viernes, 12 de enero de 2018

Sobre la introversión. Parte I

Yo desde siempre me consideré una chica extrovertida. Me gustaba, o eso creía, la gente, las fiestas, el ruido, el alboroto.

(Creo que parte de envejecer es ver con claridad la ingenuidad de nuestros yo más jóvenes.)

Ahora comprendo que en gran medida era necesidad de aprobación, de pertenecer. Era, pues, la inseguridad propia de la joven edad. Recuerdo vagamente que los años de la secundaria, de los 12 a los 14, estar con amigos era una forma de confirmar mi existencia. Me aterraba la idea de que estar encerrada en mi casa, ausente de la esfera social, invisible, era una forma de muerte. Yo creía que tenía que hacer un esfuerzo por hacerme presente porque, de otro modo, pasaba a ser indiferente. Nadie me vería, me pensaría.

Además estaba el placer que en efecto daba la validación y la admiración de los amigos y conocidos. O el rechazo, viniendo de las personas correctas. Los golpes de dopamina en la cabeza cuando los rostros que me rodeaban reventaban en risas tras una broma mía. Los múltiples piquetes de nervios en el estómago cuando algún chico me miraba con intensidad o cuando una amiga me comunicaba que yo le gustaba a alguien. La indescriptible sensación, cálida y refrescante a un mismo tiempo, de que se acercara un amigo a platicarme algo que nadie más podía saber; la misma sensación cuando observaba al grupo y entonces notaba que alguien, hastiado, miraba alrededor para buscar un rato ameno y al localizarme se dirigían hacia mí; la misma sensación de saberme querida y necesitada.

A veces pienso, hoy en día, con un dejo de vergüenza, que realmente soy como suelen describir en los horóscopos a los de mi signo, los reyes de la selva. Egocéntrica, arrogante, famélica de atención. Y escribiendo esto me doy cuenta que la conducta adictiva que despliego hacia las redes sociales digitales es la misma que exhibía hacia las redes sociales físicas, análogas, presenciales, llámeseles como sea. ¿Hasta qué punto se perpetúa en mí una inseguridad que falsamente cree que será aliviada con aprobación externa?

Pero me estoy desviando. Yo quería hablar de la introversión.

Conforme los años han ido pasando (qué cierto es que los años no pasan en balde), he notado cosas en mí que antes no estaban o antes no notaba. Y puedo decir, con absoluta certeza, que estos últimos meses (¿seis, ocho?), han sido de ir descubriendo las múltiples formas e intensidades en que soy introvertida. Esta etapa de mi vida se está definiendo por lo mucho que me estoy conociendo a mí misma desde el ángulo de la introversión. Encontrar esa palabra y todas sus implicaciones ha significado para mí poder darle nombre y forma a unas sensaciones y sentimientos que he tenido por años y que permanecían borrosos, amorfos, incomprensibles.

Todo empezó, como decía, hace unos meses, cuando mi esposo me mostró un texto que escribió una mujer que él sigue en Twitter. En él, ella detallaba aspectos íntimos de su vida que en general la perfilaban como una mujer solitaria y sufrida. Sentí pena por ella. Pero también me sentí identificada en mucho de lo que decía. Por dar un ejemplo, la falta de deseo de socializar con frecuencia.

Y no sé si fue ella misma quien utilizó en algún punto de su ensayo la palabra "introvertida". No sé, sinceramente, como llegué a esa palabra tan importa, tan significativa para mí. Lástima, hubiera sido interesante agregar ese detalle a esta narración. El caso es que llegué. Y se abrió un mundo para mí. Más bien, fue como si se hubiera abierto una gran puerta, gruesa y pesada, y detrás de ella hubiera un espejo que me retrataba con nitidez.

Lo primero que aprendí fue que la característica esencial que diferencia a los introvertidos de los extrovertidos es la respuesta que tienen a la socialización. Los primeros nos desgastamos cuando socializamos. Los segundos, por el contrario, recargan pila cuando conviven.

¡Wow! Qué maravilloso fue encontrar artículos y estudios y ensayos de los cuales extraer la tierna sensación de que soy sana, de que estoy acompañada, de que hay quien me comprende en el mundo. Quizá sea de nueva cuenta lo mismo: la poderosa necesidad de pertenecer a un grupo, satisfecha al fin. Mi sentir y mi experiencia tienen un nombre: introversión, y es normal y así estoy bien.

Y es que otra cosa que encontré es que el mundo tiene por norma general considerar como sano, jovial, alegre y vital lo que es extrovertido. Y todo lo que pertenece al universo de los introvertidos es considerado como anormal, raro, imperfecto o defectuoso: tímidos, inseguros, atemorizados, aburridos, deprimidos, solitarios. Pero la realidad detrás de estos estereotipos es muy compleja, como veremos pronto.

Yo llevaba un tiempo ya de haberme dado cuenta que opero de forma lenta. *Lenta*. Lenta. Lenta. Llegué a esa conclusión, según recuerdo, en la época en la que me separé de mi esposo. Estaba embarazada, engripada, triste y cansada tratando de pensar en qué había salido mal, qué podía cambiar, qué quería yo que fuera diferente, qué necesitaba y qué quería para mi vida. Y entonces di pie con bola. Una de las principales diferencias entre mi marido y yo es que él va bastante rápido. Acelerado, me parece a mí, pero dejémoslo en rápido. Y yo con frecuencia me hallaba sintiéndome presionada, atropellada y abrumada. Y con toda claridad llegó a mí la idea: yo soy lenta.

Pienso lento. Camino lento. Hablo lento. Reacciono lento. Como lento. Decido lento.

Otras cosas las hago con relativa rapidez: orino de volada, manejo con cierta brusquedad, hago maletas a la velocidad de la luz, escojo regalos a la brevedad.

Sin embargo, como podrán ver, las funciones más básicas e importantes de mi cuerpo (caminar, comer) y de mi psique (pensar, hablar) me requieren de bastante tiempo. Y esa es una de las razones por las que durante los primeros años juntos tuvimos problemas serios: porque yo no era consciente de esa parsimonia de mi personalidad y no sabía, por lo tanto, que ni yo ni mi cónyuge estábamos respetando esa característica. Y por tanto yo me sentía violada y no valorada, y como consecuencia, resentida y enojada.

Esta lentitud de la que hablo, oh sorpresa, no es un rasgo exclusivo mío. Es, como seguramente ya adivinaron, una parte común y corriente de los introvertidos.

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