sábado, 15 de agosto de 2015

Un día retorcido

Ayer fue un día bastante extraordinario. Lo primero que puedo decir al respecto es que por primera vez en mi vida experimenté lo que dan en llamar "un día de spa". Dice mi marido que soy una víctima del marketing y seguramente es cierto. Me dieron una tarjeta de cliente frecuente con la que me gané un 50% de descuento en todos los servicios que quisiera hacerme en un día a cambio de ir al spa cuatro veces en un periodo de tres meses. Hice las cuatro visitas para resolver diferentes necesidades de belleza y por fin se llegó la posibilidad de hacerme lo que fuera a mitad de precio.Escogí varias cosas por las que normalmente no pagaría, con el pretexto de regalarme una jornada de chiqueos. Ciertamente, fue una sesión de lujo. Y ahí estuvo el problema.

Después de un rato de de procurarme un trato de súper estrella empecé a sentir, primero, arrepentimiento. "Esto duele", "esto no se siente tan rico como pensaba", "la neta esto no lo necesito", "me hubiera gastado el dinero en otra cosa". Después, llegó la ansiedad. "Tengo demasiadas horas aquí metida", "debería estar trabajando", "estoy perdiendo el sentido de la realidad", "estoy como atrapada en una burbuja". Prácticamente salí huyendo del lugar. Sentía desesperadamente la necesidad de reconectar con el mundo exterior. De volver a la realidad. De sentirme de carne y hueso y no ideal. Quería ver el sueño que es la vida y cuya protagonista no soy yo. Qué efímero y vano ejercicio el de ir a "embellecerse" y dejar pasar irrecuperables horas en algo tan insustancial y superficial.

Por la noche fuimos mi esposo y yo a ver la película llamada "El año más violento"o "A most violent year", en su idioma original. En medio de la película, en una escena en la que aparece un personaje de raza negra, grita una voz masculina desde la última fila de la sala "¡Pinche negro, tienes mierda en la cabeza!". Nosotros estábamos sentados en la penúltima hilera de asientos, así que con facilidad pude girarme y darme cuenta de que era un muchacho que estaba sentado solo en la esquina, en el asiento más remoto desde la puerta de entrada. Inmediatamente sentí miedo. El enojo de tener a alguien gritando en el medio de una proyección cinematográfica cedió al terror de que ese alguien estuviera solo y además su mensaje era de contenido violento. Continuó una y otra vez. Mi compañero y yo decidimos movernos a unos asiento varios metros más adelante, y mientras tanto el tipo seguía en lo suyo. Decidí que sería prudente ir a avisar de aquel comportamiento tan extraño, y al poco tiempo de que regresé y me senté en mi nuevo asiento, ingresó a la sala el guardia de seguridad, con una seguridad que me convenció de que era bueno en su trabajo, subió todas las escaleras y llegó hasta el chico, lo obligó a bajar con él hasta la puerta y entonces escuché que el joven le pedía permiso para terminar de ver la película. No pude escuchar más de la conversación, pero de pronto veo que regresa, con ese caminar suyo que pude ver cuando iba bajando y que era como de un matón flaco que va por la vida tambaleándose, se me queda mirando fijamente mientras remonta hasta su lugar y finalmente se vuelve a sentar donde el guardia de seguridad lo encontró. Entonces me empezó a latir el corazón como si quisiera abrir un hoyo en mi pecho y largarse del cine. Decidí que debíamos irnos y además quejarnos de la situación (por segunda vez, aunque ahora en realidad la queja era del error del guardia de seguridad en el tratamiento del problema). Nos dieron entradas para regresar cualquier día a cualquier hora a cualquier película, pero la noche ya había sido trastornada.

Y como si fuera poco, llegué a casa a terminar de leer un libro que empecé hace un par de días y que fue un obsequio que un amigo me hizo hace varios años: Estrella distante, de Roberto Bolaño. Desde que lo "empecé" a leer tuve la sensación de que ya conocía la historia, pero lo adjudiqué a que, efectivamente, hace un par de años comencé a leer las primeras páginas y después lo abandoné. Pero esa sensación de déjà vu no me soltaba. Y anoche, en la parte más tensa y más desoladora de la historia, de pronto caí en plena cuenta de que aquella vez que leí las primeras páginas hace un par de años, en realidad no lo había abandonado. Lo leí completo. Y me sentí pasmada de que lo había olvidado lo suficiente para no recordar que ya conocía la historia sino hasta el final, y de que había olvidado el hecho mismo de ya haber recorrido los recovecos de esa narración. Así que en las últimas hojas, igual que el narrador, me sentí inmersa en un sinsentido inenarrable. Igual que el personaje de Bolaño deambulaba por las calles de Cataluña, así también me sentí yo, como divagando por las avenidas de mi mente, sin saber bien dónde estaba o de dónde venía, en todo caso. Sentí mucho miedo y sentí mucha tristeza. Aunque eran un miedo y una tristeza muy distintos de los que sentí en el cine, que eran inquietos y alarmados. Los que sentí frente al papel impreso eran más bien resignados, recogidos. Y así, me dormí pensando en las cosas que no son posibles.

No hay comentarios: