miércoles, 11 de marzo de 2015

El patio de mi casa

Recuerdo ser pequeña, quizás una niña a punto de entrar en la pubertad, y viajar por carretera en el asiento trasero del coche familiar, conducido por mi papá y copiloteado por mi mamá, siempre. Mi mamá se tomaba el tiempo de ver el paisaje, de detener su mirada en la ventana, de apreciar la vegetación. Mi papá también curioseaba con frecuencia, lo cual sólo conseguía ponerme nerviosa, ante la posibilidad de un accidente fatal causado por su falta de atención. Nunca sucedió nada por el estilo.

Dependiendo del punto geográfico en el que nos encontráramos, mi mamá señalaría a los pinos, los mangos, los papayos, los limones, las palmeras. Otras veces, sus comentarios se concentraban en las distintas tonalidades de verde. Maravillada, exclamaba con ahínco: "¡miren, qué milagrosa es la Naturaleza! ¡Cuántos verdes diferentes!" Yo miraba por la ventana a través de sus ojos y efectivamente encontraba el milagro de la diversidad y de la belleza. Hasta la fecha, su sensibilidad se ha quedado conmigo y puedo apreciar la grandeza de la Madre Naturaleza. Quizás ésta sea la raíz de mi creencia en lo divino, de un sistema religioso politeísta donde las flores y las mariposas y los atardeceres son manifestaciones de un poder y una sabiduría superior. No sería coincidencia que mi ligazón con Dios y su esencia, que encuentro femenina, provengan de madre y su sabiduría y su poder.

Cuando era niña salía poco, jugaba poco y, por el contrario, interactuaba con muchos adultos y leía copiosamente. Tal vez por esto me costó mucho trabajo reconocer en mis primeros años los distintos tipos de plantas, flores y árboles con los que me topaba. Supongo que no me importaba, o no eran parte de mi urbana realidad cotidiana. No fui una niña de exteriores, de aire libre, sino de estantes con libros y de una cama que de pronto se convertía en una calle de Buenos Aires, en el cielo mexicano o en los hielos siberianos.

Sin embargo, conforme me he vuelto adulta, me he interesado más en la Naturaleza. Conozco los nombres e identifico a la distinta fauna y flora de mi entorno: jacarandas, primaveras, tabachines, huanacaxtles, higueras, almendros, crotos, ficus, neem...

En el jardín de mi casa hay algunas especies de vegetación: un cactus, un árbol de neem, una planta cuyo nombre desconocemos tanto mi marido como yo pero que apodamos "la de tu cabello" porque es expansiva y alocada como mi pelo, un obelisco rosa, una cuna de moisés, un limón y una palmera de Madagascar (creo que ese es su nombre).

Cuando recién empecé a salir con el hombre que ahora es mi esposo, descubrí que en el patio de su casa había algunas plantas en macetas, abandonadas, cubiertas y eclipsadas por maleza. Una vez salió mi entonces novio a su jardín y con un cuchillo de cocina cortó la hierba mala. Eran los primeros indicios de una excentricidad que me sedujo, porque reflejaba mi propia rareza. Mi cónyuge es un espécimen peculiar, que se ha vuelto un espejo para todo lo bueno, todo lo malo y todo lo feo de mi propia humanidad.

Cuando construimos la casa en la que ahora residimos y desde la que ahora escribo, nos deshicimos de las macetas y plantamos sus plantitas en la tierra de nuestro nuevo hogar, además de que conseguimos unos árboles para exponenciar la belleza y el bienestar de nuestro jardín: un área verde al mismo tiempo salvaje y cálida. Quizás una manifestación de nuestros propios corazones.

La vegetación en nuestra casa se ha vuelto para mí, de algún modo, un símbolo de mi relación matrimonial. Al principio nos enfrentamos a plagas como áfidos, falta de agua o de sol, carencia de nitrógeno en la tierra, inseguridades, temores, distancia, estrés. Después nos dedicamos a experimentar con recetas orgánicas, con insecticidas, con paciencia, con perseverancia, con atención, con decisiones firmes y con cierta incertidumbre. Por último, tras una ardua etapa de prueba y una lucha por sobrevivir, estamos (la vegetación y mi familia) floreciendo: crecemos, presumimos colores y tonalidades preciosas, damos frutos, somos dignos de admiración, seguimos en nuestro camino pero hemos aterrizado a una etapa sólida, de vida y de fertilidad a toda prueba.

Hoy en la mañana mi esposo me invitó a salir con él para mostrarme la hermosura de las flores del obelisco y las decenas de limones que el árbol ya está empezando a desarrollar, después de rehusarse a fructiferar por más de un año. Observé el jardín, nuestra porción domesticada de vida no humana, y me llené de una esperanza y una gratitud inmensas. Y vine aquí a escribir al respecto.

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