miércoles, 11 de febrero de 2015

Adicción al estrés

A los catorce años me diagnosticaron gastritis nerviosa. Estaba en tercero de secundaria. La boca del estómago me dolía con frecuencia y en ocasiones me paralizaba o me arrastraba por el suelo, retorcida, gruñendo, como modo de hacerle frente al verdugo. Hubo ocasiones en que la molestia era tan grande que me encerraba en casa, incapaz de enfrentar al mundo.

A los diecisiete me diagnosticaron Síndrome de Intestino Irritable. Lo escribo con mayúsculas porque así lo recuerdo de los trípticos y folletos que se extendían en la mesa de la sala de espera en el consultorio del gastroenterólogo. Una enfermedad incurable, únicamente controlable. A los 17 me condenaron a arrastrar por la vida el grillete de un trastorno en mi cuerpo.

A los veintitrés hice una meditación para la estimulación de los chacras que me provocó un llanto catártico y una experiencia liberadora. La voz femenina en la meditación guiada solicitaba, para el segundo chacra, el del vientre, visualizar una esfera de cierto color girando en determinada dirección (he olvidado ambas) y, también, una frase para estimular el punto energético: "Yo siento" (esto lo recuerdo con una precisión científica). Al repetir las palabras, se me dejaron venir recuerdos viejos, desde que era una niña pequeña, hasta la edad adulta, en que había hecho caso omiso de mis emociones. Esa pequeña oración, mínima, compuesta únicamente por sujeto y verbo, era una reivindicación de mi humanidad, de mi complejidad, de mi integridad. Así fue como descubrí que todas las enfermedades estomacales o intestinales previamente encontradas eran nada más una indigestión de emociones.

Sin embargo, desde entonces, he tenido dos trabajos que me tensaban y me dejaban agotada al final del día: reportera para un periódico y profesora de preparatoria. Me sentía constantemente estresada. Después de eso comencé a estudiar la maestría en una ciudad, mientras me había comprometido a casarme y vivir en una segunda urbe y mientras mi familia residía en una tercera. Un mes después falleció mi papá; tres meses y medio después me casé; unas semanas después comenzó la construcción de la casa bajo cuyo techo escribo estas líneas. Y aunque no sufro ninguna molestia física continuada, no he podido liberarme del estrés.

Podrán pensar que es normal, lógico incluso: he llevado una vida altamente exigente. Sin embargo, ha habido episodios de calma y relajación. Ahora mismo, de hecho: hace unos días di por terminado el proceso de maestría (aunque aún penden los trámites administrativos, considerablemente menos presionantes que las clases y sus tareas, la investigación y la redacción) y, a pesar de que me puedo levantar relativamente tarde por las mañanas y tengo holgura en la agenda de cada día, suficiente para estar relajada, me sigue acosando el estrés.

Pareciera, pues, que soy adicta al estrés. Como si yo creyera que estar estresada es una condición esencial de la productividad, del trabajo arduo, de ser buena persona, del éxito. Me da la impresión de que el sufrimiento es un requerimiento para los logros. Y estar contenta, sosegada, fuera una manifestación de holgazanería, de irresponsabilidad. Pareciera que el protestantismo estadunidense y su idea, ahora universal debido a la globalización, de que el cielo se gana con esfuerzos inhumanos me está victimizando. A mí y al mundo entero.

Hace algún tiempo mi marido me mostraba el video de un actor famoso, de la tercera edad (no recuerdo su nombre), que dio un discurso sobre dos temas sociales en los que trabaja con vehemencia: el tratamiento del estrés y la violencia intrafamiliar. El segundo fenómeno le interesaba puesto que su padre era agresivo con su madre, y al ahora actor le tocó atestiguar y sufrir las complejas consecuencias; el primer fenómeno, porque con los años comprendió que su padre sufría de un desorden mental causado por estrés, que lo llevaba a estar irritable, ansioso, fúrico. En su discurso, coherente y emotivo, explicaba con claridad las repercusiones funestas del estrés, sus múltiples causas y la razón por la que debería ser un área de acción prioritaria para el hombre del siglo XXI.

Es cierto: me identifico. Cotidianamente opto por el estrés porque mi alternativa es optar por la culpa. Felicidad, lentitud y cautela son todas anacrónicas, desobligadas, reprochables. Y puedo observar, en el curso de mis días, lo que trae consigo mi elección: ronchas en las manos, suspensión del periodo menstrual, gripas, insomnio, mareo, falta de apetito, estreñimiento, dolores de cabeza...

Será quizás que estoy siendo demasiado autoexigente. Que me debo dar espacio para soltar mi frenética existencia. Que es normal. Que pasará. Pero mi intuición me alerta: la bandera no es blanca: es amarilla: se aconseja precaución.

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