viernes, 27 de noviembre de 2020

Cuerpo

Los pies no son particularmente estéticos, ¿cierto? Extrañamente, tienen algo casi como deforme, aunque en realidad la naturaleza y la evolución los han vuelto exquisitos en su funcionalidad. Bien mirado, son adorables. Se adaptan, se doblan, se estiran, se ensanchan, se entaconan. 

Qué cosa tan horrible los tacones.

No entiendo que alguna gente tenga un fetiche sexual con los pies. ¿Cómo es posible?

Me repugnan los juanetes, los callos, las asperezas, las resequedades, los hongos en las uñas, las durezas en los talones, las uñas largas, los dedos amontonados o los que no van en orden de mayor a menor.

Y a pesar de no tener ninguno de los anteriores, duré años sintiéndome acomplejada de mis pies. Los escondía con tenis. Siempre usaba tenis. Siempre es siempre. Usaba tenis de hombre. Para skate, en concreto. Ahora tengo una pequeña colección de sandalias Birkenstock.

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Nunca me he roto un hueso

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Siempre tuve las piernas llenas de vellos. Largos, suaves, negros. Me parecían de hombre. Cómo me hubiera gustado ver en la tele y en revistas y en comerciales mujeres peludas y sexys. Yo creía que eso era incompatible. Por eso me rasuraba. Tengo muchas y pequeñas cicatrices por los rincones de mis piernas. La navaja se atoraba en los recovecos y me abría la piel. Tardé años en aprender que la clave estaba en extender bien largas las piernas, para alisar la superficie. En la preparatoria, después de vivir casi dos años en Europa y sintiéndome empoderada, me dejé los vellos au naturel, para hacer una declaración: me la pelan. Cada vez que entraba a un aula o me ponía de pie por algún motivo, lxs compañerxs de clase cantaban esa canción de Maná que dice me vale, vale, vale, me vale todo. Estaba fingiendo, a decir verdad. Me importaba muchísimo, su aprobación, mi imagen, mi identidad, mi reputación. Me importó tanto y durante tanto tiempo que hace unos años de plano pagué para depilarme con láser. 

San se acabó.

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Tengo unas nalgas grandes y de topografía compleja. Depresiones, montañas, llanuras. Piel de naranja, le llaman. 

Las amo.

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A los cinco años un primo hermano abusó sexualmente de mí, en la casa de mi abuela paterna. Seguro era un domingo. Muchos miembros de la familia debieron haber estado ahí, en la sala, en el comedor, en la cocina, en la cochera. Yo estaba encerrada en uno de los tres cuartos de esa casa de una planta, con el primo adolescente de 13 años con problemas de conducta y desempeño en la escuela, que vendía drogas en antros y que tenía desbordes violentos. ¿Quién me estaba cuidando? Miro mi vulva y siento temor de tocarla, de acariciarla, de darle placer y derecho y espacio para existir. Me cuesta mucho reivindicarla como sagrada y autónoma. Quedó-quedé estancada en el dolor de que sirve-sirvo para darle placer no consentido a los demás. Me ha costado toda la vida salir del paradigma de que no importo y estoy aquí para servirle a Usted, quien quiera que Usted sea, por favor pase por encima de mí. Hay días en que todavía me desprecio. Y hay noches en las que me seduzco, me acaricio, me encanto. 

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La espalda me parece una parte del cuerpo sumamente anodina. A menos que sea una espalda especial. Como esas que tienen los omóplatos bien salidos.

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Desde que tengo uso de la razón me he sentido o he estado gorda. No estoy segura qué quiere decir estar gordx. Estoy tentada a buscar la palabra en el diccionario pero este tema va más allá. Mi mamá se rehusaba a comprarme camisetas que estuvieran ajustadas, "porque se te marca la lonjita". Mis hermanxs le comentaban a mi mamá, frente a mí, que no me diera de cenar frijoles con nata de la leche bronca y bolillos o tortillas. Mi hermana una vez exclamó con asco, al ver cómo me preparaba una tostada, "¡ve nomás cuánto guacamole le pones, Carolina!" Mi mamá no me compró nunca un traje de baño de dos piezas. Mi hermano me apodaba Gordolina. Todos estos recuerdos son de cuando tenía entre seis y once años. 

Cuando hice la primera comunión me regalaron un collar de oro con una virgen. Con él en mano, me dormía pidiéndole a Dios que se llevara mi gordura. No recuerdo en qué momento, yo creo que en la secundaria, le empecé a pedir que me llevara completa.

La actitud general hacia mi cuerpo era de odio, de vergüenza, de decepción, de asco, de fracaso. Toda la gente hermosa y exitosa que yo veía en la tele y en las revistas y en las portadas de los discos y los casets eran delgadas. Kate Moss, Jennifer Aniston, Katie Holmes, Alanis Morrisette, la sirenita, las Barbies.  

A los 11 años vi cómo mis papás se traían de Morelia a mi hermana, que tenía 21, flaca y medio inconsciente, para recuperarse de la hospitalización que le ocasionó una anorexia y una bulimia que llevaba años escondiendo. Siempre que salía con ella atestiguaba las decenas de miradas y sonrisas y chiflidos que le dedicaban. Me acuerdo pensar a los 12 o 13 años que tenía que ser muy inteligente y muy simpática, porque ya no podía ser la guapa en la familia.

A los 14 me inventé un problema gastrointestinal y dejé de comer por varios días con la esperanza de perder peso.

Hace apenas unos meses empecé a descubrir el mundo de la gratitud hacia mi cuerpo. La auto compasión. La veneración, el respeto. Qué alienígena eso de estar en paz con mi cuerpo. De mirarlo como normal y bello. De dedicarle una sonrisa y una reverencia. Inaudito.  

¿Que lo que importa no es el peso sino la salud? ¡Madre mía! ¿Que la talla es irrelevante? ¿Que de hecho la mayoría tenemos "defectos" e "imperfecciones" y que lo que vimos en la tele es raro si no es que inventado? ¡Jesús divino! ¿Que las fluctuaciones de peso son comunes y la inflamación es a veces normal? ¡Cállate los ojos! ¿Hacer ejercicio porque me amo y quiero estar bien? ¿Que no necesito castigarme por la lonjita o por lo que comí? ¿Que disfrutar la comida es signo de inteligencia y no de ser una puerca? ¡Venga ya!

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Cuando perdí la virginidad no sentí nada.

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Tengo una malformación en los pechos. Siempre me sentí deforme y es que en realidad lo estaba. Podría escribir un libro completo con este tema pero sólo voy a decir que desnudarme frente a alguien, ir a la playa o a albercas, escoger brasieres o usar escotes eran una tortura equiparable a tragar vidrio. No me sentía una mujer de verdad. Sentía mi sensualidad, mi sexualidad y mi femineidad amputadas. Mi cuerpo, mi pecho, era un lugar inhóspito. Creo que por eso pensaba tanto y sentía tan poco. Bueno, no sólo por eso. Pero como decía: pensaba para huir de la materia. 

Hace un par de años descubrí el nombre de esa malformación y con ello se me abrió todo un mundo. Las mamas tuberosas y las cirugías correctivas, los ensayos reivindicadores, las publicaciones feministas en Instagram, fotos, ilustraciones y hasta tazas con pechos como los míos y otros más que tampoco salen en las pantallas. Y que son normales y comunes y sanos y hermosos. Y que nutren, como los míos, que han alimentado a dos niñas divinas. 

Hace un par de meses, tras parir a mi segunda hija, me puse un top muy escotado. Y estuve cómoda. Digo, bastante incómoda con la novedad y las miradas de las otras mamás y papás a la entrada y salida de la escuela de mi hija mayor, pero cómoda.

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Cuando tenía nueve o diez años, el pediatra le dijo a mi mamá en mi presencia que estaba preocupado porque tenía "los ojos saltones y el cuello gordo". Su preocupación de que yo tuviera problemas con la tiroides me causó una inseguridad que duró muchos años. 

Me gusta mucho mi voz. De hecho quiero ser cantante. Y actriz de teatro. Y aprender a tocar el ukulele.

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Me gusta que la gente me pregunte si soy de la India o de Egipto. Me gusta esa sensación de exotismo. Además que las mujeres de esos lugares me parecen hermosísimas. Mi papá también tenía ojos muy grandes y redondos y la piel oscura y medio aceitunada, como dicen. 

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Uso lentes desde los ocho años. A los 23, en el 2012, mi novio de entonces me regaló la cirugía para corregir la miopía, que ya alcanzaba alarmantes diez o doce dioptrías. Me dijeron que fácilmente gozaría diez años sin problemas en la vista. En el 2014 tuve que comprar lentes de nuevo. En el 2020 los tuve que volver a usar de tiempo completo.

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Cuando era niña me encantaba vestir y calzar a las Barbies. No tanto jugar con ellas, sino arreglarlas, darles estilo. Tardé unos años en darme cuenta de que a eso me quería dedicar como adulta también. Y ahora hago ropa y joyería para muñecas reales. No hay mejor lienzo, según yo, que el cuerpo humano. Colgarle piedras y metales, telas, colores, volumen, formas. 

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Tengo dos tatuajes. Uno es insignificante. El otro está en mi antebrazo izquierdo y dice La vida es sueño, como la obra de Calderón de la Barca. Me lo puse como un recordatorio de que la vida es una ilusión, y una muy breve, pero la verdad es que nunca le pongo atención y siempre me estoy tomando las cosas demasiado en serio. 

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Además de los aretes que me pusieron al nacer, tengo siete perforaciones en las orejas y la cara. ¿Qué es eso?, ¿estar inquieta con el cuerpo?, ¿curiosa sobre sus posibilidades?, ¿masoquismo?

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He tenido el cabello a lo garçon, rosa, morado, natural, larguísimo. Me gustan mucho las trenzas. Creo que lo prefiero corto. Una vez me rapé. Ahora tengo caspa.

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Temo que pintarme las uñas de rojo sea muy aseñorado.

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Qué cosa tan sexy me parecen los anillos que van en los dedos de los pies de las mujeres. ¿Soy bisexual?

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Una vez, un hombre me dijo que yo tenía ojos de vaca. Sólo con el paso del tiempo he comprendido a cabalidad el cumplido tan bonito que fue y el hombre tan excepcional que él era.

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El fuerte olor de mis axilas es herencia de mi madre, quien con el paso de los años logró domar el suyo con gotas de limón. A mí a veces me huelen a guayaba.

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De entre todas las partes del cuerpo, me parece que los dedos de las manos merecen una medalla a la utilidad. Son increíbles. Agarran, acarician, señalan, transportan, alimentan, teclean, limpian, defienden, comunican, paran taxis y autobuses. Pero creo que sin duda mi función favorita es la de portar anillos. En la universidad logré hacerme de una modesta pero linda colección de anillos de plata que mi compañera de departamento robó y vendió para comprar drogas. Todavía no te he perdonado, Carolina.

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Cuando estoy nerviosa, estresada o asustada, estornudo. 

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Durante la adolescencia y mis veintes tuve dos malestares crónicos: gripas y lo que en principio era gastritis, derivó en colitis y escaló a síndrome de intestino irritable. Me dijeron los médicos que nunca me curaría. Una vez, en la casa de un novio tuve una crisis de colitis y él me puso una meditación para activar los chacras. La voz iba indicando la ubicación del chacra, su color y pedía que unx imaginase que era un círculo que se movía a la derecha o hacia la izquierda, dependiendo del chacra, y que repitiese una breve frase. El del vientre llevaba la frase Yo siento. Al decirla, se me vino de pronto como película todas las veces que había fingido que algo no me molestaba o no me dolía. Todas las veces que me había obligado a pretender que no sentía. Y ese día empecé a sanar. 

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Usé brackets de los 12 a los 16 años. Me los quitaron cuando me pusieron los implantes dentales que necesitaba. Tengo dos dientes postizos. Y ni siquiera parir me dolió tanto como esos implantes.

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Con mi hija mayor, la de cuatro años, he estado viendo películas de Disney y de Pixar casi diariamente desde que comenzó la pandemia. Y sólo quiero comentar lo recurrente que es burlarse, menospreciar, ignorar e infantilizar a los personajes con sobrepeso por su sobrepeso. 


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