martes, 28 de abril de 2015

Emociones fantasma

"Y el hijo se le murió antes que ella..." me comentó mi mamá hoy durante la cena, a propósito de la conversación que teníamos sobre María Félix. Mientras nos engullíamos la baguette con queso provolone ahumano, jamón ibérico y dip de aceitunas, salió la voz de Silvia Basurto, vocalista de La Boquita, en un tributo que le hicieron a Agustín Lara, cantando "Piensa en mí". Le pregunté a mi mamá que si esa canción se la había dedicado también a la diva de Sonora, y me contestó que no sabía. Me dijo que había tenido un montón de maridos (tres, según Wikipedia) y un solo hijo, de apellido Álvarez (aunque, según corroboro en Internet, ninguno de sus cónyuges llevaba ese apellido). Y entonces me soltó esa frase que cayó en mi cabeza como roca fluorescente.

De pronto, a la distancia, con María Félix ya muerta y engrosando las páginas de la historia de México y de la cinematografía, pareciera que todo es un sueño. Las cosas adquieren una calidad etérea, difícil de aprehender. Lo primero que pensé al escuchar esa noticia fue angustia por la madre. El dolor terrible de perder un hijo. Y lo segundo que se me ocurrió es que ese sufrimiento materno ya se había desvanecido en el pretérito. No sólo ya no estaba presente la agonía del hijo, que según mi madre murió tal vez por cáncer, sino tampoco la de sus seres amados que gozaron y lloraron con él y a causa de él.

A veces la vida adquiere cierta calidad insoportable. Uno se siente ahogado bajo el peso de lo que nos va llegando, o cree desvanecerse ante la furia de algunas tormentas. Nos dejamos vencer por ciertas circunstancias o personas o creencias. Sin embargo, al hacer una especie de zoom out de nuestra existencia nos damos cuenta que, en general, las cosas poco importan. Resultan de relevancia únicamente para nuestra felicidad y bienestar, pero de ahí en fuera son bastante irrelevantes, y han de fugarse y desvanecerse en las anécdotas e historias que la humanidad recuerda u olvida.

Qué cosa tan terrible, tan innombrable debe ser la pérdida de un vástago. La sangre de tu sangre y la carne de tu carne. Un corazón que se forma, literal y metafóricamente, del tuyo. Y perderlo. Parece la receta perfecta para la locura o para la muerte en vida. Y aún eso, la máxima pena, se disuelve en el tiempo, del mismo modo en que una perfecta gota saturada de color rojo se va difuminando y perdiendo al ser mezclada en un vaso de agua. Cualquier historia, no importa lo funesta o lo idílica que sea, ha de perderse en los anales de la Historia. María Félix ha muerto y con ella, el dolor de un hijo que se fue antes que ella. Romeo y Julieta han muerto. Gandhi y Hitler han muerto.

O quizás no. Quizás todo ese dolor y esa pasión y esa valentía y ese furor simplemente se hayan transformado, reencarnado, y de algún modo sigan haciéndose presentes en la actualidad. Quizás este texto sea la manifestación de una época líquida, en términos de Zygmunt Bauman. Es posible que a pesar de que la vida es un sueño y más antes que después se termina y haya más recuerdos que porvenir y después no haya nada, ni recuerdos ni materia física, es posible que las emociones y las acciones de los seres humanos permanezcan en la tierra como una suerte de fantasmas que conforman lo que algunos llaman cultura, otros karma.

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