Hace algunos años, un muy querido amigo mío me contaba que
prefería bañarse con agua fría y dormir en el suelo o sobre catres.
Fundamentaba su preferencia trayendo a la memoria un refrán que dice que “el
diablo entra donde hay comodidad”. Y en efecto, echando brevemente la mirada
hacia la historia, parecería que así es.
Nunca antes el hombre había tenido una existencia tan
facilitada por objetos. Bien visto, hoy en día no hace falta que uno sepa nada
más que tres trucos para conseguir sobrevivir. Ya no resulta necesario saber
cocinar, lavar, moler, hacer fuego. Bienvenidos a la era de la
industrialización: alguien más ya hizo por todos nosotros un método ágil para
facilitarnos, ¿inutilizarnos? la vida. Adiós a las técnicas tradicionales y
artesanales, son una pérdida de tiempo y llevamos prisa para llegar al espacio.
Quítate el hambre con una maruchán.
Estamos, pues, absolutamente entregados a los placeres. El
placer de que alguien o algo haga por nosotros lo que en principio teníamos que
realizar con nuestras propias manos, energías y tiempo, para que nosotros
podamos dedicarnos a otra cosa. O a nada.
Y en la creencia de que el mundo sería mejor y más gozable,
nos tiramos no a la inercia sino al estilo de vida acelerado y sin sentido que
llevamos ahora, en el que no hacemos prácticamente nada que nos recuerde que
somos verdaderamente valiosos, capaces de hacernos cargo de nuestra
supervivencia. Lo que nos ocupa hoy en día son los cursos y libros de
superación personal que precisamente nos “enseñen” a sentirnos atractivos,
inteligentes, con valor, con humanidad.
Hemos llegado al punto en que lo único que realmente importa
es que ganemos el dinero que nos requieren para pagar la luz, pagar la comida
en el súper o en la cocina económica, pagar la lavadora y la licuadora, pagar
el gas, pagar la escuela, pagar el gimnasio, pagar el carro, pagar la casa. ¿Y
qué tiene que hacer uno para ganar ese famoso dinero? ¿En qué trabaja la
mayoría?
Según el censo del INEGI que registra la actividad económica
del país del 2010, cerca de 6 millones de mexicanos se dedicaban a actividades
primarias, o sea, aquellas relacionadas con la Tierra, como la agricultura y la
ganadería. Por otro lado, 11 millones de compatriotas dedicaban sus días a
transformar la materia prima y hacer, por ejemplo, zapatos, calzones, iPods o
aviones. Por último, cerca de 30 millones despertaban casi cada día para vender
lo que 11 millones hicieron con lo que 6 millones extrajeron del planeta. O
sea, casi el 20% de la Población Económicamente Activa se dedicaba al comercio.
Comprar y vender. A eso se ha ido
reduciendo nuestra existencia.
Nos damos cuenta de que paulatinamente nos hemos ido
alejando de nuestra naturaleza creadora, de nuestro prehistórico hábito de
mantenernos ocupados porque, de otro modo, moriríamos. Nos hemos distanciado de
nosotros mismos y de los parajes naturales que infaliblemente nos recuerdan que
también nosotros somos animales, y que por tanto tenemos un lugar en la tierra
que está validado per se, sin
necesidad de que individualmente demostremos algo. Pero, sobre todo, nos hemos
olvidado de que somos capaces y por tanto poderosos. Nos hemos asumido como robots
hacedores de dinero y consumidores de bienes.
Así, pues, seducidos como estamos por la maravillosa
intrascendencia, que consideramos un placer epicúreo porque nos evita grandes
esfuerzos, hemos dejado entrar, como mi amigo decía, al diablo. Bienvenidos a la era de las enfermedades psiquiátricas y
el vacío existencial. Según un estudio publicado por la Secretaría de Salud, de
1970 a 1997 hubo un incremento del 212% en la tasa nacional de suicidios. En el
2002, en México, el promedio de suicidios era de nueve al día, de los cuales el
70% se cometieron en ciudades, y el 30% ocurrió en zonas rurales. El 68% eran
personas menores de 34 años.
Parece que nos estamos muriendo y nos estamos matando. Hemos
corrido tanto en dirección contraria a nosotros mismos, a nuestras necesidades
espirituales, que todo se ha vaciado de su significado. Y entonces comenzamos a
pensar que somos seres arrojados al mundo o que el infierno es el otro, como
dicen los postulados de dos de los más grandes existencialistas del siglo XX.
Pero como estamos tan inmersos y tan acostumbrados a nuestra
irresponsabilidad, frente al desasosiego, la alarma, el vacío y el abismo, el
único remedio que se nos ocurre es la magia y el milagro. No parece que consideremos
salir escalando de ese despeñadero al que hemos caído. No, señor. Hay que
pensar que puede uno salir flotando, o bebiendo pócimas, o portando símbolos y
medallitas.
Producto de nuestra pereza y nuestra mortífera comodidad es
la proliferación y éxito de las limpias; lectura del tarot, de la mano, del
café y del huevo; la imagen de un tal San Benito (que por cierto mi madre dice
nunca antes haber conocido) colgando de miles de collares, pulseras y llaveros,
junto con voluminosas bolitas de colores.
Estamos petrificados por el miedo y la pereza. Miedo a
perder el trabajo y morir de hambre; miedo al matrimonio y al divorcio; miedo a
los desconocidos y al aislamiento; miedo a lo nuevo y miedo, o quizás asco, de
lo rutinario, miedo al rechazo social. Y pereza de salir de nuestra zona de
confort, de hacer cambios dentro y fuera de nosotros, de experimentar sin
certezas.
Además, por otro lado, estamos sumidos en la ignorancia y en
la violencia. El mismo documento de la Secretaría de Salud declara que una de
las causas principales de los trastornos psiquiátricos es la falta de
educación. Y educación no es sólo graduarse por ir a calentar la misma silla
por varios años: es realmente interesarse y aprender no sólo saberes escolares,
sino de la vida misma y del hombre.
Y qué puedo decir yo de la violencia que no se haya hablado
ya: en la televisión, en la escuela, en la calle, en el trabajo, en la casa, en
el entretenimiento, en las noticias… Estamos rodeados por ella, vueltos sus
víctimas.
Hace menos de dos años estuve trabajando en un periódico
como reportera. Una de mis últimas asignaciones fue una investigación para un
reportaje sobre las supersticiones en el estado de Nayarit. Fui con miedo,
entusiasmo y morbo a buscar a una curandera que me hiciera algunos de los
servicios que antes mencioné. Di con una mujer de cabellos pintados de rojo,
con textura como de paja, y maquillaje excesivo en párpados, mejillas y labios.
En la sala de su casa, donde la esperábamos varios clientes, había decenas de
muñecas empolvadas con cara de maldad convertida en tedio.
Una de las mujeres que esperaba conmigo me confesó que ella
acudía porque cada vez que deseaba algo y lo miraba, el objeto se pudría,
rompía, marchitaba o quebraba. Otra, tenía una llaga inmensa que cubría más de
la mitad de su cara. Dijo que había estado a punto de morir y sólo esa curandera
había podido hacer algo por ella, a diferencia de los médicos en los
hospitales.
Cuando llegó mi turno pasé a un pequeño cuarto cubierto de
imágenes divinas de varias religiones diferentes. Me pidió que le explicara qué
me pasaba. Sentí remordimiento de mentirle, así que dije lo único que de verdad
me molestaba en aquel momento. “Tengo los intestinos inflamados”, confesé con
cierta desconfianza. La mujer dijo un rezo incomprensible y comenzó a pasar por
mi cuerpo un huevo. Mientras hacía esto, continuaba pidiendo a la divinidad por
mi bienestar. Al terminar, abrió el huevo y lo depositó en un vaso con agua. El
huevo soltó una especie de baba, con una textura y un color muy particular.
La curandera me miró muy seria y me dijo que tenía un globo
de aire en el intestino y que debía tener cuidado, pues mucha gente fallece de
esa enfermedad. Me recomendó hacerme limpias frecuentemente y alejar de mi vida
a los espíritus malvados.
Ha pasado el tiempo y he hecho grandes avances en curarme de
lo que ella llamó globo de aire y lo que los médicos, tan inútiles para mi
curación como ella, llaman colitis. Sólo con el transcurso de la vida he
comprendido que era imposible recuperarme con aquella cantidad industrial de
medicamentos que me recetaban, o como hizo aquella mujer, encomendándome a los
dioses. Mi enfermedad era psicosomática.
A mí lo que me pasaba era que había decidido anularme para
no ser una molestia en la vida de quienes me rodeaban y así pasar inadvertida.
Así pues, todo lo que sentía u opinaba lo suprimía y me lo tragaba. Como un ex
novio me dijo una vez, en medio de una crisis de dolor: “si te estriñes es
porque literalmente no te desprendes de tu mierda”. Sí: probablemente me
hubiera muerto de colitis o de úlceras de haber seguido así, igual que hay
gente llena de resentimiento que se muere de cáncer. Pero yo lo que necesitaba
no eran rezos ni metamucil, buscapina o safolak, sino trabajar arduamente y
todos los días en hablar, y establecer límites para sacarme de encima a toda
esa gente abusiva que, seguramente, entre otras cosas, querrían de mí que fuera
una productiva y eficiente obrerita que hiciera dinero y comprara minucias que
me distrajeran, sólo para después ponerme neurótica y terminar por comprarle a
las farmacéuticas y grandes almacenes de ropa lo que se cree que es la
felicidad verdadera. No, gracias. Ya estoy aprendiendo a reconocer las muchas
caras que tiene el diablo.
Sara Mandarina
14 de mayo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario