martes, 8 de julio de 2014

No oyes ladrar los perros

Hay algo acerca de la historia de "No oyes ladrar los perros" que me parece estremecedor. No sé si se trate sólo de un factor o de varios juntos.

El cuento "No oyes ladrar los perros", que pertenece a El Llano en llamas (1953), de Juan Rulfo, tiene dos personajes principales: Ignacio, malherido, y su padre, que camina con él a cuestas a través del campo mexicano de la década de los 30. No hay carros ni carreteras, no hay alumbrado público, no hay médico en cada pueblo. Así pues, silenciosamente y a oscuras, el padre, cuyo nombre nunca averiguamos (y que en realidad no importa), anda a marchas forzadas con su hijo sentado sobre sus hombros. Un hijo ya mayor, lo suficientemente crecido para vivir como bandido y traer en el cuerpo unas heridas propinadas como consecuencia de su estilo de vida: la venganza o la defensa representadas en machetazos, quizás.

El padre le pide insistentemente al moribundo que le diga si oye algo o si ve algo. Le ruega, le implora que le comunique alguna señal de que se acercan al pueblo donde un doctor los verá. Pero es en vano. Entonces, frente a un hijo que lo aplasta doblemente, tanto con su cuerpo como con su falta de esperanza, el padre reacciona y se desahoga en todo sentido posible.

Ernesto Sabato, en su libro Sobre héroes y tumbas (1961) dice "somos pesimistas (...) porque tenemos grandes reservas de esperanzas y de ilusiones, pues para ser pesimista hay que previamente haber esperado algo" y agrega que "el cínico se aviene a todo y nada le importa". En este pequeño relato de Rulfo se puede apreciar la transformación que el hijo opera sobre el padre y su capacidad de generar o marchitar esperanzas. Notamos el desprecio que el progenitor siente a causa, precisamente, de que su hijo no le es indiferente. Justamente porque querían, él y la madre, que se "criara fuerte" y "fuera el sostén", como dice el autor, lo amargo de la desilusión es mayor.

Y ahora, mientras lo sostiene encima de él hacia su destino (imagen poderosísima, símbolo de una paternidad incondicional, de un apoyo que sin pedir nada a cambio, se encuentra ya exhausto), no espera ya nada de aquel hombre que en su cuerpo lleva su sangre. Siendo su hijo, se ha vuelto un extraño. Y en calidad de desconocido, aunque intenta salvarlo, ya le es indiferente su futuro. Le ha lastimado el alma de tal modo que, ciego y sordo como va (metáfora también llena de fuerza), sólo busca llegar, no porque en realidad le importe sino porque es lo que corresponde.

En esta historia, que es perfectamente vigente, no es desgarrador sólo el reclamo que hace el padre al hijo por escoger una vida que implica ingratitud, "mortificaciones", como dice el texto. Es también trágico el reproche último por haberlo desprovisto de la energía mínima indispensable para seguir en el camino, física y espiritualmente. No sólo se vio forzado a caminar aquella noche tensa con un cuerpo adulto sobre su espalda sino a hacerlo en contra del desánimo que habitaba este cuerpo. No sólo enfrentó las dificultades que se presentan en la vida de cualquier padre sino que fue padre en contra de la voluntad del hijo. Como un padre huérfano de su vástago, abandonado y rechazado por éste.

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