domingo, 29 de agosto de 2010

Se le informa a los pasajeros que viajan con Mexicana que sus vuelos han sido suspendidos indefinidamente

Después de seis horas, ya se había pasado el ímpetu de la rabia. La sala de espera tenía un aspecto desolado. Murmullos aquí y allá. La gente ni siquiera caminaba, todos estaban acostados, sentados: derrumbados. Algunos dormían, otros lloraban, otros más tenían la mirada vacía, viendo quizás el paisaje del lugar al que se dirigían. Yo era de esos. Prefería abstraerme de lo que pasaba alrededor. De lo que no pasaba.

-¿Y usted a dónde viajaba, señor?

Me llegó la voz dulce y delgada de una jovencita. Yo iba en barco, con el aire en la cara y el cuerpo de Lucía a mi lado, caliente bajo los rayos del sol, cuando de pronto volví a esas cuatro paredes grises atestada de gente más que gris, ennegrecida.

-A España.

-Ay, qué padre. ¿Era viaje de negocios?

Cuando le dieron la beca, festejé feliz junto con ella. ¿Cómo arruinarle, por puro egoísmo, ese momento por el que tanto había estado peleando y sufriendo los últimos meses? Desvelos, búsqueda de documentos, entrevistas. Sólo la última noche, la noche antes de que tomara el vuelo hacia Madrid, le pedí Lucía, no te vayas por favor. Acomodó una toalla en la maleta y se giró a verme. Me miró triste y después sonrió, condescendiente. Volvió a sus cosas.

-No. –Me quedé callado un rato y me pareció una grosería. La chica sólo estaba tratando de ser simpática, de estar un poco menos sola.- ¿Y tú a dónde ibas?

-¿Yo? A Estados Unidos. Era mi regalo de quince años.

Sentí una profunda pena de saber que el regalo de un acontecimiento tan importante estaba caducando en una terminal aérea paralizada. Pensé en guardar silencio, pero creí que acentuaría la desgracia.

-¿A qué parte de Estados Unidos ibas a ir?

-A Disneylandia.

Sólo hasta ese momento distinguí un acento peculiar.

-¿Y desde dónde vienes?

-Yo soy de Xalapa, Veracruz, y aquí en el DF nomás iba a transbordar. Mis tíos me iban a recoger en Los Ángeles.

Nos sumimos en el silencio de nuevo. Ella estaría irritada porque sus shorts y camisetas de tirantes se morían de aburrimiento dentro de la maleta, igual que ella, encerrada en ese campamento de migrantes en que se había convertido el aeropuerto. Yo volví a Grecia, al olor a sal que tendría el viento, el sol dorado, las ruinas clásicas, las calles adoquinadas y los edificios pintados color esperanza. Me imaginé a Lucía con su pashmina café, que usaba mucho en otoño porque le gustaba pensar que era una hoja muerta caída de un árbol. Muerta. El viaje estaba programado para octubre y ahora Lucía ya no iría. Me pregunto si a ella la muerte le contestaría lo mismo que a mí me dijo la señorita del escritorio. “Se cancela el viaje por causas de fuerza mayor”.

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