lunes, 15 de enero de 2018

Sobre la introversión. Parte II

Todo esto de lo que hablo (la velocidad en la que existimos, la disposición que tenemos hacia el contacto social…) ha sido estudiado y descubierto a través de la ciencia. Se han hecho estudios al cerebro de distintas personas y gracias a ellos se han encontrado muchas diferencias entre unos individuos y otros.

Las principales diferencias se pueden resumir en los siguientes puntos: disposición/energía para la socialización; manejo de los estímulos externos; conducta sexual; habilidad para escuchar y preferencia por no hablar; preferencia por conexiones interpersonales intensas y desagrado general hacia las conversaciones superficiales;

¿De qué maneras puedo sentir yo la presencia definitoria de la introversión en mi vida personal?

·       Desde hace muchos años (una década, quizá), en mis reflexiones personales encontré que una palabra con la que gustosa me identifico es “contemplativa”. Ahora me doy cuenta que aquella vez fue el primer acercamiento que tuve al descubrimiento reciente de la introversión. Y es que desde que tengo uso de la memoria me siento contenta y me regocijo en la tranquilidad de mis pensamientos, de la música (particularmente las melodías melancólicas), la lectura, observar en espacios públicos a las personas, o las charlas largas y sinceras. No me considero una persona de mucha acción, o por lo menos de mucho movimiento físico. Más bien tengo una gran actividad mental y emocional.  Otra palabra con la que años después me identifiqué y adopté fue la de “hogareña”. Una vez que me gradué de la universidad y que dejé atrás esa etapa de fiestas y amigos y aventuras citadinas, caí en la cuenta de que prefería estar en la comodidad y la seguridad de mi casa. Salir a la calle a mandados o al trabajo me agotaba. Me fastidiaba con la actitud nefasta de los conductores, con el desagradable olor del aire contaminado, con los claxon y las prisas, con el calor… Cuando era más chica soñaba con viajar por el mundo, y aseguraba que viajar era uno de mis intereses: me avergüenza un poco confesar que ahora ya no es el caso a tal grado. Aún conservo el apasionamiento por otras culturas, por arquitecturas desconocidas, por rostros de rasgos distintos, por lenguas que me resultan ajenas excepto por su musicalidad. Sin embargo, ahora creo que sólo podría viajar de un solo modo: lento. Platicar con calma con personas locales, recorrer con tranquilidad calles que no figuran en los mapas turísticos, procesar con tiempo lo que he visto, olido, escuchado, saboreado y tocado. De otro modo, considerando lo cansado que es viajar, prefiero quedarme en casa y, por usar una frase ya trillada, viajar hacia dentro.

·      Tengo la creencia de que soy una persona bastante amable, empática y generosa (en general), pero al mismo tiempo soy fría y distante. Mi calidez sólo dura unos momentos y está condicionada al hecho de poder salir de la situación casi inmediatamente. Si ese no es el caso, entro de lleno en mi modalidad ausente, cortante, incómoda.

·       Soy hija y nieta de políticos. En mi crianza, el valor de la diplomacia siempre tuvo un lugar importante. Hay que tratar de conservar la ecuanimidad, ser amable con todos, procurar no entrar en conflicto y ser, en general, estratega en la interacción con los otros. Hasta hace poquísimo tiempo yo traté de cumplir este precepto al pie de la letra. Sin embargo, con el paso de los años me resultaba cada vez más difícil, aunque no sabía por qué. Y desde que descubrí el universo de la introversión, creo entender la razón. Por una parte, tengo un interés muy pequeño en intercambios sociales superficiales. Más aún cuando mi(s) interlocutor(es) me cae(n) mal o me da(n) mala espina. Lo que yo realmente busco es encontrar personas dispuestas a ser honestas y a tener un diálogo extenso y detallado (incluso analítico) de temas importantes (para ellas o para mí o para ambas partes). Por otra parte, la diplomacia me cuesta trabajo también porque si las condiciones anteriores no están dadas, comienzo a perder la paciencia y la buena onda. Me empiezo a abrumar. Luego a estresar. Luego a cansar. Y por último a deprimir. ME QUIERO IR. Entonces lo que he empezado a hacer de un tiempo para acá es que, efectivamente, me voy. No siempre físicamente (aunque lo suelo hacer en lugares públicos y en particular si es mi esposo quien está hablando con las otras personas, lo cual sucede mayoritariamente), pero sí energéticamente: me concentro en jugar con mi hija o con un perro o a ver las nubes o a leer el menú. Porque de algún modo el entorno me resulta hostil, me retiro dentro de mí misma. Este comportamiento puede ser juzgado como grosero y lo entiendo perfectamente, pero prefiero ser malentendida que atravesar el dolor, físico incluso, de una interacción superficial prolongada.

·       Desde siempre he tenido la habilidad o la disposición para escuchar a la gente. Tengo un recuerdo de la primaria (yo creo que tendría ocho o diez años) en el que una compañerita, que en ese entonces era mi amiga, me decía que yo era como su psicóloga. Comentarios de ese tipo me han acompañado toda la vida, hasta la fecha. Y al día de hoy disfruto escuchar a las personas. Me fascinan sus historias, las palabras que usan, los gestos que hacen, la entonación que tienen, el reflejo que me aportan de mí misma. (Todo esto, claro, cuando se atreven y se sueltan a contarme cosas valiosas o significativas de sí mismos y no cosas como el clima o la política). Pero me es menos fácil hablar. Al menos cuando no tengo la certeza absoluta de que a mi interlocutor le interesa lo que tengo que decir. Si abiertamente me piden mi opinión o mi experiencia o una historia, y me dan el micrófono, entonces puedo hablar largo y tendido, como conferencista. De lo contrario, me siento apática o insegura. Me cae mal pensar en la posibilidad de que no me estén escuchando realmente (lo cual es visible, con frecuencia), o de que me interrumpan. Detesto que me interrumpan y procuro eliminar esa posibilidad cuando platico con alguien. (Confieso que es difícil para mí no tomarme las interrupciones de forma personal: con frecuencia las interpreto no sólo como una falta de respeto sino de interés. Quizá sea, de nueva cuenta, el león soberbio que llevo dentro, que no perdona que alguien lo considere inferior de lo que se considera a sí mismo.) Por otro lado, no soy tímida para nada. No me cuesta trabajo hablar frente a una audiencia, llegar a una oficina y exponer un caso o pedir informes, romper el hielo, tomar el papel de líder, hacer un cumplido. Pero todo esto siempre y cuando sea breve. Si el intercambio se va a extender, quiero que sea profundo y significativo. O como decía antes, termino por sentirme deprimida. Otra cosa curiosa relacionada a este tema es que desde siempre yo he preferido escribir mensajes importantes que hablarlos, ya sea en persona o mucho menos por teléfono (detesto hablar por teléfono; más aún cuando es para hacer gestiones de algún tipo). Antes daba por sentado que la razón se debía a mi inclinación y pasión por la escritura, porque creo que tengo habilidades para ello. Sin embargo, hace poco contemplé (bueno, no, más bien lo encontré en uno de los artículos de Internet que leí sobre la introversión y comprendí que se adecuaba a mí) la posibilidad de que la razón real detrás de esto es, justamente, que soy introvertida. Así que escribir es mucho más fácil y más fructífero para mí que hablar en persona.

·       La introversión y el sexo. Ah, tema complejo y delicado. La verdad es que nunca en mi vida he sentido una loca atracción hacia el sexo. Me resulta un tema más bien indiferente. No sobresale en mi lista de intereses. No es una necesidad frecuente. No es un deseo recurrente. Y al respecto siempre me sentí mal. Avergonzada y acomplejada. Rara. Peor aún: anormal. Y muchas veces fingí las ganas. Y muchas veces fingí orgasmos. Me parecía que tenía que satisfacer una expectativa social más que un llamado interno. Eventualmente me di cuenta que las únicas veces en las que sin excepción me sentía cachonda era cuando estaba tomada. De dos o tres cervezas en adelante. En varias ocasiones busqué en Internet términos como “asexual” o “baja libido”. Algunos resultados me retrataban, otros no. Después consideré que quizá mi desinterés se debía al abuso sexual que sufrí de niña, y que mi abulia sexual se debía a resabios psicológicos y emocionales de esa temprana experiencia. Y una noche de la semana pasada en la que estaba viendo un episodio de una serie en Netflix con mi esposo, inesperadamente, lo comprendí. A través de la experiencia de uno de los personajes del episodio, que era de carácter parecido al mío y que mostraba más interés por su calma interior que por una escena de sexo casual con una conocida, vislumbré una posibilidad. Se encendió una luz en mi cabeza. ¿Podía ser por la introversión, ese comportamiento? Y pocas horas después me encontraba googleando “sex as an introvert” (el sexo como una persona introvertida). Y ahí estaban, páginas y páginas de resultados, ilustración tras ilustración. Resulta que la respuesta a mi pregunta era un gran SÍ. 

·       Incluso para la elección laboral importa esto de la introversión. Yo me di cuenta en la universidad, hace más o menos diez años, que para mí era difícil ocupar puestos de liderazgo por tiempos prolongados. Pronto mi atención pasaba de estar concentrada a difusa. Me iba por las ramas hacia las nubes. Me disgustaba el trabajo en equipo. Olvidaba cosas o me daba pereza cumplir con deberes. Para lo que sí era buena era obedecer órdenes. Alguien me decía qué hacer y para cuándo y el mundo se me presentaba como facilito. Ni siquiera me tenían que decir cómo hacerlo: la inteligencia me sobraba para resolver esas cuestiones. También descubrí que soy muy amable con las personas mientras que no tenga que enfrentarme a ellas todos los días, o resolver conflictos o contestar llamadas telefónicas. Es decir, si hay que repartir suéteres en una comunidad vulnerable o resolver las dudas en una actividad infantil pública, soy la persona perfecta. Soy paciente, eficaz, clara y sé escuchar y leer rostros y tonos de voz. Sin embargo, si me necesitas como asistente personal o secretaria para resolver obstáculos, asistir a un montón de juntas o agendar reuniones sin conflictos de horarios o locaciones, no soy la persona ideal. Guácala. Pues descubrí también en mi pequeña investigación casera que hay infográficos que con base en un pequeño test de personalidad y preferencias te ayudan a clarificar cómo operas mejor y qué trabajos se adaptan mejor a ti. No me sorprendió cuando la conclusión fue que mis mayores fortalezas podrían radicar en escribir y en diseñar moda: mis más grandes pasiones.

·       Creo que he llegado a pensar que una de las mayores expresiones de intimidad entre dos personas es la silenciosa convivencia. Para mí poder estar en silencio en compañía de otra persona es sinónimo de confianza, seguridad, alivio y, simplemente, comodidad. Creo que es para mí una forma etérea de decir “te quiero”. Pero el silencio cuando hay otra persona presente no me viene fácil. Normalmente me siento insegura. Y esta inseguridad nace de la creencia o la sensación opresiva de que la expectativa es que hable, que entretenga a la otra persona. Tengo que luchar contra el impulso de llenar el vacío. Tengo que respirar hondo, hallar dentro de mí el deseo de estar en silencio y tomar entonces el riesgo de que la otra persona se aburra o se incomoda o desapruebe la situación. O peor, que me desapruebe a mí. Pero prefiero la desaprobación de la versión sincera de mí misma que la aceptación de una versión falsa. Y cuando me quedo callada y la otra persona también y en el aire flota una aromática y liviana comodidad, entonces un milagro ocurre y de pronto me encuentro en otro estadio de la relación con esa persona. Uno que es honesto, vulnerable y amoroso.

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