jueves, 29 de diciembre de 2016

2016 o La reina de la selva

Sobre todo durante mis años universitarios, pero creo que también cuando estudiaba la preparatoria, tenía la costumbre de escribir un texto los últimos días de diciembre para hacer una especie de resumen de lo que había sido el año y poder conservarlo para la posteridad, o bien, para hacer un ejercicio reflexivo y poder aprender de lo vivido.

Este año ha sido el más difícil, el más importante y el más definitorio de mi vida. Casualmente ha sido un año que ha recibido reclamos, juicios y rechazo, porque tantos famosos han muerto en alguno de sus 365 días. Sin embargo, para mí fue librar una batalla y salir triunfante. Ha requerido de toda mi paciencia, intuición, sabiduría, valentía, fuerza y amor para llegar a donde estoy hoy, escribiendo esto.

Me gustaría poder redactar estas líneas con vanidad, como quien mira por encima del hombro y hace un desaire fatuo. Pero la verdad es que estuve cerca de perder la guerra, y a la hora de recordar lo vivido, que como bien dicen es volver a vivirlo, sufro de temor, de nerviosismo, de angustia. Siento mucha resistencia de entrar en los detalles de lo que los últimos 12 meses trajeron consigo.
El 2016 pasará a la historia de mi vida como la vuelta al sol en la que aprendí a ser madre y a ser esposa. Duras tareas, ambas. Y al mismo tiempo que son grandes los gozos y profundas las satisfacciones que de esos dos papeles puede una mujer experimentar, el esfuerzo que requieren y el dolor que implican son igualmente grandes. Son labores monumentales que requieren todo de una, para poder sobrevivir , fructificar y trascender. Y para poder desempeñarlos con compromiso y conciencia, hay que echar mano de las fibras íntimas. Todas las creencias, las heridas, los anhelos, los sueños y las herramientas que conforman el alma de uno, quedan involucradas e invertidas por completo. Hay que tener cabeza, corazón y agallas para salir adelante cuando se está en la más profunda desesperación

Quisiera confesar que esta es la tercera vez que intento escribir este texto. Hay algo en esta tarea que me resulta intimidante. Una cuesta que se me antoja demasiado escarpada.

Estaba decidida a hablar sobre lo que ha sido para mí ser esposa y ser madre. Y no es que eso haya sido lo único que trajo consigo el 2016. Hubo otras cosas, como aprender a ser una mejor madrastra y disfrutar los placeres consecuencia de una relación más estable y fructífera con mi hijastro. O descubrir, tras más de quince años de sospecharlo, que tengo una deformidad en el cuerpo que me ha acarreado vergüenza, acomplejamiento y problemas para la intimidad: por fin la ciencia me respalda en una queja y un dolor que he arrastrado por años. O también, para dar otro ejemplo, el 2016 me mostró cómo una mujer con un bebé pequeñito deja sutilmente, casi sin notarlo, de ser mujer y queda convertida casi exclusivamente en la mamá de la criaturita: despeinada, preocupada, cansada, hastiada, insatisfecha con su cuerpo, desconcertada frente a su nueva realidad, perdida entre la frustración temporal de las metas profesionales y el gozo de la maternidad de tiempo completo… y así, cuando de pronto esa mujer nota que un hombre la mira con interés y deseo, y se mira a sí misma con los ojos del desconocido, en un segundo hace un viaje de mil kilómetros de su realidad de papillas, lactancia y siestas hasta aterrizar en la realidad de su cuerpo con un par de nalgas, un par de tetas y una sonrisa que junto con el brillo en los ojos confirma el gusto de saberse gustada. Muy importante así mismo, el 2016 me trajo la profunda satisfacción del yoga y su bienestar físico y espiritual, y el descubrimiento de la filosofía de la Higiene Natural, una forma de alimentación que me nutre no sólo el cuerpo sino, asombrosa y sorpresivamente, el alma también.

Como decía, aprendí sobre todo dos cosas este año. Pero resulta que sobre la primera no quiero entrar en detalles. Una relación íntima y prolongada entre dos personas es un fenómeno lleno de complejidades, misterios, sutilezas, recuerdos, secretos, gestos, silencios, locuras y perdón. Sólo ellos saben y reconocen las texturas que componen su telar. Y por ello sólo voy a decir que comencé el año separada de mi esposo, contemplando la posibilidad de divorciarme, y lo termino a su lado, serena, a veces enojada, enamorada y agradecida, plenamente comprometida y en total confianza. Es cursi, pero es cierto que entre otras cosas es mi mejor amigo y lo amo con locura.

Y resulta que sobre la segunda sí quiero entrar en detalles, pero son demasiados, tantos que si  los comento todos el texto se desvirtúa y queda convertido en un testimonio de lactancia, más que un paseo o una síntesis de lo que representó para mí esta última vuelta al sol. Creo que mejor voy a intentar escribir una nota sucinta. Algo que contenga la información suficiente para fungir como una documentación de lo vivido y también para empoderar y acompañar a otras mujeres en el mundo. Y que sea breve, humilde, porque no soy experta en el tema pero sí soy la única que está viviendo mi vida.

Después de terapia y confesiones sinceras y dolorosas y trabajo y perdón y dolor y voluntad y deseo, el domingo 14 de febrero, día de San Valentín, de los enamorados, del amor y de la amistad, volví a la casa matrimonial.

El tercer trimestre del embarazo comenzó. Dolores en la espalda baja, pesadez, cansancio, incomodidad para dormir. Por otro lado, la locura de la bebé dentro del vientre era maravillosa: pateaba, manoteaba, aparecían bolas en la panza, sentía los golpes, a veces en las costillas. Cada que comía, prácticamente, me bajaba la presión. Toda la sangre se me iba al estómago. No podía acostarme boca arriba porque lo mismo. Sentía que me ahogaba.

Decidimos que queríamos que Emilia (después de discusiones tontas decidimos el nombre) naciera en agua, fuera del hospital. Las pocas semanas y días previos al nacimiento estuvimos haciendo todas las compras para tener todo listo y en perfectas condiciones para el momento de la verdad.

Y con gracia y decisión, la niña anunció, con contracciones, su llegada al mundo desde la noche del viernes 06 de mayo. 40 semanas exactamente. Dormí mal esa noche. O poco, mejor dicho. Me desperté en la madrugada a caminar, porque podía tolerar mejor el dolor de esa manera. El sábado 07 nos fuimos desde las 7 de la mañana a la casa de partos, a provocar y vivir las contracciones.

Hay algo muy pesadillesco de recordar el trabajo de parto de Emilia. Yo no sé si esto les pasa a todas las mujeres. Espero que no. Seguro que no. Pero siento una gran resistencia interna a adentrarme en esos rincones de la memoria. Me pongo tensa. Y es que si recordar es volver a vivir, me da miedo repetir el dolor y el sufrimiento que representó para mí esa experiencia. Dolor físico de la dilatación y sufrimiento psicológico por la incertidumbre. Pero de todo esto hablaré con detalle en su debido tiempo.

Después de un rato de estar caminando de un extremo a otro de la habitación matrimonial en medio de la oscuridad de la madrugada, mi compañero se despertó y levantó de la cama. Mitad con miedo, mitad con emoción, o quizás más que emoción, solidaridad. Llevaba cuenta del intervalo de las contracciones en una aplicación del celular que había descargado ex profeso para la ocasión.

Como decía, a las 7 de la mañana aproximadamente estábamos (mi esposo, su hijo y yo) saliendo de casa rumbo a la casa de partos. Parecía una odisea. Dos maletas relativamente grandes y voluminosas. En una, todo lo relacionado a la bebé: ropa, pañales, biberón, toallas húmedas, gorros, calcetas, guantes... En la otra, lo necesario para que mi marido y yo pudiéramos pernoctar y poder bañarnos en otro sitio que no sería nuestro hogar. Además mi hijastro llevaba su computadora (creo recordar) para hacer más llevadera la espera. Parecía que el equipaje nos estaba ganando la batalla. Creo que a mí me intimidaba nomás de verlo. En fin, llegamos a la casa y yo ya estaba exhausta. Quién sabe cuántas horas llevaba ya despierta y de pie.

En algún momento me tomé una siesta. Parecía imposible pero así fue. Me recosté de lado en un tapete (sabe Dios qué sería, la verdad no lo recuerdo) y, poco a poco, con suavidad, caí dormida. No sé durante cuánto tiempo dormí, pero sí sé que al despertar no había dilatado prácticamente nada más, así que la doctora que me estaba supervisando me mandó hacer algunos ejercicios para acelerar el proceso. Primero y sobre todo: caminar.

Mi esposo y yo nos salimos a la calle, que estaba soleada y casi vacía y comenzamos una caminata de arriba para abajo y de abajo para arriba por el empedrado. No me acuerdo ya por qué, pero nos empezamos a reír de alguna tontería que inventamos en ese rato. Me relajó muchísimo. Así que estaba entre carcajada y entre dolorón de dilatación. Después de un rato, cuando me cansé de cargar de un lado a otro los 12 kilos que subí en el embarazo, nos volvimos a internar en la casa de partos. Ya había dilatado bastante más. Pero había que hacer más ejercicios: subir y bajar las escaleras.

Íbamos despacio, mi compañero inseparable y yo, pasito a pasito. Me dolía. Me fatigaba. Yo creo que repetimos el ejercicio como 15 veces. Me acuerdo que en algún momento, cuando ya estaba bien cansada y con bastante más de dilatación, le hice una broma a la doctora. Ella decía que nunca había visto a una mujer que en ese grado de dilatación conservara tan buen ánimo. No sé exactamente cuándo, pero pedí y me comí un plato de huevos. No había desayunado. Hay fotos de ello. También comentó sobre la excepcionalidad de esto.

También recuerdo que a la doctora le pareció buena idea que yo me diera un regaderazo. Con la ayuda de mi marido me desnudé y me metí bajo los chorros de agua. Qué cosa tan horrenda. Cada gota me pegaba en el cuerpo como si fuera de plomo y no de agua. Me irritó muchísimo y salí de la regadera enojada y sensible, derrotada y fúrica. Creo que después de eso fue que juzgué que ya era buen momento para meterme en la tina y traer al mundo a la criaturita que llevaba en mis entrañas. Serían, más o menos, las 4 de la tarde.

El calor del agua me reconfortó, aunque fue vergonzoso entrar a ese espacio en esas circunstancias frente a personas no íntimas (el pediatra y la enfermera, sobre todo). Yo ya quería llorar, quería expulsar al parásito, quería dormir en mi camita. Y sin embargo, estaba atorada en esa situación. Y atorada también sentía a Emilia en mis adentros. Me ponía en posición de ranita, una pierna sobre el piso y la otra levantada, a gatas, nada. Suelta, me decía el pediatra. No importa que te hagas popó. Hazte popó, me dijo. Y pareciera que eso lo cambió todo. Efectivamente sentía deseos de hacer popó. Pero para mí resultaba absolutamente incomprensible, inimaginable, defecar frente a otras personas. En una tina. Justo donde yo y mi proceso somos el centro de atención, depositar un pedazo de popó. Me podía imaginar el asco que le daría a mi esposo. Me parecía un acto bárbaro, salvaje, vulgar, brutal. No. No me iba a cagar. Y entonces me cerré. Apreté. Apreté el ano y por consecuencia la vagina. Y quería soltar. Me daba lástima y tristeza mi situación y quería que terminara y quería soltar y simplemente era incapaz. Me aferraba como si de eso dependiera mi vida. No quería que nadie hablara ni me tocara. Estaba exhausta, asustada, frágil. Emilia no iba a nacer ahí. Tenía que ir a un hospital a pedir ayuda. Y el hospital representaba para mí la entrada al infierno. Y a las 7 de la tarde, convencida de que era mi única alternativa ante la muerte (mía o de la bebé o de ambas), declaré, llena de pánico, que teníamos que trasladar el proyecto a un hospital.

Y dicho y hecho. El infierno mismo.

Me quisieron rasurar el pubis. Me negué rotundamente. Me pusieron catéter y me dolió como si todo mi sistema nervioso estuviera ubicado en el dorso de mi mano. El doctor me dijo que Emilia venía transversa, que no había podido hacer la última rotación, que iba a intentar el parto pero que no me prometía nada, que quizás sería cesárea. Yo recuerdo haberle implorado que así fuera. Mi marido dice que se lo grité. Me metió un gancho en la vagina y rompió la bolsa que tan amorosamente guardó a Emilia por nueve meses. El líquido salió transparente. La pequeña estaba completamente bien. Me separaron de mi marido y me metieron al quirófano. Me intentaron doblar para inyectarme la epidural y no podía. Con un vientre tan grande, y en labor de parto, ¿cómo iba a doblarme? El anestesiólogo me dijo que sólo podía esperar si estaba teniendo una contracción. Estaba asustada, adolorida, agotada, ¡nada me resultaba claro! ¡No sabía si estaba teniendo una contracción! Y luego sí, sí supe, fue clarísimo. ¡¡Sí!!, le grité al anestesiólogo la segunda vez que me preguntó que si estaba teniendo una contracción. A lo que me respondió, a mí no me grite, a mí dígame sí, doctor. Imbécil. Aún no le he perdonado ese gesto de egoísmo y crueldad. Y lo que sigue es aún más confuso. De pronto volví a ver a mi marido, al segundo siguiente dije que ya me quería morir y el ginecólogo hizo la pésima broma de que primero tenía que parir y luego podía hacer lo que quisiera, después tenía a dos o tres tipos encima de mi vientre apoyando todo su peso para empujar a Emilia hacia el mundo, parpadeé y mi esposo me reconfortaba y me decía que ya había nacido la niña, y a mí me dolían hasta las pestañas, y en vez de tenerla en mis brazos y ofrecerle teta y darle calor y que su padre cortara el cordón umbilical, lo hicieron ellos, demasiado pronto, y se llevaron a la bebita consigo, demasiado pronto, justo un segundo después de haberla puesto sobre mi pecho. Y lo siguiente que recuerdo es haber estado acostada sobre la camilla, sola, en un pasillo del hospital blanco, gélido y vacío, con la bebé imposiblemente diminuta y luchando con toda mi voluntad para no quedarme dormida y poder cuidarla, alimentarla, reconfortarla. Luego me enteré que sin pedirme permiso o darme por lo menos aviso, me habían inyectado un tranquilizante. Tuve que pedir la ayuda de una enfermera que de otro modo nunca se hubiera acercado. No sé cómo lo hice. Igualmente tuve que pedir la ayuda de una enfermera para poder darle pecho a Emilia. Y ahí comenzó el viacrucis de la lactancia.

Tengo los pechos muy redondos (y muy grandes, desde el embarazo) y los pezones muy pequeños. ¿Y a mí qué me importa?, podrán preguntar todas aquellas personas que no han sido madres lactantes. Pues bien, esas dos características, más el hecho de que Emilia nació muy pequeñita y su boca abierta formaba apenas un espacio minúsculo, fueron decisivas para lo que al paso de los días se convertiría en un martirio. Una de las claves para una lactancia exitosa es que el recién nacido meta en su boca no sólo el pezón sino parte de la aureola de la madre, para que los movimientos de su mandíbula estimulen las glándulas que hay en el pecho materno y, muy importante, para que el pezón de la madre vaya lo más profundo posible, sin ninguna posibilidad de que el bebé lo lastime con sus encías. Pues bien, simple y sencillamente, Emilia no podía hacer eso. Era físicamente imposible. Entre sus labios sólo cabía mi pezón. ¿Y qué pasó? Al cabo de un par de días empecé con dolor y a sangrar y a sufrir. También está el hecho de que no sabía cómo posicionar a Emilia para que estuviera cómoda para mamar eficazmente y en paz.

Primero, un día, le llamé por teléfono a mi hermana para llorar y decirle que no sabía lo que hacía. Me consoló, me dijo que era normal, que no me agobiara si le tenía que dar un poco de fórmula. Me pasó el número de una asesora de lactancia que también me dijo que era normal y me tranquilizó, pero siendo que ella estaba en otra ciudad no pudo hacer mucho por mí. El ginecólogo me revisó y no me dijo nada. Me dijo que hay mujeres que simplemente no pueden amamantar, que si no podía no me angustiara. El pediatra de mi hija me revisó y me dijo que usara pezoneras (un pedazo de plástico con forma de un tipo de pezón con el tamaño de un tipo de pezón, entre las decenas y cientos que hay). Vino a verme la doctora con la que iba a parir a Emilia en agua. Me corrigió la postura, y el dolor se fue. Como magia. Sentí una alegría inmensa. Y momentos antes de que se fuera, me volvió a doler de nuevo. Ella tenía otro compromiso y no pudo quedarse a mejorar la situación. Absolutamente nada cambió. En cuanto me quedé sola me dio un ataque de ansiedad. En pleno mayo vallartense necesité calcetas, suéter y el abrazo de la mujer que me ayuda con el aseo en la casa. Yo temblaba, sentía que me congelaba, los dientes me titiritaban. Estaba profundamente asustada. Me sentía al borde de un abismo, totalmente sola y sin más remedio que caer hasta el fondo. El fondo de la soledad, del dolor, de la tristeza. Pero me causaba una desolación tan absoluta pensar en darle a mi bebé un alimento procesado que atravesé el dolor y el terror y el llanto. Hasta que me recomendaron a una asesora de lactancia de San Luis Potosí que, a través de fotos y vídeos y mensajes de voz de whatsapp, finalmente me dijo que tenía que suspender la lactancia por tres días, porque mis pezones estaban demasiado heridos y necesitaban descansar para sanar. Fue en el décimo octavo día de vida de Emilia. Lo recuerdo a la perfección. Y el día en que cumplió tres semanas de vida, por fin recibí en mi casa a una asesora en lactancia capacitada y profesional que salvó mi lactancia. Lo digo sin reparos. Si no hubiera sido por su ayuda, habría claudicado. Básicamente me dijo lo que ya les he compartido: por la forma de mis pechos y el tamaño de la boca de Emilia no había mucho que se podía hacer más que esperar a que creciera. Probamos varias posiciones a ver cuál me sentaba mejor y juntas descubrimos que acostada era la que más me convenía. Y las siguientes cuatro semanas, más o menos, me la pasé acostada de lado prácticamente todo el día, todos los días. Y a pesar de que la asesora me dijo que no suspendiera de golpe la fórmula que le estuvimos dando por tres días por riesgo de deshidratación y subalimentación, lo hice de todos modos. Y la pobre Emilia lloraba. Ahora me doy cuenta que de hambre. Procuraba salirme a pasear con ella todos los días aunque solo fuera un ratito para descansar de estar tantas horas acostada. La llevaba en el fular. Y por cuadras y cuadras ella lloraba. Hasta que finalmente se quedaba dormida. Fue así una semana, más o menos. Después ya no quería hacer eso tampoco porque la tela del brasserie se pegaba al pezón y al momento de despegarla se abría la herida y me dolía con locura. Hasta que alguien me dijo que podía usar conchas protectoras, una especie de plástico que aísla el pezón lastimado y al mismo tiempo recolecta la leche que gotea. Fue maravilloso y me cambió la vida, a pesar de que pronto se llenaban de mi leche y empezaban a escurrir. Incluso así de impráctico, fue una verdadera bendición.

Y luego las mastitis. Y la bola que se me formó en el seno derecho. Otra pesadilla. Pesadillas, pues fue en plural. La mastitis es un absceso en los conductos de la leche, precisamente porque hay tanta y se está abasteciendo de forma tan rápida. Duelen de forma horrenda los pechos, se siente como que una parte de tu cuerpo estuviera traicionando tu voluntad o la propia integridad y bienestar de la anatomía. Se ponen calientes, puede dar fiebre, duelen hasta las axilas, se hinchan, están aún más sensibles. El miedo de que se convierta en algo aún peor, como las fotos que muestra Google de mujeres deformes y a punto de la putrefacción. El aislamiento que se siente estar encerrado dentro de un vehículo físico. La absoluta imposibilidad de compartir el dolor o anularlo de forma inmediata. La mastitis es el peor confinamiento de la mujer en cuarentena. Y el mejor remedio es pegarte al pecho al bebé porque él o ella es el mejor succionador y destapador de pechos. Y están duros, sensibles, calientes y de pronto la criatura pega sus encías y empieza a mamar no como recién nacido sino como piraña. En más de una ocasión tuve que morder una toalla con todas mis fuerzas para sobrevivir la experiencia. Durante la primera mastitis, mientras Emilia mamaba, yo lloraba imparablemente y tarareaba esa canción cristiana que dice

Señor, me has mirado a los ojos
Sonriendo has dicho mi nombre
En la arena he dejado mi barca
Junto a ti hallaré otro mar

Esa canción la aprendí en mi infancia en el colegio marista al que asistí. Me acompañó espiritualmente aquella noche de terror. En una de esas ocasiones mi marido, extenuado y atemorizado más allá de la razón, me empezó a reclamar y a preguntar, exasperado, qué cuánto más iba a sufrir, que qué estaba haciendo. El miedo que fragmenta corazones y parejas.

Y aún no he hablado de la crisis del quinto día. Para recibir a Emilia y sin pedirme mi consentimiento, los médicos me realizaron la episiotomía, que es el nombre glamuroso que recibe la cortada que le hacen a una mujer en el pequeño músculo que va de la vagina al ano y que supuestamente brinda más espacio al bebé para nacer y evita desgarres. Pues bien, aunque a mí nadie nunca me lo dijo, quizás porque suena obvio, esa rajada duele muchísimo. No me podía sentar. Un día o dos estuve todo el tiempo de pie con tal de rehuir a esa tortura. Me daba miedo limpiarme la vagina después de orinar. El médico me recetó una pomada para cicatrizar y una droga para aminorar el dolor. Yo, madre primeriza, me ponía en los primeros días en la herida apenas una perlita de pomada. Después dejé de ponérmela por completo, porque veía que no me hacía efecto. Hasta que mi mamá se dio cuenta y me dijo que me untara un montón de crema. Y lo empecé a hacer, y empezó a funcionar. Pero como decía, el quinto día yo creía que me iba a morir del dolor en la vagina. Me dolían los pechos y me dolía la vagina. Me dolía todo lo que me hacía mujer. Ser madre estaba significando ser una mujer adolorida, traumatizada, partida en dos justo en el sexo. Le dije a mi esposo y me urgió a que fuéramos al ginecólogo. ¡¡QUÉ!! No estaba bañada, sacar a Emilia de casa implicaba un caos colosal, la colonia donde está el consultorio del doctor esta empedrada y CÓMO DIABLOS IBA YO A EXPONER A MIS GENITALES A TAL VIOLENCIA. Y como abrir la llave del grifo, un llanto acumulado se desató en toda su majestuosidad. De pie contra una pared, dándole la espalda a mi marido que era incapaz de comprender mi dolor y mi trauma, lloraba como niña o como sentenciada a muerte. Había sido mi culpa que Emilia no naciera en el agua. No pude soltar. No me quería hacer popó. Y por eso terminé yendo al hospital y atravesando esa horrenda experiencia y con el periné mutilado. ¡Era mi culpa! ¡Sobre mis hombros caía! Y llanto y más llanto, hasta que después de la tormenta llegó la paz. Para entonces ya me había metido a bañar y estaba recostada sobre el piso de la regadera mezclando las lágrimas con los chorros de agua y tentaleando con cuidado el área de la herida. El llanto cesó, me sentí más calmada y por fin pude volver a sentirme yo dentro de mi cuerpo. Un solo cuerpo no cortado a la mitad. Me sentí esperanzada. Iba a sanar esa herida. Iba a superar el dolor. Iba a estar bien. Y para mayor alivio, al cabo de unos minutos, cuando estaba hablando por teléfono con mi querida psicóloga, escuché que de su dulce voz salían unas palabras bálsamo: Sara, el ser humano reacciona frente al miedo apretando el cuerpo. Si Emilia no nació en el agua no fue por tu culpa, sino porque efectivamente venía transversa. Y me recomendó una pomada de nombre muy sugestivo que aún recuerdo de memoria: Italdermol. Me imaginé mi piel bronceada por el sol mediterráneo en alguna playa italiana.

Pero este año no me trajo una vacación en Europa. Me trajo un matrimonio sólido y una bebé sana, hermosa, sumamente demandante y gloriosamente amamantada hasta la fecha. Me trajo también, voy a admitir, las ganas de tatuarme un león, mi signo zodiacal, en el brazo izquierdo. Porque tras haberlo sobrevivido, me siento poderosa. Me siento la reina de la selva.

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