lunes, 11 de enero de 2016

Ahogar las penas

Me levanté a las tres de la mañana buscando el baño. Ya me había pasado hace algunos años que tenía la vejiga llena estando dormida y empecé a soñar que iba al baño a aliviar la necesidad y en la vida real empecé a sentir un reconfortante líquido caliente que me recorría las piernas, hasta que me desperté espantada al darme cuenta que me estaba orinando en la cama, ya bien entrada en mis años veinte.

Por eso anoche que sentí el apuro de hacer pipí, preferí despertarme y hacer el esfuerzo consciente de llegar al sanitario antes de derramar siquiera una gota involuntaria de orina. Olvidé que había puesto el calentón para entibiar un poco la temperatura que el frente frío se estaba encargando de congelar. Me tropecé con él, me quemé el pie contra la parrilla ardiente, lo tumbé y me pegué la cabeza en una pared. Es que me había quedado dormida en el sofá, no en la cama. Estaba dizque leyendo. En realidad escuchaba obsesivamente, cíclicamente, dos canciones de Café Tacuba que me ponen tristísima y me facilitan llorar. La de Aviéntame y la de Una mañana.

No siempre se puede llorar. Por eso a veces me ayudo. No es fácil saber qué me va a hacer llorar. Esa noche había intentado de todo. Hasta ver porno. Es que a veces es tan terriblemente patética e imbécil la existencia humana, que las burdas posiciones y movimientos del cuerpo del animal que es el hombre y del animal que es la mujer facilitan entrar en una espiral de sinsentido y desesperación.

En el recorrido hacia el baño escuchaba latas y botellas que yo pateaba en mi ruta. Me dolía el pie quemado. Fue una corta caminata. ¿En dónde estaba? ¿Qué casa era aquella? ¿El último depa donde viví en Guadalajara?, ¿la casa de mi tía?, ¿la casa de Vallarta?, ¿el cuarto de mi infancia? Me puse borracha. Estaba tan borracha que ya no me acordaba de que estaba borracha. O sea, no es que no me acordaba, sino que estaba tan tomada que no estaba pensando en eso, sino sobreviviéndolo, y de pronto el ruidajo que mis pies producían con sus patadas erráticas era como un espejo que me mostraba en proporciones gigantescas las causas de mis males. Ojalá todo fuera así de fácil, de evidente, como descubrir la raíz de una borrachera. Mejor dicho: ojalá que fuera tan fácil descubrir la raíz emocional de una borrachera como lo es descubrir la raíz física, o química, o corporal, o como se diga, de una borrachera.

También para llorar a gusto puse a José Alfredo Jiménez. La de Que te vaya bonito. No sabía si llorar pensando en mi dolor o en el de él. Es más, ni pude llorar. Como que el guanajuatense tiene una voz demasiado bonita, demasiado varonil. Lo que sí es que se bebe tequila muy a gusto escuchando al gran poeta.

Luego, porque sabía que así no había modo de no llorar, recurrí al truco barato de poner a Mercedes Sosa. La de Alfonsina y el Mar. Jijos, cómo lloré. Nomás de imaginarme a Alfonsina vestida de mar, ahogada por cuitas amorosas. Me parte el alma, sinceramente. Me enloquece con morbo el dolor de Alfonsina y también el tierno desgarro con que Sosa canta y que me recuerda a toda la soledad y el discreto dolor que atravesé a lo largo de la adolescencia y luego la juventud y al que me enfrento ahora.

Cerca de la medianoche, con mis ojos de vaca reclinados sobre el sofá de plástico barato en el que eventualmente me quedé dormida, llorando lágrimas de vaca o de cocodrilo o de humano, mojando sin mojar aquel material que está hecho para combatir las emociones y los fluidos humanos, cerca de la medianoche decidí levantarme por un momento de aquel charco de amargura y llanto forzado pero sincero para hacer un último esfuerzo en esta amarga vida y poner a Chavela Vargas, toda su discografía, para que la herida duela más y al mismo tiempo se soporte mejor. Con un dolor dulce. O con un dulce amargo. Como postre exótico, de tierras lejanas, que al mismo tiempo seduce y envenena.

Pero ya no pude llorar. Ya para entonces estaba como cínica. Pensaba, indignada, en cómo Frida Kahlo se había convertido en un icono comercial, igual que el Che Guevara, y que esa era nada más que otra sucia treta del neoliberalismo consumista que violenta al género femenino sin que nos demos cuenta, desbaratando y haciendo botana a una personalidad de proporciones majestuosas, áureas, épicas, como el poema de Gilgamesh. Luego pensé en mis años de adolescencia pseudo revolucionaria. Luego me acordé de las veces que me dijeron que me parecía a Salma Hayek y a Anne Hathaway. Luego pensé en ese corte de cabello que tenía en cuarto de primaria, y lo fatal que se me veía entonces y lo chingón que haré que se me vea ahora. A fuerzas. A lo Frida Kahlo. ¡Porque todos me la pelan!, grité antes de quedarme dormida sollozando otro poco contra aquel sillón que resbalaba las lágrimas por todo el respaldo hasta que se encharcaban en el asiento, cerca de mis nalgas.

Yo creo que para cuando me dieron ganas de orinar se acababan de terminar las interminables canciones de la Vargas que mi papá alguna vez confundió por Vergas, en presencia de algunas hermanas de su mujer, mi madre, en la capital jalisciense. Me sorprendió haber aguantado tantas horas sin tener que ir al baño, porque desde que estaba embarazada tenía que ir a cada ratito. Aunque de mi orinadera y de mi embarazo nadie habría de enterarse nunca. Porque "uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas".

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