza sutil, me dejó parte de sus bolsas e itacates a los pies, imposibilitándome bajar el descansa-piernas o deshacerme de la carga de mi bolsa de mano.

Aunque esto último lo acabo de descubrir, mientras Dave Matthews canta en mis oídos "how could we know our lives would be so full of beautifully broken things?" y mientras veo un graffiti en un puente en la carretera que dice, sabia y lacónicamente, "PITO". La realidad es que no me molesta tener los triques de mi vecina a las faldas de mi anatomía.

En vez de eso, disfrutando del horizonte, dejo que mi mente divague y de pronto me encuentro recordando que a mis alumnos de Literatura de segundo de preparatoria, hace dos años, les encargué escribir un texto de lo que fuera. Uno de ellos, tremendo, vaguísimo, escribió su flujo de conciencia, y versaba sobre una de sus compañeras de salón y cómo le parecía "bien buena". Qué gracia me hace ahora, al mismo tiempo que percibo, gracias a sus miradas insistentes, que a la señora del asiento 2 no le hace nada de gracia verme clavada en la pantalla escribiendo esto y no clavada en la ventana, como le hice creer. La engañé parcialmente, es cierto, pero en este mundo sin sentido, ¿qué clase de validez tienen argumentos tan sensibles como el de "me gusta la belleza del paisaje" o como el de "¿qué chingados le tengo que explicar yo a usted, si ya escogí mi lugar y lo compré en tiempo y forma?"? Si hace falta, seré capaz de asegurarle al ladrón de asiento en turno que si no se quita corre el peligro de ser bañado con mis jugos gástricos.

Termino de escribir lo anterior y volteo discretamente hacia mi lado, porque me parece ver a la anciana con el pico clavado en el pecho. Efectivamente, se ha dormido. No está mareada, como ella me aseguró. Ella también me engañó -o lo intentó. Quizás la próxima vez ella también amenazará con vómito al pobre honesto cuyo asiento esté siendo secuestrado por un par de nalgas septuagenario.

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