sábado, 7 de mayo de 2011

Cuando más lejos estamos

Para Jesús Ramírez-Bermúdez

"Nadie se preocupaba de mirar al sol que caía envuelto en llamaradas naranjas detrás de los montes azules"
Elena Garro

El día 26 de mayo decidí teñirme el cabello de rosa y hacerme un tatuaje en la pierna izquierda, cerca del tobillo. Mis rizos se deshicieron en mechones ásperos convertidos en rubios y posteriormente en un tono parecido a los algodones de azúcar; mi pierna ahora luce una imagen cuyo sentido se ha desdibujado al paso de los días del mismo modo en que los colores expuestos al sol van transformándose en blanco, o en nada. Pero fui feliz con la decisión y lo sigo siendo. Tuve arrojo; fue un lapso de impulsividad. Idiota, tal vez, pero muy mío. Nadie entendió (o hizo el esfuerzo por entender), a muchos les espantó y a otros, pocos, les gustó el cambio, o más que el cambio la decisión de haber transformado mi cuerpo de aquel modo.

Poco después, un día de junio o julio me sorprendió en el departamento que mi novio de entonces compartía con unos amigos. Por entonces llevaba el pelo morado, y tenía 21 años y llovía. Mi novio estaba ocupado y fui al cuarto de uno de los roomies, y contemplé junto con él la tormenta eléctrica. "Me gustan mucho los relámpagos", le dije. "A mí también". "¿Por qué será que nos gustan?", pregunté. "Quizá porque nosotros también somos breves e intensos". Ese día me sentía muy sola, y trataba, como siempre, de ocultar bajo la mirada y la sonrisa una tristeza que acumulaba desde hacía mucho, pero a pesar de todo experimenté felicidad. Sabiendo que ese día no volvería nunca, que tal vez jamás volvería a teñir mi cabello y que ciertamente no se repetiría la experiencia de tener 21 años. Supe que ese día, ese pedacito de vivencia, era un tesoro empolvado, como lo son todas las cosas bajo la mirada ingrata y despistada que les propinamos en los días cotidianos, que son casi todos.

Poco falta para cumplir el primer aniversario de lo que aquí relato. Y saco por conclusión que ser feliz es una decisión que nos atrevemos a tomar cuando más lejos estamos de ella: estando solos (como en realidad siempre estamos, aislados a causa de la imposibilidad de comunicar aquello que es lo verdaderamente más nuestro, más nosotros), con una cabellera artificial que te propina la mirada curiosa y despectiva de todos, contemplando una tormenta estival desde una ventana a la que no volverás a asomar el rostro, compartiendo el momento con alguien que es prescindible en tu vida pero que valoras como necesario pues no hay nadie más en ese momento, en ese lugar contigo: esa es la realidad, y no los sueños que alguna vez te hiciste sobre ver llover acompañada. Fui feliz porque tenía todo en contra para serlo y así, en un acto de inconformidad e insumisión, busqué, con uñas y dientes, las razones y las sensaciones para querer seguir viva, para ganarle una batalla más a la nostalgia, al sinsentido, al abandono, al autoreproche.

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