lunes, 15 de diciembre de 2014

Misterio (in)sondable

No he tenido muchas suerte con los profesores a lo largo de mi vida. De cualquier género o edad que ellos hayan sido, en cualquier momento de la existencia en que haya estado yo. En el kinder, aunque en general yo era una niña "linda y trabajadora", como me describían las maestras, también me apodaron "la comadrita", porque me costaba trabajo quedarme callada. Además, me obligaban a comer, porque por lo visto rara vez tenía apetito.

En tercero de primaria, aunque no sé si cuente, el profesor nos confesó, a sangre fría, que Santa Claus no existía. Es cierto que no me lo puedo tomar personal, pero fue un golpe bajo y una de las primeras cicatrices que habrían de dejarme mis maestros.

En segundo de secundaria me mandó a llamar el Director de Secundaria. El bimestre anterior había reprobado dos materias y constantemente aparecía un "6" en mi boleta, en el apartado de conducta. Me confesó que no sabía qué hacer conmigo, puesto que era la única alumna de todos los "problemáticos" que tenía notas brillantes en la mayoría de las asignaturas en la mayoría de los bimestres.

En tercero de secundaria el profesor titular del grupo me dijo, públicamente y en el área de las canchas deportivas: "te vas a quedar sola en la vida". Un augurio que a los 14 años no me llenó precisamente de júbilo ni de ganas de seguir adelante en mis ya de por sí atormentados días (repito: tenía 14 años: por supuesto que era atormentada). La maestra de inglés, ese mismo año escolar, mandó llamar a mis papás para decirles que yo tenía el corazón podrido. Me acusó (falsa e injustamente) de haber humillado a una secretaria del colegio (les aseguró a mis progenitores que, sabiendo que era estéril, le pregunté frente a todos por qué no tenía hijos. Ni lo uno ni lo otro eran ciertos.)

En España, alguien en la escuela decidió que la mexicana nueva debía de ingresar en el aula de los alumnos con "necesidades y características especiales de aprendizaje". O sea, con los atrasados. Pues bien, la maestra de inglés me odiaba con un desprecio gris y desgastado. Un día me gritó en frente de todo el grupo (y yo le grité de vuelta. Es la única vez que he tenido el descaro de hacer esa grosería) y creo que me expulsó de clase. Era la alumna más sobresaliente del salón. El de filosofía, por otro lado, sacó cita con mis padres para decirles que estaba "a años luz" de mis compañeros, y se convirtió en un gran amigo. Los de economía, historia y lengua me tenían en gran estima por mi interés y mi participación en clases.

En tercero de preparatoria, de vuelta en México, la titular del grupo me llamó "líder negativa" e "influencia diabólica". Me miraba con antipatía y se amargaba cuando sacaba buenas calificaciones en su materia (que creo que era religión, la asignatura más importante y peor impartida de ese colegio tan retrógrada al que asistí: Dios se volvía un político dictatorial y pedorro en esas cátedras, muy aparte de mi ateísmo recalcitrante en la época).

La universidad fue un periodo de bonanza. Hice de mis maestros un grupo nutrido de amigos. Una de ellas, que impartió la clase de fotografía, me dijo un día "Tú tienes mucho aquí (señalando mi cabeza) y aquí (señalando mi corazón)". Esas palabras me cambiaron la vida y me aferro a ellas en repetidas ocasiones de inseguridad e incertidumbre.

Ahora han vuelto las malas vibras. En posgrado (¿quién lo iba a pensar?) hicieron su reaparición los profesores que, sin saber precisamente por qué, sienten un rechazo tremendo hacia mi persona. Comentarios negativos, miradas hostiles, comportamientos groseros, trabas, obstáculos, dificultades, habladas... Con decir que en dos ocasiones distintas (al comienzo de la maestría y al final de la misma) una persona de gran importancia para el programa me dijo que estaba "gratamente sorprendida" de averiguar que soy inteligente. Sorprendida, primero, de que mi ensayo haya sido el mejor del grupo. Sorprendida, por último, de que mi discurso público haya sido elocuente.

Por otro lado, están los tratos y gestos que he recibido de personas desconocidas en la calle. He notado que soy llamativa (no sé a ciencia cierta por qué: alguna energía habrá en mí) y eso causa miradas de admiración y también de desprecio. Las de desprecio vienen mayoritariamente de mujeres; las de confusión o consternación, de hombres. Las de admiración, de niños y niñas, jóvenes y hombres también.

Alguna vez, una amiga en España me dijo que yo era, al mismo tiempo, la persona más inteligente y más estúpida que había conocido en su vida. No sé si estúpida, pero sí puedo decir que no soy precisamente la más convencional o modosita. Soy irreverente, emocional, espiritual, bromista, de sentido del humor raro y simple. Y estas líneas son una carta de agradecimiento para todos quienes han visto lo mejor de mí a través de esos rasgos. Y también de gratitud para los que no han sabido verlo, porque sólo han conseguido reafirmarme. Parece que encarno y despierto opiniones apasionadas. Que así sea.

1 comentario:

Zabioloco dijo...

YO SÓLO TE CONOZCO POR ESTE MEDIO O AQUEL DÍA EN EL BLACK, nunca te he conocido un lado estúpido, aunque a veces así te describas en algunas publicaciones... me gustó lo de las palabaras sabias y olvidables de tu tía...