lunes, 13 de abril de 2015

Aspirina

1.

Hay una mujer sentada a la mesa que mi papá quiso poner en el patio hace varios años y que nadie usa. Su cuerpo ocupa una de las sillas, su bolsa otra y las dos restantes están vacías. La sombrilla que surge del medio de la mesa está abierta, pero un rayo de Sol cae como plomo sobre la cabellera de la desconocida. Está teñida de rubio, y guarda similitud con la melena de las muñecas Barbie. No sé quién la dejó entrar a la casa, qué hace o a quién espera, cuánto tiempo lleva ahí, o si soy la única persona que ha reparado en su presencia. Me irrita ese elemento espontáneo, sorpresivo, en mi día, en mi casa. Bajé por un café y me encuentro a una mujer.

2.

Me sonríe con la boca pero en realidad ella también parece estar de mal humor. Habrá sido el calor sobre su cabeza. Tiene el rostro lleno de gotas de sudor y de una especie de cera que la hace parecer un pedazo de fruta en el supermercado. Lleva puesta una camiseta blanca que a la altura del pecho exhibe el logotipo de Aspirina. Por un segundo creo que ha venido a venderle a esta familia dicho producto farmacéutico. Mientras abre su boca para saludar, pienso en abrir la mía para decirle que aquí nadie tiene fiebres ni dolores, pero me da pereza. Quiero volver a mi estudio y a mis pinturas. Para entonces me arrepiento por completo de haberme aventurado por un café.

3.

Siento una presencia detrás de mí y al girarme me encuentro a Carlota, mi hermana, la eterna descalza. Ha llegado sin hacer ruido. Está mirando fijamente a la extraña. Un silencio pesado se instala en la sala. Yo siento unas ganas tremendas de correr a la mujer, de tomar café y de abofetear a mi hermana. En respuesta, Carlota levanta la mano derecha y aspira un cigarro que hasta entonces yo no había visto ni olido. Como si yo fuera invisible, mi hermana extiende el cigarro hacia el frente, hacia mí, y un segundo después la desconocida lo coge y lo inhala. La ofrenda no era para mí y en todo caso jamás la habría aceptado. Si pudiera, le escupiría al pitillo.

4.

Mi papá murió acostado en su cama algunos meses después de comprar la mesa del patio. La compró porque ya no tenía nada que hacer más que contemplar a su perro Gandhi y ver a los colibríes llegar al jardín, a la pequeña vasija que él llenaba con agua y azúcar para que las aves se aparecieran diariamente. El cáncer lo forzaba a permanecer sentado en la misma posición, eternamente extenuado. Y prefería vivir su agotamiento al aire libre que encerrado en su habitación. Carlota también se paseaba varias veces al día, igual que los chupaflores. Pero en vez de chupar flores o agua con azúcar, succionaba el extremo amarillo de sus cigarros. A veces se sentaba en una silla enfrente de mi papá, lo miraba fijamente y expulsaba el humo en su dirección. Mi papá le regresaba la mirada, sin parpadear, inhalando con sus pulmones cancerosos el regalo que le hacía su primogénita.

5.

Mi mamá duerme y se baña en la casa. Dice que es bueno para las apariencias. Diario sale, durante todo el día, y cuando le regresan sus episodios depresivos, se encierra en su habitación y nadie la ve y ella no ve a nadie. Le desagrada ser una heterosexual rodeada por personas homosexuales, sobre todo porque ella misma las parió. Me parece que más que rachas de tristeza son de furia, de resentimiento con la vida porque mató a mi papá, "tan cómodamente", así dice ella, "y me dejaste a mí tirada aquí", grita aislada sobre su cama.

6.

La mujer de la Aspirina exhala el humo y me lo echa en la cara. Carlota le habrá enseñado el truco. Por un segundo me vuelvo mi padre, y también a mí me dan ganas de morir. Aunque él no se quería ir a ningún lado. Aunque a lo mejor yo también ya esté muerto.  

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