miércoles, 18 de febrero de 2015

Esta soy yo o Dejar de fingir perfección

Hace rato iba con mi marido por las calles de la ciudad donde vivo y que aún no conozco lo suficiente como para sentirme fluida o cómoda caminando o manejando por ellas. Yo era la conductora del vehículo y el destino final estaba claro en mi cabeza, como una fotografía, pero la ruta de acceso era más bien borrosa. Cada tanto le preguntaba "¿es aquí la vuelta?" y me respondía "no, más adelante", hasta que finalmente le pregunté "¿es en Basilio Badillo?" y me dijo "sí, ahí es".

Luego, ya no recuerdo cómo, me preguntó que qué era lo peor que podía pasar si me equivocaba, insinuando que en vez de preguntarle podía haberme animado a tomar una decisión, correcta o errada, por cuenta propia. Y entonces le conté, con cierta naturalidad pero también con cierto reparo, que uno de los pequeños "traumas" (la gente se autocalifica de "traumada" con una simpleza y una ridiculez insólitas) que cargo desde la infancia y que me acosan hasta la fecha, es el de cometer errores. Y le recordé de la anécdota de pintar las paredes de mi habitación.

Hace relativamente poco, en 2011 o 2012, cuando regresé a vivir a Tepic después de haberme autobautizado en Guadalajara como "Mandarina", tuve la iniciativa de pintar los muros de mi recámara de color anaranjado, por supuesto. Yo solita, con mi sueldo de profesora o de reportera o de ambas, me pagué el galón de pintura y me puse a echarle ese color alegre y vibrante a las paredes. Mi sobrina, entusiasmada con lo lúdico del proyecto, se sumó con buena actitud. Poco después se asomó mi papá al cuarto y encontró el avance de mis habilidades de principiante. "¡Mira nomás, estás haciendo un cochinero!", me recriminó molesto. A lo que contesté: "¿Por qué me regañas por haber tenido el coraje de hacer algo con mis propias manos, aunque no sea perfecto? ¿Por qué no me felicitas por mi arrojo?" Se quedó callado, me acuerdo. Como aturdido y avergonzado. Pobre, lo desconcerté. Lo agarré en curva, como dicen.

Mi marido, tras escuchar la historia, concluyó que era "profunda" y se mostró muy impresionado con mi perspectiva de la situación. Yo, a través de él, descubrí que efectivamente, algo de valioso había en aquel cuestionamiento que le había hecho a mi querido papá.

Pero como decía, batallar contra el fantasma del error ha sido una constante en mi vida. Repetidamente he optado por la inacción y la pasividad antes que la valentía de actuar y equivocarme o fracasar. Creo que este miedo lo heredé de mi mamá, quien recientemente me confesó que de pequeña a ella le sucedía lo mismo en su casa familiar, y esa timidez se le extendió a lo largo de décadas. Luego, cuando fue mamá, nos reprendía bastante al cometer equivocaciones, y descartaba ideas nuevas por ser inciertas o enfatizaba el aspecto temible o inseguro de algo antes que lo positivo o lo fértil. Mi papá, por el contrario, era aventado y, como cereza que corona el pastel, casi nada le salía mal. Tenía mucha confianza en sí mismo. Y creo que yo soy una mezcla de ambos. A veces salto sobre las cosas y obtengo resultados. Otras veces me paralizo.

El universo de las preguntas lo tengo casi dominado. También el de no tomarme las correcciones o recomendaciones a mal. Es decir, casi nunca me da vergüenza hacer preguntar, lo cual ya es ganancia. Mucha gente cree que preguntar es indicio o sinónimo de ignorancia, y por lo tal es percibido como algo vergonzoso, indeseable. Sin embargo, mi seguridad personal sí me lleva casi siempre tan lejos como para sentirme suficientemente cómoda preguntando algo. Sé a ciencia cierta que soy inteligente (es más: muy inteligente) y que hay algunas preguntas a las que sí tengo respuesta, entonces no me acompleja o afecta tanto desnudar la vulnerabilidad de una pequeña ignorancia. Pero, lo admito, en algunas ocasiones, francamente prefiero quedarme callada con el fin de hacerle creer a mi(s) interlocutor(es) que estamos en la misma sintonía.

Por otro lado, como decía, cuando alguien me hace una sugerencia o me corrige en una creencia o un procedimiento, suelo tomármelo con dignidad, gratitud y compostura. Está claro que no lo sé todo, nunca podré saberlo todo, y frecuentemente alguien sabrá algo que yo no. Sin embargo, humana como soy, en ocasiones mi ego se siente desbaratado y con ganas de vengarse, de ladrar y de morder, con la finalidad de demostrar que "no, no soy tonta; es más, soy más fuerte que tú y te lo voy a demostrar". En otras palabras: me pongo a la defensiva y probablemente a la ofensiva. ¿Por qué? Porque a veces me quieren enseñar o demostrar algo de un aspecto en el que me siento especialmente sensible o vulnerable, y yo de antemano, secretamente, me siento pendeja sobre el asunto o el tema, y entonces traduzco la interacción como un recordatorio de mi incapacidad o un señalamiento, un poner el dedo en la llaga. Afortunadamente, desde muy chica mi mamá me enseñó (ya no me acuerdo si me lo enseñó o si simplemente me felicitaba por serlo, mágicamente, de nacimiento) a ser receptiva, y a escuchar lo que los demás me compartían y enseñaban con curiosidad y alegría.

En las últimas semanas he estado incursionando con valentía y persistencia en la cocina, ámbito normalmente protagonizado por mi cónyuge. El fantasma del miedo a equivocarme está ahí, siempre, omnipresente, las tres veces del día, los siete días de la semana. Y cada platillo que sirvo en un plato y que mis comensales se comen, es un triunfo inconmensurable. Porque no sólo estoy entrando en un terreno casi desconocido (algo que mi mamá no me enseñó fue los secretos de lo comestible), sino que estoy desplazando a un experto cocinero, cómodo y hábil frente al fuego y frente al refrigerador. Así que el miedo de que le parezca mala la comida, o de que descubra mis debilidades y mis ignorancias, es una tentación gigante para paralizarme, para darme por vencida. Pero mi obstinación y mi deseo de aprender me llevan a esforzarme para no sólo cocinar, sino para aceptar con entereza sus críticas, sus consejos y sus lecciones.

Es lo mismo de siempre: autoexigencia. Cómo me gustaría ir cagándola por el mundo, estropeando todo, fracasando una y otra vez. Así confirmaría, empíricamente, que los errores son una excelente fuente de conocimiento y aprendizaje. Y confirmaría también que la gente me seguiría queriendo, a pesar de ser tan humana. Pero me causa pesar y desazón la idea de decepcionar a los demás, de perder el tiempo, de perderme a mí misma, de experimentar humillaciones, de sentirme estúpida, de recibir regaños o reclamos. Creo que lo que vendría como consecuencia de optar por poder equivocarme sería también optar por el poder de defender mis errores, defender mi humanidad, defender lo que nunca dejaré de ser. Marcarle el límite al mundo externo de hasta dónde me puede corregir, recriminar o sugerir. Decir simplemente: esta soy yo.

1 comentario:

Zabioloco dijo...

las lecciones de la vida.no sabía que mandarina había sido auto bautizo. El sentido del gusto. me gustó este post.