miércoles, 25 de marzo de 2015

Esencia

Tengo una fascinación por los olores extraños. Los olores convencionalmente agradables también me gustan; no estoy tratando de decir que mi sentido del olfato está invertido o de plano anómalo, sino que además de los olores que son culturalmente aceptados y ensalzados, a mí además me seducen y me atrapan aquellas esencias que son más bien raras, incluso convencionalmente rechazadas como "desagradables". Tampoco es que me encanten los perfumes claramente fétidos, como el sudor de mediodía en el metro de la Ciudad de México, o la orina seca de las calles del centro, o los desechos intestinales de cualquier animal domesticado. Más bien, algunos aromas cargados de historia y de personalidad, que llevan consigo una nota amarga u oscura, y al fondo, casi escondida, una pauta dulce, amable. 

Por ejemplo, el olor de mi perro es quizás el que encabece la lista. A simple "vista" o a simple olfateada, uno diría que el perro apesta. Y efectivamente, la mascota de mi casa es de una raza de canes que tienen una fragancia fuerte, de mucha presencia, por decirlo con cortesía. Con un poco más de atención y detenimiento, se puede identificar un aroma como de camarón seco. Inexplicablemente, el animal que es nuestro amigo ha tomado prestado el olor de otro animal que nunca será nuestro amigo: es más bien nuestro alimento. Y Zen, el miembro más apestoso de la familia, no escogió el olor de una gamba fresca, recién pescada, aún oliendo a vida. No. De modo incomprensible, escogió la versión muerta, seca de las cucarachas del mar. Y a pesar de todo lo anterior, su esencia me llena de gusto, de alegría. Me pregunto si será porque cuando duerme al lado de nuestra cama y el cuarto entero se llena de su olor, o cuando lo llevamos a pasear en el coche e invade al vehículo con su olorosa presencia, en esas ocasiones me siento en familia, en casa, llena de amor. Y aunque de vez en cuando nos quejamos mi marido y yo de su tufo, no tan secretamente yo disfruto sentarme en el piso para acariciarlo, olfatearlo de cerca y darle besitos en el puente de su nariz. Cada vez que lo llevamos a bañar me quedo un poco triste, porque regresa perfumado y toda su individualidad queda sepultada debajo de una fingida civilización. El olor de Zen es parte inherente de él. 

Otro aroma por el que siento debilidad es el que despiden mis axilas. Creo que por herencia materna soy de olor corporal fuerte. En la adolescencia era muy incómodo y sentía que estaba librando y perdiendo una batalla con un monstruo invisible pero enteramente presente. Hoy en día me da por curiosear de vez en cuando, con el brazo extendido hacia arriba y la cabeza girada hacia un lado. Suelo hacerlo en casa: es un ritual muy parsimonioso y privado como para andarlo haciendo en calles o edificios. Cuando uso cierto desodorante, encuentro que de ese rinconcito que ocultan mis extremidades superiores sale furtivo un olor, discreto pero juguetón, a guayaba. Sí, a esa fruta tropical llena de vitamina C. Sin embargo, cuando uso otro antitranspirante, o cuando el efecto ya ha terminado, mi fragancia es más bien amarga y dulzona, para tomar prestadas las palabras de Agustín Lara en su inmortal "Farolito". Es una esencia que me parece casi masculina, incluso un poco violenta: sale de mi recoveco corporal con arrogante confianza. Así me imagino el olor de una dulce muerte. 

Me pregunto hasta qué grado las fragancias son manifestación de la personalidad, del estilo de vida, de las condiciones de la existencia. Y me cuestiono también si la razón por la que me llaman y me hechizan es porque es un acercamiento irracional, y por lo tanto más profundo y verdadero, a la esencia y la naturaleza de un ser. Tengo muchos otros ejemplos de perfumes corporales o materiales que me encantan, pero por larga la lista y por íntimos algunos de sus elementos, prefiero detener este ensayo aquí.

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