lunes, 29 de julio de 2019

Esta señora que soy

En algunos sentidos, soy una mujer muy afortunada. Lo sé perfectamente. Pero, al mismo tiempo, mi vida es pesadillesca. Lo es por lo menos para la Sara más joven. Para la adolescente, seguro, y para la adulta joven probablemente también. Bueno, no sé si pesadillesca. Quizás sólo escogí esa palabra para darle un efecto más dramático al texto. O, bien pensado, creo que sí es la palabra correcta.

No trabajo. No soy empleada, no tengo salario, no tengo horarios, no tengo compañeros de trabajo, no tengo oficina. Bueno, esto último no es preciso. De hecho estoy escribiendo estas líneas en el área de mi casa diseñada exclusivamente para que fuera mi espacio de trabajo. Es, con todas las de la ley, una oficina. Mi oficina. Pero no tengo un cubículo en un edificio o en una universidad o en un museo o en una biblioteca o en un periódico, como siempre me imaginé.

Casi entre cada línea que he escrito hasta este momento he tenido que hacer una pausa. A veces mi vida me parece tan obvia, tan aburrida, tan cliché, tan falta de textura, que temo que lo estoy escribiendo aquí sea una obviedad sin atractivo. Pero luego pienso que las vidas de cada uno son distintas, y a veces resulta difícil imaginar o conocer con más detalles las nimiedades o las características de las vidas de los demás. Suspiro mientras me rasco la cabeza tras finalizar la frase anterior.

Bueno, como decía. No tener trabajo es un arma de doble filo (en realidad no es un arma, pero la verdad que en este momento no se me ocurre otra expresión para esto que quiero decir. Hace tanto que no escribo. Años, ya. Me estoy desempolvando. Me estoy aceitando. Permítanme salir de la modorra, por favor.). Por una parte es una cosa maravillosa. No vivo bajo la presión constante de un horario, de unas responsabilidades, de unas obligaciones. No tengo que salir de casa todas las mañanas y volver todas las tardes (qué horror. Salir a la ciudad siempre me cuesta trabajo. O sea, sí y no. Tampoco crean que soy una ermitaña aislada y sin esperanza. Pero mi introversión sí ha crecido al grado en que manejar por las calles y las avenidas es desgastante, cansado, tedioso.), ni rendirle cuentas a nadie. Escucho y leo (en los grupos de WhatsApp) a amigas y familiares quejarse de su cansancio, de las prisas, de miles de cosas qué hacer. Y yo me quedo un momentito en silencio, dando gracias por esta vida excepcional que me ha tocado. Gracias, gracias, gracias.

Pero también escucho y leo y veo (en Instagram) que ellas (mis amigas y familiares) salen de copas con las compañeras de trabajo, hacen planes y viajes y compras con sus sueldos, su empleo les da sentido de propósito y de pertenencia, tienen una razón o un pretexto para bañarse y maquillarse y peinarse y vestirse. Y yo en realidad no tengo eso.

Tengo siete años de vivir en este puerto y he cosechado tres amistades más o menos sólidas (cada vez que hago planes con cualquiera de ellas existe una probabilidad del 90% de que todo se cancele porque ese es el modus operandi de las mamás, PERO son buenas mujeres, me quieren y las quiero, tenemos buenas intenciones y hay buena onda y cosas en común) y otras tres amistades más frágiles. No sé cómo decirlo… más frías o… distantes, no sé. El caso es que no tengo mucha vida social. Paso bastante tiempo sola, o en compañía de mi hija (que también es tanto divertido y maravilloso como difícil y frustrante), o con mi esposo. Y eso quiere decir que casi toda mi vida transcurre en un río de rutina. Es agua clara y limpia que fluye y nutre, pero… es casi siempre lo mismo (¿sí notaron que no supe cómo continuar la metáfora?). A veces me siento aislada. A veces me siento invisible.

He notado que ya no me carcajeo con frecuencia. (Díganme, por favor, si esto es normal en la vida de un adulto o si estoy en la lona.) Me río bastante con mi hija, y también con mi esposo, y también con mi hijastro, pero a carcajadas no. De esa risa que te orinas o que te suelta flemas o que te duele la panza, eso ya es más como un recuerdo de juventud (y eso que sigo jovencísima, pero yo ya me siento grande. Muy señora. Es que soy señora, mi vida es de señora, mi vagina ya se abrió diez centímetros de diámetro para dejar pasar a un ser humano y ahora cuando estornudo o brinco se me sale un poquito de pipí y todos los días estoy en contacto con orina o popó o lágrimas y mocos o comida embarrada porque tengo una hija pequeña y cinco mascotas y soy una adulta, una persona con responsabilidades serias. Soy una señora, caray.).

Y lo que también es un recuerdo de juventud es el flirteo, y sentirme bonita y atractiva. Interesante no. Mi esposo me mira con unos ojos que le brillan cuando estoy hablando de algo que me apasiona y me hace preguntas y trata de no interrumpirme y me dice cosas como “eres maravillosa”, “estoy tan enamorado de ti”, “debí de hacer algo muy bien en la vida para que me tocaras como esposa” y cosas hermosas así por el estilo. Y bueno, siempre me dice también que qué sexy (aunque NUNCA me lo creo) y que qué guapa (sí me la creo). Pero a lo que me refiero es ese momento trivial en la calle en la que alguien voltea la cabeza para tener el placer de seguir mirándote, o alguien cuya mirada se transforma cuando se encuentra con la tuya, o alguien que te sonríe, o alguien que se acerca en el Oxxo con una broma, o alguien que te invita una cerveza en el barecito donde estás con amigas. Alguien. Algo. Nada. Nada de eso me pasa nunca. Mis amigas dicen que es porque yo no me presto, porque yo no volteo a ver a los demás y porque no soy coqueta. Y DE VERDAD quiero creer que esa es la razón. Porque caray, nomás tengo 30 años, hago ejercicio seis días a la semana, me baño diario. Pero soy muy cohibida. Y además le soy muy leal a mi marido. Lo amo y estoy muy agradecida con él. Y sé que para él no es algo insignificante que yo me intercambie sonrisillas con algún desconocido. Pero sinceramente, me siento tan… señora. Tan cero a la izquierda. En fin.

Comiendo cereal babeado en un plato de princesas de Disney 
que dejó mi hija, quien tomó la foto.

Algo que sí está bien bueno de crecer y ya no ser una post adolescente es que las cosas dentro van madurando y adquiriendo una forma más amable. El otro día estaba pensando que me estoy convirtiendo en alguien que admiro y respeto, y eso es muy bonito. Cuando me di cuenta que quería dedicar toda mi atención y mi energía y mi tiempo a mi hija recién nacida, y más adelante cuando caí en la cuenta que en realidad lo que quería era trabajar desde casa y tener una actividad que no me requiriera mucha interacción con otra gente y mucho menos trabajo en equipo, y cuando decidí que no era vergonzoso ni deplorable sentir fascinación por el mundo de la moda y la joyería y que en realidad éstos son un producto sociocultural digno hasta de reflexión filosófica y estudio antropológico, entonces me decidí a comenzar, desde cero, a perseguir el sueño de tener un negocio de diseño y manufactura de ropa y joyería para mujer. Y para eso tenía que aprender a hacer ropa y joyería. Nunca en mi vida había hecho cosas con mis manos (sólo con mi cerebro). Nunca había agarrado una máquina de coser, ni puesto un botón (esto último quizá sea una exageración con fines estilísticos). Nunca había metido bolitas con hoyitos en un hilo, ni usado herramientas de la marca Truper o de cualquier marca para cortar, abrir, apretar, enroscar, enlazar. Nada de nada. Y tras un año en clases de corte y confección, hace tres días acabo de terminar el primer vestido que hice totalmente sola y en mi casa, en mi máquina de coser, en la misma oficina en la que escribo estas líneas. Y me quedó chingón, con bolsas y todo, como me gustan. Y ahora estoy haciendo un curso de joyería en línea en una universidad de Nueva York y he sacado nueves en los exámenes y dieces en las tareas y hasta he vendido algunas de mis creaciones. Estoy sumamente orgullosa de haber tenido la valentía de comenzar con algo desde cero, como una total principiante, y vencer las inseguridades hasta ir avanzando a paso firme y llegar al nivel intermedio, y así seguir hasta un día ser experta.

Y en esa misma línea, también quiero felicitarme públicamente porque en enero de este año comencé a hacer un programa de acondicionamiento físico de la empresa Beachbody, con la entrenadora Autumn Calabrese, y es de levantar pesas y hacer burpees y sentadillas y lagartijas y abdominales y todas esas cosas horrendas que cuestan muchísimo trabajo, ¿y saben qué? Al principio casi no podía. Me costaba muchísimo trabajo, empecé levantando dos kilos (ahora levanto seis), me temblaba todo, me ponía roja como tomate, me faltaba el aire, se me aceleraba el corazón. Y ahora tengo las nalgas más grandes y paradas, tengo músculos en la espalda, los hombros, los brazos y las piernas, tengo mucha fuerza en el abdomen, tengo una condición física tremenda, ya casi no tiemblo y he llegado al punto en que ANHELO los treinta minutos de ejercicio porque me siento poderosa y fuerte.

Cambiando completamente de tema, tengo la impresión de que me estoy volviendo bisexual. No sé si realmente sienta una atracción sexual hacia las mujeres o si solamente tengo más apertura para admirar su belleza y su compañía placentera (no de todas, por supuesto). De cualquier modo, no lo pienso demasiado porque estoy casada y hasta ahí llega ese asunto, pero bueno, no quise dejar de apuntar que las dudas sobre la sexualidad pueden llegar también en la señorez.

Ya quiero terminar este texto. Y no tanto porque ya no haya cosas qué contar (uso la copa menstrual y les podría hablar extensamente al respecto; tengo planes de comprarme un huevo yoni -si no saben qué es, necesitan googlearlo- y revolucionar mi relación con mi cuerpo y mi sexualidad, tengo planes para tatuajes y más perforaciones, he descubierto música buenísima últimamente, etc etc) sino que se acerca la hora del desayuno y es muy de mi interés ir a comerme algo. Por cierto, también podría contarles acerca de mi relación neurótica con la comida y cómo estoy trabajando para sanarla y crear experiencias placenteras con ella al mismo tiempo que conservo mi salud y mi figura. Pero eso será tema para otro texto. Por ahora voy a dejar estas notas sin ton ni son así como están (iba a escribir “así como son” pero la verdad es que no está tan chido eso de rimar, yo creo que es una consecuencia de leer con y para mi hija tantos libros infantiles).


5 comentarios:

Ses dijo...

Pues te recomiendo seguir escribiendo. Nunca deseé ser madre y cuando nos lo planteamos una enfermedad nos quitó la oportunidad, así que disfruta de ese tedio, seguro que esas tres mamis son mucho más fieles que muchos compañeros de trabajo.

Luisa Perusquia dijo...

Compárteme tu música nueva , yo también estuve “desempleada” aunque en realidad hay más trabajo en casa que en una oficina, también tengo mi taller aquí , un lugar donde me encanta estar y compartir esto con mis hijos me llena de satisfacción aparte estoy a 1 grito de ponerlos en orden o a 12 escalones de una emergencia y me encanta ...
Sara me encantaría platicar contigo , como aquellas adolescentes que alguna vez se carcajearon de risa.

Sara Mandarina dijo...

Gracias por tu comentario, me da muchos ánimos (tanto lo de las mamás amigas como lo de seguir escribiendo) :)
Espero que la enfermedad que mencionas no sea grave y estés bien.
Te mando un a abrazo fuerte, me dio mucho gusto ver tu "nombre" en los comentarios

Sara Mandarina dijo...

A mí también me encantaría volver a carcajearme contigo!!!
Van las recomendaciones: Dilly Dally (punk), Orville Peck (country), The tallest man on Earth (folk).
Te entiendo perfectamente respecto a trabajar de casa, siento lo mismo.
Abrazo fuerte!

Iván dijo...

Me fue muy placentero tu texto, Sara :D es divertido la forma de plantearte a tí como madre, mujer, la adolescente que aún vive en tí y emprendedora. Un texto de verdad. "Textos para la vida real". Sigue escribiendo.