lunes, 16 de mayo de 2011

Vida: gracias; te debo un golpe.

Yo tenía más o menos tres meses de haber nacido cuando pasó esto que voy a contar, y que determinó mi estancia en este mundo bonito pero cochambroso. Soy la hermana más pequeña de una mujer que me lleva diez años y de un hombre que es siete años mayor que yo. Pues bien, cuando yo tenía tres meses de haber nacido mi hermana no era una mujer y mi hermano no era un hombre. Éramos niños. Bueno, ellos eran niños: yo era una bebé. Y así, pequeños e ignorantes, descuidados, acometimos la aventura: mi hermana (quien, ya lo he dicho, tenía diez años) se dio a la tarea de bajar las escaleras de la casa paterna, de dos plantas, en patines. Bueno, de hecho, el recuerdo (ni el de mi hermana ni el de ningún otro miembro de la familia) es impreciso: no se sabe si bajaba con patines o con huaraches. Así que bajo los pies llevaba la ligereza de unas chanclas o de unas ruedas y sobre las manos el cuerpecito de su hermana recién nacida. ¿Qué más se podía desear, que llevar en las extremidades la felicidad total? Se podía desear ser prudente, o se podía desear que las cosas salieran bien. Pero ya sabemos lo que la vida hace con nuestros deseos.

La escalera de la casa de nuestros padres consta de dieciocho escalones (de pequeña me obsesionaban, no recuerdo por qué. Ahora he perdido el interés en ellas) y no sé en cuál de ellos ocurrió el accidente. Me gusta mucho la información (quizás por eso estudié Ciencias de la Comunicación) y me desespera un tanto no saber la ubicación exacta en que mi vida tomó cierto rumbo. Me conformo con saber que fue en las escaleras, en 1988, en los brazos de mi hermana. O siendo escupida por éstos.

M. (he decidido ser más discreta en este blog, así que omitiré el nombre de la primogénita en mi familia) se resbaló y soltó lo que entonces era mi cuerpecito (qué curioso, cómo en ocasiones se contraponen el instinto de supervivencia y el supuesto instinto maternal que supuestamente todas las mujeres tenemos) para poder aferrarse al barandal y no lastimarse. No se sabe con precisión tampoco si cayó o logró sostenerse. El caso es que no se lastimó y eso me alegra mucho (la vida se ha encargado de herirla, con el paso de los años, y yo lo lamento mucho. Es quizás hora de que sepan, lectores, que fue también en los brazos de mi hermana cuando reconocí por primera vez el amor. Estábamos en la cama que compartíamos, ella sentada con las piernas cruzadas y yo con mi cabeza recostada sobre ellas: ella me acariciaba el cabello y yo -tenía alrededor de 11 años-, sin saber exactamente cómo o por qué, tuve una especie de epifanía y pensé: esto es amor). Yo, en cambio, salí volando y mi pequeña cabeza se impactó contra uno de los escalones. En la orilla de uno de los escalones. Lo sé porque este golpe determinó la fisionomía de mi cráneo y, aunque no es visible, al tacto se puede saber el lugar donde mi cuerpo aterrizó aquel día fatídico. Del lado derecho de la frente llevo oculta bajo la piel una pequeña hendidura en la que mis dedos de la mano derecha caben perfectamente, para recorrer su longitud con las yemas.

El "alma", aquella cosa intangible, indefinible, pero que parece ser el motor de nuestras vidas, el aliento que le da vitalidad al cuerpo, aquello que nos hace individuos con personalidad, es un tema que ha sido estudiado en todo el mundo, en toda época, y grandes pensadores, como Ciorán y Michel de Montaigne, han concluido que "no era posible llegar al conocimiento del alma por la profundidad de su esencia". No obstante, el cerebro y su composición, sus reglas internas, sus conexiones nerviosas y neuronales juegan un papel imprescindible en la composición de la psique y la personalidad de cada persona.

Pues bien, según el Breve Diccionario Clínico del Alma, escrito por Jesús Ramírez-Bermúdez (de este libro haré una reseña próximamente), el hemisferio derecho del cerebro está "más relacionado con el procesamiento de emociones negativas como el miedo, la tristeza y la ira, y el izquierdo, asociado con la generación de emociones placenteras". El área donde yo recibí el golpe se llama lóbulo frontal.

Yo había creído siempre, antes de leer este libro (revelador, por decir lo menos), que yo era una chica optimista. Y ya. Ahora estoy aferrada a la idea de que aquel temprano golpe en mi vida me moldeó el cerebro y por lo tanto el carácter. Mi hemisferio derecho ha visto sus labores inhibidas, y lo que debería provocarme enojo o estrés, se ve automáticamente convertido en risa, en relajación. "El giro del cíngulo y el lóbulo frontal, en el hemisferio derecho, al parecer procesan sentimientos negativos como el miedo y la tristeza, mientras que la alegría es procesada mayormente por el hemisferio izquierdo".

En el libro que anteriormente menciono se comenta el caso de Adriana, una muchacha que desarrolló un tumor ahí donde yo tengo un pequeñito abismo en el cráneo, y progresivamente comenzó a perder la capacidad de desarrollarse socialmente, pues la alegría se le había convertido en una patología al verse deformado el cerebro bajo la presión del tumor. Cuando le informaron de su enfermedad, Adriana sonrió y dijo "qué bien, ya no me sentiré sola: hay un temor que me acompaña siempre". El tumor fue extraído y Adriana volvió a la "normalidad": procesaba la vida con la ordinariedad de costumbre: nada había demasiado chistoso, agradable. Así, su cerebro estuvo sano pero la alegría que le había ayudado a superar una etapa difícil en su vida había desaparecido.

¿Debo agradecer no tener un tumor, sólo un golpe que quizá me haya condicionado? Si la estructura de mi cerebro cambió gracias a aquel impacto, y me ha hecho más propensa a lo largo de la vida a llevar una existencia ligera, risueña y optimista, no me resta más que agradecer la "desatinada" decisión de mi hermana de haber usado un calzado poco apropiado para transportar bebés. Me parece que estuve en coma durante algunas horas, por la fuerza del choque de mi cabecita contra el filo del escalón. Mis padres estaban en el cine, y por entonces no había celulares, así que sólo tras terminar de disfrutar de la función se enteraron que su última hija estaba en riesgo. Quién iba a decir que aquel episodio tan desafortunado nos iba a traer con el paso de los años a todos, pero principalmente a mí, un ambiente de risas y alegría.

Pero puede ser, también, que todo esto sea mentira. Que mi cerebro funcione sanamente y que la razón de mi tranquilidad sea el hecho de que recuerdo, constantemente, que soy mortal. Sea lo que sea, me ha ganado a lo largo de mis pocos años de vida adjetivos como "valina", "mediocre", "valemadrista" y la dedicación, en la preparatoria, de la canción de Maná (¿o es un cover?) que dice "Me vale, vale, vale, me vale todo".

¿Cómo no me va a valer todo, si a los tres meses de nacida me embarré contra un escalón y sobreviví, alegremente además? Recuerdo, aunque no se adecuen a mi situación, los bellos versos de mi paisano Amado Nervo: ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Ahora, en paz, me voy, a disfrutar de mi hora favorita del día mientras camino rumbo a mi clase de Ensayo literario.

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