Mi mamá es una mujer extraordinaria. De veras. No lo digo porque sea mi mamá. Desde que yo era una niña pequeña ella trabajaba como profesora universitaria, además de criarnos y llevarnos a la escuela y a las actividades extraescolares y ayudarnos con las tareas y regañarnos y heredarnos valores y todas esas cosas impresionantes que hacen las progenitoras.
Pero entre tantas actividades y obligaciones, no le quedaban ni ganas ni tiempo de cocinar. Y así fue como crecí sin conocer el betabel. Tampoco conocía la espinaca, el maracuyá, las berenjenas... Muchas frutas y verduras me eran extranjeras, aunque estaba muy familiarizada con las tortillas, los frijoles, los tamales, las tortas de pierna y, por supuesto, con los jueves de espagueti y milanesa de la cocina económica.
He descubierto que al comer betabel la orina se disfraza de un carnaval magenta. Y que mi tracto digestivo de pronto adquiere una actitud de cooperación y solidaridad: un estado budista en el que todo libera, todo suelta, todo deja ir. También me he topado con que partido en cuadritos y puesto al fuego lento en una cazuela con mantequilla, sal y pimienta se vuelve dulce y exquisito.
Hoy, mientras preparaba la ensalada para la cena, abrí el cajón de las verduras en el refrigerador y me topé con uno chiquito. Y aunque me guiñó el ojo, lo dejé ahí, abandonado a su fría suerte. Pero quiero que sepa que lo quiero, y por eso le dedico estas líneas.
martes, 14 de abril de 2015
Betabel
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