martes, 3 de marzo de 2015

Pies desnudos

Uno de los grandes placeres que me ha traído la vida adulta ha sido el de poder caminar descalza. Y digo de la vida adulta porque es esencial especificar ese dato. Durante toda mi infancia tuve prohibido caminar por la planta baja de la casa sin calcetines o sandalias (en la planta alta eran otras las reglas, porque estaba alfombrada por completa), y quizás sea esto lo que haya vuelto tan fascinante, tan gozoso el contacto del piso con las plantas desnudas de mis pies.

Es más: en mi infancia estuvieron vetadas también las pantuflas (hasta que fui muy grande alguien me regaló o yo me compré unas chistosas, de garra de dinosaurio o algo así, que usaba con alegría pueril), supuestamente porque acumulaban mucho polvo o le causaban mucho calor a los pies o alguna razón hiperracional que mis padres me brindaron y que siempre fue irracional para mi lógica infantil.

Incluso tenía prohibido quitarme las calcetas al llegar a la casa después de un largo día en el colegio. La rutina era la siguiente: me recogían a las dos o dos y media de la tarde (o una, quién sabe, ya no me acuerdo), llegábamos a la casa, yo subía las escaleras, me sentaba en el sillón ubicado en la sala de televisión, me descalzaba y, con gran ansiedad y obediencia, me dejaba puestas las infames calcetas, blancas y largas, propias del uniforme. Mi madre me había mandado a hacer aquello porque, según su desorbitada inteligencia, era importante que el paso del calor al fresco fuera gradual y no de golpe.

Ahora, tras una estancia de más de un cuarto de siglo en el mundo, puedo mirar atrás y decir "pamplinas". No digo que no haré lo mismo con mis propios hijos. Probablemente yo también los torture con una exigencia y un orden y un control aburridos y descontextualizados, pero este texto no se trata de mis futuros posibles errores como madre, sino de mis pasadas penas como niña y adolescente.

Tan pronto como dejé la casa paterna y me aventuré a otra ciudad y otro Estado y otro huso horario, dejé los zapatos, las pantuflas y las sandalias detrás. No permanentemente, por supuesto. No me convertí en la lideresa de un movimiento radical que abogara por el descalce masivo o absoluto. Simplemente que, cada que podía, caminaba con los pies desnudos. En las casas donde vivía, con toda razón, dada la privacidad y la libertad del contexto, y en la universidad donde estudiaba, con todo gusto, puesto que está llena de áreas verdes por donde está permitido transitar y descansar, así que me despojaba del calzado y para llegar de punto A a punto B atravesaba por el pasto, sintiendo la textura y la temperatura de las plantas y la tierra en las raíces de mi propio cuerpo.

Ahora que vivo en un caluroso puerto, la posibilidad de caminar con mis extremidades descubiertas es prácticamente una bendición. No sólo es la libertad que sienten los nudistas cuando están desvestidos, sino la comodidad y la eficiencia de la desnudez en ambientes cálidos: no hay ropa que retenga calor ni que seque la frescura del sudor. Además, claro, del hecho de que en una ciudad al lado del mar se presentan varias ocasiones en que hay contacto con la arena, lo cual invita aún más a descalzarse.

Sin embargo, de la noche a la mañana, fui condenada con la maldición de un virus en el talón izquierdo. Se llama papiloma, aunque no tiene nada que ver con el temible Virus del Papiloma Humano, ni es maligno, ni se relaciona con nada vistoso o llamativo como el sexo o la quimioterapia. Es, simple y sencillamente, la manifestación física de un virus que muchos portan y que en mi caso se evidenció debido a altos niveles de estrés.

No podré deshacerme de él jamás. Es un habitante de mi cuerpo, un huésped grosero al que no invité temporalmente y mucho menos de forma definitiva. Sólo puedo cuidar la alimentación y mantener a raya los detonantes de tensión. Pero, como empezó a dolerme a partir del hecho de que se hizo más grande (empezó como un puntito que parecía un callo) y más profundo, tuve que ir con una especialista para conseguir ayuda. Y, con esa finalidad, me recetó ponerme un ácido en la zona dañada para quemar la piel y expulsar las molestias. Pero, me aclaró, eres contagiosa. Así que para caminar en tu casa y para bañarte tienes que usar calzado. Algo dentro de mí se amargó instantáneamente.

No sólo he detestado siempre la idea de ducharme con sandalias (me parece una idea aberrante, ridícula, entregarme desnuda a un momento tan vulnerable y espiritual y coartar mi conexión con mi espacio con algo entre mi cuerpo y el piso; es como hacer jardinería con guantes, de algún modo), sino, como ya he dicho, de tener prohibido andar "a ráiz", como se dice en México, o dicho de modo más formal, exponer la raíz de mi tronco humano.

Mi marido, por su parte, de modo comprensible, ha mantenido la cuarentena, aunque la ha aderezado con amor y dulzura: delicadamente me recuerda (cuando olvido, o finjo olvidar) que no traigo puestas mis sandalias y que "ándale, no me vayas a contagiar" y se mostró muy contento con la idea de que dejara un par de chanclas en la regadera, recordándome mi infortunio.

Sobra decir que en los últimos días me he sentido como víctima de la Inquisición, alienada en mi casa, herida en lo más hondo de mi susceptibilidad. Por fin pude conquistar, con la mayoría de edad y con la fuerza de mi voluntad, el Reino Descalzo, cuando un virus y una podóloga me excomulgan, me obligan al exilio y la soledad de mis pies aprisionados en zapatos. Por más cómodos que sean, no dejan de ser una jaula de oro.

Mañana tengo cita de nuevo con ella, y espero que me diga que todo está bien y que puedo volver a mi diáfana y descalza vida, que no hay necesidad de aislarme de mi entorno. Tengo infinitas ganas de volver a sentir el mundo a través de la base de mi anatomía, y de ofrendarle al planeta, a la Diosa Madre Naturaleza, la fragilidad y la honestidad de mis pies desnudos.  

1 comentario:

Unknown dijo...

Ay primita,¿dónde pescaron tus piesitos ese maligno virus? Haz todo lo que te dijo el médico para que pronto vuelvas a gozar de la desnudez de pie. Un besito.