Por la ventana se ven varias poblaciones, algunas muy pequeñas con la mayoría de las casas con techos (y a veces paredes) de lámina; otras más grandes, con casas de dos pisos y una capa de pintura reciente.
Mi mamá y yo vemos varios campos de pastoreo donde muchas vacas que se ven sanas corren, comen y se echan a descansar en grupo a la sombra de los árboles. A veces se asoman algunos caballos.
Vemos también que aún hay muchas obras que están en proceso, en las inmediaciones de las vías del tren. Hay muchos hombres (vi sólo a una mujer) en la zona de trabajos, algunos vestidos de civil y otros con uniforme de la Guardia Nacional.
En casi todos los sitios que hemos visitado, miembros sumamente amables de la Guardia Nacional nos han saludado, recibido, orientado, informado y hasta fotografiado. Hombres y mujeres, muchos de los cuales tienen rasgos faciales que revelan sus orígenes indígenas.
Mi mamá preguntó a distintas personas, en distintos puntos del recorrido, sobre la satisfacción con respecto al tren maya, y también sobre las fuentes de empleo. Invariablemente la gente respondía contenta, diciendo que las nuevas empresas de la Sedena (Secretaría de Defensa Nacional) pagaban considerablemente más que la iniciativa privada ("y además del salario nos dan vales de despensa y de transporte; ganamos casi lo mismo que los maestros", nos dijo una empleada del Hotel Mundo Maya Palenque), que había llegado mucho turismo y con él una mayor derrama económica, y que había más opciones laborales y hasta educativas (el Instituto Politécnico Nacional acaba de inaugurar un campus en Palenque, Chiapas). Sospecho que muchos integrantes de la Guardia Nacional se han incorporado por el acceso que les brinda a educación superior y a una fuente digna de ingresos.
En este viaje visitamos Yucatán, Campeche y Chiapas (atravesamos brevemente Tabasco, montadas sobre el tren) y observé dos cosas que unen a los tres estados: por una parte, la inmensa y excepcional amabilidad de la gente, que incluso dejan lo que están haciendo por ayudar a un desconocido; y el hecho de que tanto en Mérida, como en Campeche y Palenque había una escultura, en un parque o glorieta de importancia, dedicada no sólo a la maternidad sino a la lactancia materna. Figuras esculpidas en blanco, donde una mujer sentada se saca la chichi para ofrecerla a su bebé, que descansa en sus brazos.
Tanto la riqueza natural (¡la exuberancia de la flora selvática!), como la cultural (en especial la gastronómica: qué suculenta es la comida del sureste) me conmovieron casi hasta las lágrimas en repetidas ocasiones. En el cenote yucateco donde escuché el espíritu de Dios; encima del Palacio en las ruinas de Palenque, donde recordé con asombro la sofisticación y los avances de la cultura maya; montada sobre el tren, donde atestigüé el impacto positivo para los pobladores de la zona de este nuevo medio de transporte; recorriendo las calles coloniales y su contraste entre esplendor y decadencia; en el Hotel Mundo Maya, hermosísimo en sus instalaciones y paisajes; pero sobre todo mirar a mi mamá, a lo largo de la aventura: saber que su generosidad nos trajo hasta acá, no saber si habrá de repetirse, compartir risas y recuerdos, y saber a ciencia cierta que estas experiencias y anécdotas nos van a acompañar a las dos hasta el fin de nuestros días, que espero que queden aún muy lejos. Gracias a la vida, como contesta mi mamá cuando yo le quiero agradecer a ella, citando, según cuenta ella, a su suegra, mi abuela paterna.
La construcción del tren maya y de los hoteles Mundo Maya es en sí misma histórica, y recorrer, aunque sea sólo un tramito, se intuye importante y trascendental. Pienso en la vida prehispánica, en los tiempos de la Colonia, en los años del porfiriato (años de esplendor para Mérida), en mi papá, mis abuelos y todos mis ancestros y me doy cuenta que quiénes decidimos ser y cómo escogemos actuar es hacer historia. Un día ya no tendré a mi mamá pero contaré con muchas historias, suyas y de quienes vinieron antes que ella, para transmitirles a mis hijas y nietos, y espero yo también poder estar a la altura del legado que quisiera dejarle a mi descendencia. Por lo pronto, dejo constancia en este texto, un mensaje dentro de una botella que quizá alguien pescará en el mar del futuro. Mientras termino este texto miro por la ventana y veo a un señor, caminando por una calle de tierra próxima a la estación de Escárcega, que saluda al tren con sus dos brazos extendidos hacia el cielo. Qué júbilo. ¡Que viva el tren maya!
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