sábado, 9 de mayo de 2020

Eva Julieta, notas al vuelo

"¿Estás dormida?", me preguntó Michael en medio de la madrugada. Yo pienso que, sabiendo que estoy dormida, es su forma más amable y sutil de despertarme, pero es posible que realmente no sepa la respuesta. Con el paso de los años he aprendido que algunos días es sólo a esas horas en que él siente la comodidad, o la urgencia, de decirme algo. Quizás es que el silencio y la negrura le ayudan a escoger las palabras correctas, a verbalizar lo que en horas diurnas puede ser sólo una emoción o un sentimiento, quizás una molestia o una preocupación vaga.

"¿Qué pasó?", le respondí, en un esfuerzo por desamodorrarme y estar alerta para lo que venía a continuación. "Eva Julieta", me dijo. El nombre me gusta; me parece lindo y musical. Esa es la primera impresión que me causó el nombre, reconozco ahora que lo pienso en retrospectiva. Pero en ese momento, justo después de disfrutar el sonido de esas palabras, procedí con la poca eficacia que la madrugada me permitía a buscar en los archivos de mi memoria a ver si encontraba a esa mujer que mi marido estaba mentando. Busco y busco, pero no encuentro nada. ¿Quién es esa persona?

"¿Te gusta ese nombre?", me preguntó, y entonces entendí. Esa pregunta y el tono con el que me la hizo me clarificaron la situación. Estaba haciendo una sugerencia para el nombre de nuestra hija, que se está gestando detrás de mi ombligo. Me encanta. "Sí, me gusta muchísimo". "¿En serio?", me preguntó, sorprendido. Para escoger el nombre de nuestra primera hija fue una batalla. No nos poníamos de acuerdo. Yo quería un solo nombre, y además quería que fuera castellano o por lo menos que pudiera ser versátil y se pudiera pronunciar fácilmente en varios idiomas. Él quería dos nombres y le gustaban algunos que a mí se me antojaban demasiado exóticos. Antes de este momento, durante este segundo embarazo, yo ya le había hecho varias propuestas, todas rechazadas. Así que creo que auténticamente lo agarré en curva al aprobar su primera sugerencia.

Eva Julieta.

Eva Julieta se agita en mi interior. A veces siento que se recuesta sobre mi vejiga y el mundo se reduce a unas inmensas ganas de orinar. Otras veces siento una opresión en el pecho y me cuesta trabajo respirar. Otras veces, leyendo en calma (o viendo la tele o meditando o perdiendo el tiempo en las redes sociales), la panza se revoluciona como si tuviera vida propia (la tiene) y con ella se mueve el resto del cuerpo.

A veces me siento sorprendida, a veces asustada, a veces adolorida, a veces divertida, a veces incómoda. Al estar tocando la barriga he descubierto su cabeza, porque es un balón duro y de tamaño considerable escondido bajo mi piel. Y es el único hallazgo que he tenido. De ahí en fuera no sé cuáles son las piernas o los brazos, cuándo es hipo, cuándo son manotazos o patadas, cuándo gira, se retuerce o se estira. No tengo claridad de nada de eso, sólo de que hay vida, además de la mía, en el mero centro de mi cuerpo, en el centro de mi existencia. Al mirar mi anatomía, uno diría que hay un secreto mal escondido.

Hay algunos momentos en los que siento miedo, o me siento intimidada ante la idea de pedirle a mi cuerpo que cuide y provea salud y sangre para dos personas. Ya sé que es normal, que millones de mujeres antes de mí lo han hecho exitosamente, que el cuerpo femenino está diseñado para eso, que bla bla bla. ¿Pero saben una cosa? Es difícil. Por lo menos para mi corazón es difícil. Siento que va a marchas forzadas: me dan taquicardias, me baja la presión, siento una fatiga innombrable. (No siempre, algunos días.) Y no me quiero morir. Quiero vivir. Y a veces es duro vivir y crear vida simultáneamente. Pareciera que la vitalidad tiene un límite. Sólo se puede estar tan vivo, o acceder a tantos recursos. ¿Será que la abundancia de amor, de dios, de vida es grande pero no ilimitada?

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