sábado, 14 de noviembre de 2009

Asesinatos disimulados, cotidianos

Sus papás estaban recostados en su habitación, viendo la tele, en ese fatigado domingo por la tarde. No había necesidad de vigilar a su hijo, tan bueno y tan tranquilo, el niño.

Juan, sentado en la barra de la cocina, tenía la mirada perdida y la mente en blanco. Nada qué hacer, nada qué pensar. En un estado casi de perfecta imbecilidad.

La mosca vagaba cerca de la fruta, en espera de encontrar algo con qué mitigar esa hambre que ningún resto de comida le había permitido olvidar. El olor de una migaja de cereal, mínima, en la barra de la cocina, lo atrajo.

En un momento veloz, consecuencia de una rágafa de pensamiento tan rápida como impeceptible, causa a su vez de un movimiento pulcro y silencioso, Juan clavó la mosca al azulejo de la barra con el cuchillo con el que había estado jugando desde hace ya un rato, sin notarlo.

La mosca lanzó un chillido sordo que no llegó a la habitación de los padres. 

3 comentarios:

Unknown dijo...

¿cuántas moscas han gritado sin ser escuchadas?

AleMamá dijo...

Las moscas son nuestra inevitable compañía en momentos de aburrimiento. Son la guinda de la torta de la lata

Todos los nombres dijo...

La venganza de la mosca

La mosca, entrenada en el deleite del desperdicio, acostumbrada como estaba a vivir de los restos de los demás, proletaria y cristiana, compasiva al fin, no pudo dejar de sentir pena por la mano que decía adiós a ese frágil pero permanente orden del que ella era parte y el cual ya no asombraba a Juan.

Él ya no pudo ver cómo la mosca veía convertido en banquete lo que antes era una amenaza. Que qué hacía yo. Veía a detalle y pensaba en cuento por supuesto.