viernes, 18 de septiembre de 2015

Carta abierta a Cinépolis

Estimados lectores y trabajadores de Cinépolis, quien esto escribe es una fiel usuaria de sus instalaciones y una leal cliente. Siempre que puedo recomiendo la asistencia a sus salas por encima de las de la competencia, a la que burlonamente llamo Cinerancho, por la deficiencia en el trato al cliente, las instalaciones, la limpieza, las políticas empresariales, la infraestructura y, por englobarlo en una palabra, la administración improvisada y tercermundista que caracteriza a otras cadenas de cines (no me refiero aquí a las salas independientes o universitarias).

Admiro la inteligencia con que han crecido la empresa, con la que se comunican con el cliente y con la que lo seducen. En pocas palabras, respeto ampliamente su dirección y gerencia.

Sin embargo, la razón por la que soy una gran seguidora suya es porque soy una cinéfila apasionada. Me encantan las historias y por lo tanto me enamora el séptimo arte. Y hay algo al respecto en lo que están fallando. Tanto así que ya llegué al límite.

Desgraciadamente ir a sus instalaciones se ha vuelto cada vez menos placentero por una razón primordial: los celulares. Es verdaderamente insólito el descaro con el que los asistentes hacen uso de sus móviles durante la función para consultar su whatsapp, responder mensajes e incluso (¡vaya ironía para la imagen en movimiento!) revisar sus fotografías. También, cómo no, la timbradera constante, por aquí y por allá, con tonos de Alejandro Fernández, Timbiriche y Bach. Y, por supuesto, los cínicos que contestan (los hay sucintos y elocuentes, discretos y gritones), o los enfadosos que dejan el aparato timbrar, o los que reciben no una sino varias llamadas, o a quienes el teléfono les alerta incesantemente que tienen 1, 2, 3, 4 mensajes nuevos en whatsapp.

¡Basta!

Su empresa es de entretenimiento, eso está claro, pero también viven de una expresión artística que requiere de ciertas condiciones para su disfrute. El entretenimiento no está en creer que uno está en la sala de su casa para quitarse los zapatos y ponerle pausa y charlar con el amigo. La gracia del cine reside en gran medida en que es un recinto aislado, sagrado, oscuro y silencioso en que uno abandona la vida de allá afuera para sumergirse en una historia que no es la propia. Pero es un hecho que esto yo no se los tengo que explicar a ustedes. Lo saben. Pero gran parte de su público no lo sabe. Y no hay que darle por su lado, porque son los que pagan las cuentas: eso sería un suicidio a largo plazo, una decisión decadente e indigna para el giro de la empresa. No: hay que formar al público.

Sé que en el Festival de Cine de Morelia corren a gente de sus salas cuando hacen uso indebido de sus teléfonos celulares. Pues bien, traten a todos sus clientes como si fuéramos de la misma calidad y precisáramos la misma rigurosidad que los del renombrado festival, porque lo somos y la precisamos. Cada película es preciada, y cada pantalla móvil encendida y cada timbre son una mentada de madre, dentro o fuera de un festival.

Esta semana he ido tres veces a uno de sus cines (el único en la ciudad donde vivo), dos de ellas al ciclo de cine francés. Y cada vez es lo mismo. Y ya estuvo bueno. Les agradezco todo lo que hacen bien y los halago por ello, pero como fiel clienta permítanme hacerles una crítica constructiva y decirles que esto está muy mal y debe cambiar. Ustedes viven del trabajo de artistas y nosotros pagamos por ver el resultado de esos esfuerzos creativos: demuestren un poquito más de respeto por ambas partes, por favor.

No hay comentarios: