martes, 10 de febrero de 2015

Apuntes amargos sobre Tepic

Yo nací y crecí en un lugar del mundo llamado Tepic (en náhuatl, lugar entre cerros). Un sitio más bien exótico, por anodino. Es extraño en su normalidad. Es tan ordinario que sobresale. Dicho sitio es una ciudad pequeña, capital de un Estado mexicano nombrado Nayarit, en recuerdo del líder de un grupo indígena, el de los coras, que unió a las distintas tribus para formar un frente común: el Rey Nayar.

Dicha urbe cuenta en la actualidad, aproximadamente, con medio millón de habitantes. Los libros y la gente que trabaja en el Museo Regional declaran que Nayarit cuenta con cuatro grupos indígenas, o cinco grupos étnicos: los primeros serían, en orden alfabético, coras, huicholes, mexicaneros y tepehuanos; a los últimos habría que añadirle simplemente a los mestizos. Esto último me parece nada más que una treta de lo políticamente correcto. Y ya que estamos, también creo que llamarles wixarika (con pronunciación uirrárica) a los huicholes, supuestamente porque así se pronuncia el nombre de su etnia en su propia lengua y es peyorativo llamarles en español, que es la lengua de la mayoría de los habitantes no sólo del Estado sino de la nación, es una invención absurda más de "lo correcto".

Sin embargo, en las calles de Tepic se ven en una inmensa mayoría a los mestizos, en menor cantidad a los huicholes, aún en menor proporción a los coras y por último, sólo para gente con la educación suficiente para saber distinguirlos (entre los que no me cuento), los tepehuanos y mexicaneros. Lo que también se ve con regularidad son baches y basura en las calles, vendedores ambulantes y últimamente, una cantidad de tráfico vehicular que por mucho supera la capacidad de las avenidas y calzadas.

Cuando yo era una niña y después una adolescente, Tepic era un lugar bastante seguro y agradable para crecer. Era pequeño y muy tranquilo. Se podía caminar a altas horas de la noche con la certeza de que los peligros eran mínimos. No obstante, esto cambió radicalmente a partir del 2011, año en que las matanzas, los secuestros, los levantamientos, los tiroteos, las persecusiones, la extorsión y el éxodo, todo lo anterior producto del narcotráfico, comenzaron a ser una realidad cotidiana. Atrás de la casa de mi hermana bombardearon una residencia. Al día siguiente de mi llegada a la ciudad (me mudé a mi lugar natal en junio, tras cerrar un ciclo en Guadalajara, una ciudad desquiciada en su propia manera) balacearon a un hombre en frente de mi casa: el estruendo de los plomazos se oyó cuando mis papás y yo resolvíamos una plática en la cochera de la casa: tras el ruido, mi papá salió a averiguar qué había pasado y se topó con un muerto. Aquí la crónica de esos hechos.

Sumando lo anterior más el crecimiento del tráfico de carros más la existencia prolongada en el poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI), tradicionalmente parasitario, traicionero, dictatorial y vil, el resultado es una localidad más bien estéril, desesperanzada. Según me decía mi hermana hace una semana, Nayarit es el Estado mexicano a la cabeza en la lista de los índices de suicidio.

Siempre he dicho que lo mejor de Tepic es lo que está fuera de Tepic: las playas, llanuras y lagunas con las que cuenta Nayarit. En la capital lo único o lo que más me gusta (además de tener a mis amigos y a mi familia) es el Cerro de San Juan. Hubo una época en que solía subirlo diario, sola, muy temprano por las mañanas. 90 minutos más o menos, contando tanto la subida como la bajada. Aunque también está el Cerro de la Cruz y el Sangangüey. Para los tepicenses es un orgullo contar con el hecho de que estos accidentes geográficos protegerán a la ciudad por siempre de huracanes y tsunamis.

La ciudad está atravesada por lo que alguna vez fue un río bellísimo, de mucha corriente y de nombre hermoso: el Mololoa. Ahora es un riachuelo contaminado, pestilente y símbolo territorial de una colonia más bien peligrosa.

Lo que quiero decir con todo esto es que siento una especie de desdén por mi ciudad natal. Desapego, incluso enojo. Me parece fea, estéril, aburrida. Siento un gran cariño por algunas áreas: los parques y los museos, sobre todo la casa paterna; pero en general no hay más que la resignación de haber nacido en un lugar gris, y la tristeza de pensar que es inhabitable porque, como un desierto, carece de opciones reales de vida.

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