sábado, 22 de agosto de 2015

Un sueño horrendo

Soñé que me condenaban a muerte. En el sueño, yo vivía en un pueblo pequeñito, como los de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez. Y era directora de un museo hermoso, con puertas deslizables de cristal con sensor de movimiento. El día que me iban a matar, un amigo mío (en el sueño, no en la vida real) y empleado del museo imprimió una hoja de papel que decía algo así como "Hoy no se va a abrir el museo por cuestiones extraordinarias" y la pegó en una de las puertas de vidrio, afeándola y de algún modo comenzando a matarme ya desde entonces.

Al parecer algunas gentes poderosas del pueblo decidían matarme porque mi tío Alfredo estaba muriendo y alguien más tenía que morir para pagar sus deudas. Y me elegían a mí. En el sueño, mi tío vivía en un edificio de departamentos pequeñitos y el suyo estaba sucio, desordenado y maloliente. Casi parecía abandonado. Era una escena desoladora, ver que mi tío había estado viviendo en esas circunstancias. Me exprimía el corazón una culpa y una pena terribles.

Era un día soleado en aquel pueblo, y dos personas muy cercanas a mí se dieron a la tarea de conducirme hacia el sitio donde habrían de quitarme la vida. Él iba al volante y ella de copilota. Eran pareja. Atrás, en el asiento junto conmigo viajaba mi hijastro, que estaba interesado en mi Walkman y me preguntaba que si se lo podía heredar y me pedía que le explicara cómo usarlo. Él era el único asomo de calma que me venía. De ahí en fuera estaba sumida en una angustia y una desesperación inexplicables. Me tomaba la muñeca izquierda con la mano derecha y recargaba el dorso de la mano derecha (que se aferraba a la izquierda) sobre mi frente. Y lloraba desconsoladamente. Atragantándome. Como una niña. Y al frente del coche, el paisaje era de unas montañas verdísimas, un panorama verdaderamente hermoso. Como el de la autopista de Tepic a Guadalajara. Y yo pensaba con insistencia que qué frustración, que no me quería morir, que yo quería seguir viva, viendo las montañas, siendo directora del museo, siendo madrastra. Recuerdo que en el sueño me causaba un pesar muy grande pensar el dolor que todo aquello le traería a mi madre. Y pensaba en ella, en las ganas de no morirme para poder verla y abrazarla y olerla, en las ganas de volver a la infancia para que ella me pudiera proteger y las cosas fueran tan sencillas.

Y al despertar, me traje arrastrando la angustia y la desesperación de estar irremediablemente condenada a muerte. Siento el pecho oprimido y en la garganta tengo atorado un llanto necesario. ¡Yo no me quiero morir! ¡Yo quiero vivir! ¡Quiero vivir!

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