Para ANZ: ¡por fin!
De algún modo se cree que el
silencio es un modo de respetar la pulsación interna del otro. Callamos como
manifestación de nuestra prudencia, del obsequio de espacio personal que le damos
a conocidos pero sobre todo a extraños: no sabe uno exactamente qué decirle a
alguien con quien nunca ha cruzado una palabra –o un silencio, con variaciones
también entre sí, como las palabras.
De ahí la terrible opresión que
se vive en los elevadores. El terror de estar encerrado en un espacio
minúsculo, sin nada que oír o hacer, ningún paisaje que funja como pretexto de
distracción, ningún sonido lo suficientemente poderoso o atractivo como para
sembrar de estímulos el momento. Nada más que la confrontación desértica entre
dos o más individuos mientras se elevan o descienden por los aires, emparedados
entre los muros de algún edificio.
La situación se vuelve tan
insoportable que en repetidas ocasiones se encuentran las víctimas de dicho
desencuentro mirando simple y llanamente hacia los zapatos, el techo metálico o
la monótona repetición de números en el tablero. Hay quienes también miran la
pantalla electrónica por donde desfilan los pisos que se van alcanzando y un instante
después, se dejan atrás. O más bien abajo. O arriba, según sea el caso.
A veces despierta uno a la
realidad y se vuelve consciente de lo absurdo de la situación. Entonces se
plantea la evidente, la aparentemente natural opción de entablar diálogo con el
prójimo. Es entonces cuando se dejan venir de aluvión las razones –o pretextos-
para no hacerlo. 1. No sé cuántos pisos podré compartir la charla con el
desconocido, así que no sé qué tema proponer para romper el hielo. 2. No tengo
la menor idea de quién sea este individuo, qué le interese, en qué humor esté,
qué pensamientos o preocupaciones rondan su cabeza, o simplemente cómo se tome
mi casi violenta interrupción en su vida. 3. Mis papás me enseñaron a no hablar
con desconocidos. 4. Qué incómodo sería incomodar a esta persona y volver la
situación aún más incómoda de lo que era ya en un principio: callados de nuevo
pero ahora molestos y no indiferentes, como otrora.
Es tanta nuestra incomodidad en
los ascensores que enmudecemos incluso cuando vamos acompañados de amistades o
familia: sabemos que todo lo que sea dicho será absorbido por los extraños que
nos rodean, como si fueran esponjas de conversaciones ajenas. Esas personas de
pie a unos cuantos centímetros de nuestro cuerpo conocerán nuestro tono y
timbre de voz, el tipo de palabras que preferimos usar, los temas que nos
atañen, posiblemente la relación que tenemos con nuestro acompañante y quizá
hasta nuestro nombre. ¡Horror! Sostener una conversación cotidiana en un
elevador es casi como desnudarse en la fila del banco. Impensable.
Los trayectos verticales, pues,
suelen ser infértiles y provocar en los viajantes la imperiosa necesidad de
llegar cuanto antes posible al destino. Son la palpable prueba de aquella frase
de Sartre que dice que “el infierno es el otro” en tanto que nos obliga a
adoptar una actitud falsa y forzada, distinta a la que tenemos en la cómoda
soledad: la hermética mirada de los demás nos atrapa y nos compromete.
En los viajes horizontales, por
llamar así a los viajes convencionales, los que se contraponen a los que ocupan
la atención de estos párrafos, el individuo también guarda silencio muchas de
las veces, pero la libertad del espacio que lo rodea le permite pensar,
imaginar, recordar, contemplar, incluso dormir, soñar. El viajero menea el
cuerpo sobre el vaivén de las olas; observa el azul más nítido y puro que
existe por encima de las nubes; ve pasar las montañas y las ciudades a través
de las ventanas.
Quien sólo se mueve de arriba abajo,
o de abajo a arriba, está condenado a fugarse en los pensamientos propios, que
suelen ser tan asfixiantes como el diminuto entorno, o bien a ser consciente
del silencio que se echa encima, aplastante, y darse de bruces contra la
realidad que recuerda lo ridículos que somos. Insulares y temerosos, encerrados
en nosotros mismos.
Sin embargo, hay un caso en que
es apreciable el silencio de los ascensores: cuando se está solo. Ingresar en
ese pequeño cuarto que se mueve es como abrir un paréntesis del ruido y la
agitación propia del mundo del que salimos y al que eventualmente volveremos a
ser escupidos. Una fugaz oportunidad para escapar de la convulsión de la vida
diaria. Pero claro, en cada piso existe la posibilidad de que alguien más se
introduzca a esa burbuja en la que estamos y el drama comience de nuevo.
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