lunes, 16 de febrero de 2015

Oda a mi trapito

Creo que lo primero que quiero decir es que me gustaría que me disculparan, lectores, por la falta de consistencia que ha mostrado la autora de este blog en días recientes. Parece que mi vida está cambiando. Me da la impresión de que, al comenzar a cerrarse la puerta de la maestría, se está abriendo otra, que tiende hacia proyectos, unos creativos y otros más de índole doméstica.

Me he permitido la indisciplina porque estoy aprendiendo, y sobre todo porque me estoy permitiendo vivir este periodo sin mayores reclamos o neurosis. Si hay días en que me siento cansada o me encuentro haciendo otra actividad o aparentemente no tengo nada que contar, dejo que se vaya, irremediablemente, llevándose consigo mi silencio.

Sin embargo, lo ideal para mí sí es escribir diario. Quiero ser una escritora. Me gusta escribir. Quiero escribir hoy y todos los días que le restan a mi vida. Quiero escribir ensayo, poesía y cuento. No creo que quiero escribir novela, ni teatro, ni guiones cinematográficos. Quiero escribir lo que sea, pero escribir, porque es la expresión más vívida, más íntegra, más vivificante de mí misma. "El espíritu vivifica" es el slogan del ITESO, mi alma mater, pero la cita completa, extraída del libro de Corintios, dice "la letra mata pero el espíritu vivifica". Cosa curiosa. Supongo que para mí el acto de escritura es la unión de ambas, la vida y la muerte.

Hace algunos días terminé el libro "La princesa del Palacio de Hierro", de Gustavo Sainz, de Ediciones del Ermitaño: buenísima la pieza literaria y buenísima la edición de esta casa independiente: la novela está enmarcada por dos piezas de análisis y crítica literaria, uno del ya fallecido Vicente Leñero y otro de una mujer cuyo nombre ya no recuerdo, que además de claros y exhaustivos, fungen como una especie de mapa o una radiografía del valor de la obra.

Así pues, me encuentro ahora concentrada en "Retrato de mi cuerpo", de Phillip Lopate. El libro lo compré en la presentación que se hizo del mismo en la FIL, y el autor me pareció estupendo (aunque ahora en la lectura lo encuentro más bien amargado, aunque lúcido). La primera vez que intenté leerlo me pareció insoportable, porque hacía poco yo había perdido a mi papá y me estaba refugiando del dolor y de la confusión en el budismo, y la actitud generosa y bondadosa de esta corriente oriental contrastaba con brutalidad con la actitud narcisista y autocentrada del escritor. Y es que, efectivamente, Lopate es miembro distinguido de la corriente de escritores que practican el ensayo personal (entre los que me encantaría contarme algún día): artistas que deciden escribir textos brillantes sobre su humanidad en la Tierra: sus defectos y sus cualidades, su sabiduría y su vileza.

En fin, este libro tiene entre sus páginas un ensayo titulado "La historia de mi padre". En este completo documento, el también académico relata, tal como anuncia el título, la historia de su progenitor. Cuenta que quería ser escritor, pero sus deseos se frustraron y a partir de ello se considera a sí mismo un fracasado, aunque está orgulloso de que su hijo, Phillip, haya logrado con éxito la ambición que para él no fue más que un sueño. Cuenta el ensayista que cuando escribió su primer cuento, le pidió a su padre que lo revisara. Éste le comentó "Escribe acerca de lo que sabes" (p. 235).

Por eso, hoy les voy a hablar, como siempre, de algo que yo sé. Y ese algo es la historia de amor que se desarrolló en mi infancia entre su servidora, quien esto suscribe, y un trapito de algodón. Es decir, la niña Sarita, de unos tres años de edad, y una pieza de tela blanca, pequeña, suavecita, que resumía en su pequeña superficie todo el amor y la ternura de mi mamá: o sea: del mundo.

Uno de mis primeros recuerdos es bajar las escaleras de la casa a escondidas, en la noche, a una hora en la que ya tenía que haber estado dormida, envalentonada mientras el resto de miembros de la familia (o por lo menos mis papás) estaban en la cocina viendo el noticiero nocturno. En otras palabras: la habitante más pequeña de aquel hogar desafiaba las reglas y el miedo de ser sorprendida, con el fin de buscar en la sala (la habitación contigua a la cocina) ese trapito que tanto quería y que tan intempestivamente había sido sutraído de mi vida.

No sé quién, cómo, cuándo o bajo qué argumentos decidió quitarme el trapito y esconderlo. Lo tenían que esconder, porque mi amor era tan grande que lo perseguiría hasta el fin del mundo. Y su empeño en alejarnos era tal, que lo arrojarían en lugares húmedos y oscuros, donde mi trapito sufriría la tortura de mi ausencia. Sospecho, con cierto resentimiento anacrónico, que fue mi mamá quien orquestó todo. Me cuesta trabajo imaginar a mi papá llegando a la conclusión de que la evolución de mi persona requería del sacrificio del trapito.

No sé si encontré esa noche al objeto de mi adoración, pero sí sé, aún hoy, más de dos décadas después, que lo amaba con dulzura y delicadeza, que lo extrañaba con ardor e incertidumbre, como un amante vulnerable y desahuciado sin su amada y que aquella porción de algodoncito era en realidad una súper heroína, encargada de suministrarme todo el amor y la seguridad que yo necesitara. Tenía "poderes mágicos", como dice Lopate (p. 230).

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