miércoles, 30 de julio de 2014

Su historia en mi cabeza

Yo tenía catorce años de edad cuando mis padres decidieron mudarse a la provincia de Madrid, España, para estudiar un Doctorado. Mi hermana, 10 años y seis meses mayor que yo, vivía en otro Estado de la República y difícilmente podría haberse encargado de mí. Mi hermano, siete años y dos días mayor que yo, vivía en otro Estado de la República y difícilmente podría haberse encargado de mí. Una, por sus estudios universitarios y sus líos amorosos. Otro, por sus "estudios" universitarios y las borracheras con sus amigos. (Aunque a veces me entretengo pensando en lo pintoresca que hubiera resultado mi vida o mi personalidad de haber vivido esos años cruciales en compañía y con la autoridad de cualquiera de mis hermanos.)

Hacía poco había cumplido los quince veranos (porque en mi caso no son primaveras) cuando tomamos un avión en el aeropuerto de Guadalajara que nos llevaría a mis progenitores y a mí al del DF, para posteriormente ser transportados, casi como por obra de magia, durante cerca de 720 largos y extenuantes minutos, a la capital holandesa. Una vez ahí, sufriendo ya los síntomas del Jet lag, entre los que sobresalía una diarrea pertinaz e inoportuna, procedimos a esperar aproximadamente cinco horas, entre siestas mal logradas en el piso o en las bancas, cafés demasiado fuertes y contraproducentes y visitas obsesivas al baño, el vuelo que nos botaría en Madrid, prácticamente vencidos. Una vez allí, con más maletas de las que podría haberse encargado el doble de miembros familiares, nos recibió un frío de enero inaudito en mi vida de seudocosteña mexicana.

Llegamos al hotel, cerca de la Gran Vía (que por cierto creo que se llamaba Madrid) y un capitalino excepcionalmente simpático nos recibió con un "¡Epa! ¡Parece que os estáis mudando!" y una sonrisa inmensa. Mis papás, agotados y entretenidos, contestaron que justamente ésa era la verdad. Yo, avergonzada por portar un abrigo que me pertenecía desde muchos años antes de tener pechos o mi primera menstruación (porque claro, ¿quién que sea seudocosteño renueva con frecuencia los abrigos de su guardarropa? Y además, ¿qué padres que mantienen a dos hijos universitarios fuera de casa y que planean una mudanza a Europa van a priorizar la compra de un abrigo para la adolescente que viene como agregada?) y estupefacta por aquel acento tan extraño, me quedé callada y con cara de consternación, seguramente.

Al día siguiente rompimos el ayuno de la noche con un menú pedorro que dan por llamar "Continental", como si un nombre tan pretencioso fuese a disimular un contenido y una cantidad insignificantes. En fin: ahí comenzó la aventura. Por lo menos, la aventura en geografía madrileña. Búsqueda de un hotel más barato (terminamos en un hostal medio hediondo), investigación en Internet para averiguar qué escuela me convendría más (mi papá conservaba la esperanza de que yo me integrara con los maristas ibéricos; yo quería lo salvaje de lo que creía serían las escuelas públicas), pláticas con agentes de bienes raíces para saber precios de departamentos (pisos, les llaman allá. Como si no hubiera techo o pared. Como si lo importante fuesen la gravedad y el suelo que mantiene todo en un orden aparente.) tanto en Madrid como en poblaciones aledañas, y convenientes e inconvenientes de vivir en cada lugar. Caminatas interminables buscando los mentados pisos, supermercados para hacer compras indispensables para sobrevivir, papelerías, cibercafés, cafés sin ciber, etc, etc, etc.

Una de esas noches de caminata extenuante, pasamos frente a un local que vendía papas (patatas, les llaman allá), seguramente sin chile, pero probablemente con catsup o alguna salsa local y refrescos (¿sodas, gaseosas? ¿Cómo les llamarán allá?). Yo tenía muchas ganas de entrar y quedarme un momento, descansar. Salía un calor muy agradable de ahí adentro y además había un montón de mesas con sillas vacías. Sólo una pareja de jóvenes sentados ahí dentro, comiéndose un plato de papas y un par de bebidas. Mis papás dijeron que no, que estaban cansados, había que continuar, terminar eventualmente, lo más pronto posible, y regresar al hostal con olores por cuyo origen era mejor no preguntar.

En enero de este año se cumplió una década de todo esto que estoy contando. Y aún así, a pesar de que han pasado diez años llenos de hormonas, exámenes y proyectos finales, novios, fiestas, libros, películas, música, teatro, amigos, viajes, sueños, responsabilidades y duelos de todo tipo, nunca he podido olvidar a esa jovencita pareja que comía papas en aquel lugar cálido, casi vacío y casi oscuro en un rincón anónimo de Madrid. Fueron tan absolutamente lejanos a mí que los hice míos. He escrito, corregido, filmado y editado su historia en mi cabeza cientos de veces. ¿Cuáles serán sus nombres, edades, historias, emociones? ¿En qué habrá terminado esa amistad o ese noviazgo? ¿A qué sabían las papas? ¿De qué platicaban? ¿Estarían cansados de tanto caminar por la ciudad, como yo? ¿Quiénes eran sus padres y por qué les permitían estar afuera tan tarde? ¿A dónde fueron saliendo de comer papas? ¿De qué hablaron? ¿Estaban teniendo, mientras yo los miré, una melancólica pero inevitable ruptura amorosa? ¿Ideaban, angustiados, planes para el inesperado embarazo de ella?

Quizás ahora sean personas de treintaytantos años. Profesionistas, obreros, drogadictos, políticos, desempleados, activistas o suicidas. Quizás murió alguno o los dos. Quizás vivan juntos o ya no se hablen. No sé. No me importa. Me bastó ese vistazo de unos segundos para tenerlos siempre conmigo e inventarles su historia y reinventárselas, cada vez que me haga falta, cada vez que me lo demanden.


2 comentarios:

Daribel Marin. dijo...

Muy interesantes tus entradas me han llamado mucho la atención, te invito si gustar a visitar mi blog y plasmar tu opinión http://prisionerademissentimientos.blogspot.com/2014/07/ella-una-chica-rara-como-todos-suelen.html saludos y gracias de antemano.

Anónimo dijo...

qué hermosa historia y qué capacidad narrativa tan extraordinaria posees. por favor, escribe siempre...