jueves, 16 de abril de 2015

La jocosidad de James Bond

Desde hace algunas semanas mi familia y yo comenzamos a ver las películas de James Bond. A mi marido se le ocurrió que sería buena idea que nuestro hijito -o su hijo, mi hijastro- las conociera, desde el principio y en orden cronológica. ¡Madre mía, qué buena idea resultó ser! No sólo las está disfrutando él, que se emociona con la música, el montaje veloz y las herramientas discretas y poderosas, sino también nosotros, que disfrutamos de la sensual virilidad de un Sean Connery en la exquisitez de sus años mozos, las chicas que inevitablemente caen rendidas a sus pies y sus enemigos, por siempre menos poderosos que el mítico protagonista.

Hoy fue día de consagrarle tiempo al agente 007 y en los últimos treinta minutos de la cinta, de pronto caí en la cuenta de lo mucho que mi papá hubiera disfrutado (¿disfrutó?) estos filmes de acción y aventura que colindan con la ciencia ficción y la fantasía. Mi padre gozaba con auténtico deleite de las historias exageradas, aceleradas a máxima velocidad y llenas de testosterona y valentía. Se reía de la inverosimilitud de las escenas y de los personajes, pero había en su risa un placer auténtico y no una burla envilecida. Echaba las carcajadas como si fueran aplausos para el guionista, el director y el elenco.

Mientras terminábamos de ver "You only live twice" ("Sólo se vive dos veces"), empecé a llenarme de esa jocosidad que sin duda heredé de mi progenitor, al ver la increíble buena suerte del espía, sus instrumentos inauditos, la heroicidad que le facilitan enemigos que tardan en disparar o caen fulminados con una patada o un bofetón, la velocidad e inteligencia con que operan sus aliados, sus interminables habilidades (bucear, hablar japonés...) y, sobre todo, la gracia con que las cosas le salen bien. Su triunfo y su éxito, por completo inauditos y excepcionales, representan la esperanza con que de niños esperábamos que el bien ganara, porque el dolor del fracaso y el sinsentido de la maldad resultaban impensables, incomprensibles. Y por eso hay que reírse con el agente secreto, porque sus aventuras quijotescas son las de todos nosotros, que no siempre le ganamos al malo, además de quedarnos con la chica.

Las películas de Bond, James Bond, son inverosímiles y desmesuradas, pero así deben ser, para que podamos reír una risa melancólica, agradecida de que por unas horas el peso del mundo ha sido aligerado. Reírnos como niños de que no siempre las cosas nos salen bien, pero por lo menos tenemos la imaginación, que nos permite concebir que lo contrario es posible. El héroe inglés representa nuestra redención, y la gracia de sus filmes radica en un escepticismo basado en la experiencia, pero también en el deseo de que el futuro traiga consigo la voluptuosidad de sus victorias. Ojalá que a través de mi risa te rías tú también, papá, porque te llevo en el corazón, y por lo tanto tú también tienes, todavía, un futuro.

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