viernes, 20 de marzo de 2015

Un ejercicio catártico

Escribo esta entrada al blog desde una computadora portátil que data de hace una década. Llegó a mis manos en el 2007, después de haber sido propiedad de tres personas distintas, incluido mi padre, quien finalmente me la heredó para mis necesidades universitarias. Antes de eso yo tenía un ordenador de escritorio, con una pantalla pequeña.

Cuando esta laptop llegó a mi vida me sentí moderna, contemporánea, in. Por fin tenía un instrumento tecnológico que podía llevarme conmigo a todos lados: el baño, la cama, la escuela, el transporte público. En realidad todo lo anterior era una batalla colosal, puesto que la mentada computadora pesa varios kilos, muchos más de lo que es agradable o cómodo cargar de forma cotidiana. Sin embargo, en aquel entonces estaba recientemente nueva, no había iPads ni iPhones (aunque sí iPods pero no táctiles) y como decía, era mi primer procesador de datos portátil.

Pues bien, hace un par de años, en el 2013, adquirí -o me regalaron- una nueva, pequeñísima laptop. Realmente liviana y hasta con cámara integrada. Toda una novedad para mí. Así que después de seis años de usar el mismo ordenador, lo sustituí por uno más nuevo, más inteligente, más ágil y más eficiente.

Lamentablemente, desde que soy muy pequeña sufro de una vista deficiente, y aunque ya me operé con láser de miopía, ésta ha decidido reaparecer, acompañada de astigmatismo y el riesgo de quedar ciega eventualmente. Esto, porque hay antecedentes de queratocono en mi familia (no quiero hablar aquí de ello, pero más información la pueden encontrar aquí) y porque a pesar de que había indicios negativos en los resultados de mis estudios oculares (tanto así que el primer médico que me iba a hacer la cirugía con láser decidió arrepentirse el mismo día en que el procedimiento estaba programado, por temor a hacerme un daño irreversible), el oftalmólogo tan prestigioso que varios años antes había operado exitosamente a mi hermana aseguró que no habría ningún problema. Cuando fui a verlo, más de un año después de la cirugía, y le dije de mis deficiencias, me aumentó la dosis de una medicina que regula la presión en los ojos a dos gotas por día, por el resto de mi vida.

Mi suegra, en muestra de apoyo y solidaridad, se voluntarió para pagar la reparación y actualización de la máquina en la que ahora tecleo, puesto que tiene una pantalla considerablemente mayor y ésta puede ser más amable con mis ojos, que luchan por vivir. Y ésa es la historia de por qué redacto desde donde lo estoy haciendo esta noche. Ahora bien, ¿por qué escribo esta noche?

Me gustaría confesar, como bien lo saben, que me ha costado trabajo -mucho trabajo- mantener la disciplina para escribir diariamente desde hace unas semanas (¿meses?). Y ya no sé si me estoy dando el placentero permiso de sentir pereza y de leer como poseída (a Raymond Carver, actualmente), o si simplemente está ganando la apatía y mi proyecto de escribir diario se está derrumbando.

Antes de bajar a la primera planta de mi casa, a poner en letras mis pensamientos, estaba sentada en el techo, viendo el atardecer, dejándome acariciar por el viento y escuchando la orquesta estridente de pájaros que cantando se despiden del día y dan la bienvenida a una nueva noche. Y allí sentada, empecé a pensar en quién soy. Empecé a pensar esto porque hace algunas horas, cuando por primera vez abrí algunos archivos de texto y fotográficos en mi recién recuperada laptop, archivos que datan de hace varios años, me encontré con una Sara diferente, rarísima, casi desconocida. Y con gente que atesoro en el corazón. Me encontré con Santiago, por ejemplo, mi gran amigo de años universitarios, de quien ahora ya no tengo ni su número telefónico. O con Cheshvan, a quien quiero con todo el corazón. Y me di cuenta de que toda esta gente que tengo fotografiada ha seguido con su vida y ha hecho grandes logros: Cheshvan está en EUA; Santiago estudia una maestría en filosofía; Yezin se está dando a conocer en el mundo cinematográfico como una gran productora y directora de arte; Gabriel ya encontró al amor de su vida, se casó con ella y ahora tienen un bebé juntos; Uri tiene un trabajo súper bien pagado, una novia guapa que lo quiere y un carro como siempre había soñado; Ángel tiene un puesto de gran prestigio y buena paga en mi alma mater; Pamela es mamá; Daniela vive en Cancún. ¿Y yo, qué hago? ¿Quién soy?

Y empecé a estornudar compulsivamente (ya saben ustedes, fieles lectores, que tengo una alergia psicológica que me hace estornudar frente a tres posibles escenarios: miedo, nervios o estrés). Actualmente no soy Maestra en Gestión Cultural porque aún no me dan el título y porque aún no termino, ni siquiera, las correcciones que me hicieron los lectores (qué va: todavía ni empiezo); no soy profesora, como tanto me gustaría; no escribo diario. Achú achú achú. Creo que, pensé, el único logro del que me siento orgullosa en este momento es poder considerarme bella. Un bello rostro, un bello cuerpo. Y ahí, sentada en el techo, me miré mis pies, con sus uñas pintadas de rojo, las piernas, cubiertas por un pantalón que me acentúa la figura de reloj de arena, los brazos, delgados, el torso y los pechos, escondidos tras una blusa floja que es al mismo tiempo coqueta y discreta.

Ciertamente: ha sido un logro llegar al día de hoy, en que tengo aprecio por mi persona y en que estoy en relativas calma y paz con mi aspecto físico. En las fotos que encontré, casi sin excepción, estoy con el cabello corto y despeinado, enloquecido, brincando para todos lados; los cachetes amplios, redondos; la cara asaltada por cicatrices o por espinillas; los ojos escondidos y minimizados tras lentes, de distintas formas y tamaños a través de los tiempos, que se caracterizaban por tener unos cristales gruesos. Veo esas imágenes y me encuentro incómoda, me recuerdo triste, acomplejada. Me acuerdo de querer ocultarme, perpetuamente.

Y así fue cómo decidí salir de mi cómoda contemplación y entrar en acción en este oficio que se me presenta como una montaña escarpadísima, una aventura inasible. Pero no tengo una opción real. Si dejo de escribir por un tiempo prologando, algo dentro de mí empieza a morir desasosegadamente. Y no sólo agradezco, sino que les quiero creer a quienes me dicen que disfrutan mis textos, que creen que tengo talento. Sólo es cuestión de seguir poniendo letras tras letra, palabra tras palabra. Cuestión de leer todo y tanto como pueda. Cuestión de experimentar y refinar y corregir y seguir intentando. Cuestión de hacer esto que ahora estoy haciendo. Cuestión de ensayar con textos más largos, más profundos, más investigados, más respaldados por autores, por citas. Cuestión de tener una fe ciega y un apoyo incondicional a la hora de escribir ficción. Cuestión de hacer las paces con la poesía. Cuestión de por lo menos plantearme como una posibilidad lograr escribir una novela algún día.

Iba a escribir sobre vestidos. También tengo pendiente un ensayo sobre Tool; en concreto, sobre su canción Lateralus. Otras ideas andan rondando mi cabeza, y quisiera concretarlas en esta bitácora cibernética. Pero creo que por ahora me conformaré con esto, que parece ser un ejercicio catártico.

1 comentario:

Anónimo dijo...

escribe siempre.