martes, 14 de abril de 2015

Betabel

Mi mamá es una mujer extraordinaria. De veras. No lo digo porque sea mi mamá. Desde que yo era una niña pequeña ella trabajaba como profesora universitaria, además de criarnos y llevarnos a la escuela y a las actividades extraescolares y ayudarnos con las tareas y regañarnos y heredarnos valores y todas esas cosas impresionantes que hacen las progenitoras.

Pero entre tantas actividades y obligaciones, no le quedaban ni ganas ni tiempo de cocinar. Y así fue como crecí sin conocer el betabel. Tampoco conocía la espinaca, el maracuyá, las berenjenas... Muchas frutas y verduras me eran extranjeras, aunque estaba muy familiarizada con las tortillas, los frijoles, los tamales, las tortas de pierna y, por supuesto, con los jueves de espagueti y milanesa de la cocina económica.

He descubierto que al comer betabel la orina se disfraza de un carnaval magenta. Y que mi tracto digestivo de pronto adquiere una actitud de cooperación y solidaridad: un estado budista en el que todo libera, todo suelta, todo deja ir. También me he topado con que partido en cuadritos y puesto al fuego lento en una cazuela con mantequilla, sal y pimienta se vuelve dulce y exquisito.

Hoy, mientras preparaba la ensalada para la cena, abrí el cajón de las verduras en el refrigerador y me topé con uno chiquito. Y aunque me guiñó el ojo, lo dejé ahí, abandonado a su fría suerte. Pero quiero que sepa que lo quiero, y por eso le dedico estas líneas.

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