Pasan unos minutos y empiezan a abordar el tren un grupo de personas de la tercera edad, extasiados de estar jubilados (asumo) y juntos, en una nueva aventura en la península Maya. Se carcajean, se comunican a gritos, se hacen bromas burlonas. Inmediatamente dejo de compartir con ellos el gusto de que estén vivos. Los quiero matar, o por lo menos sustraerles las cuerdas vocales.
A mi lado viaja una pareja joven de extranjeros. Parecen de Europa del Este. Toman asiento y acto seguido extraen de sus mochilas libros gruesos que leen en calma y tranquilidad. Guau, mis almas gemelas, aunque yo no leo ni un segundo del trayecto y más bien juego solitario en mi teléfono, como poseída, mientras ignoro la app de Kindle donde tengo tesoros que me esperan con telarañas virtuales.
En algún momento viajo hacia la sección del vagón donde está la cafetería. Me topo de frente con el grupo alebrestado de gente que continúa comunicándose a alaridos y que entorpecen el flujo de quienes queremos ordenar una cervecita, un cafecito o una torta de cochinita pibil. Maldita sea. No logran decidirse entre tamales o sándwiches, se burlan del cajero que les pregunta si quieren su Coca Cola light, se quejan de los precios. Sobrevivo la experiencia a base de inhalaciones profundas e insultos que se reproducen sin parar en mi mente.
En la estación de Escárcega se baja la pareja extranjera, con sus modales europeos, y son sustituídos por otra pareja, menos joven y muy mexicana. Sin ninguna contemplación, deciden obsequiarnos al resto de los pasajeros su lista de reproducción de Spotify. Me lleva el diablo. Odio a la humanidad. Recuerdo por qué no me gusta salir de mi casa. Pero acto seguido recuerdo que mi mamá está pagando el viaje y entonces me pongo en modo Virgencita Gracias. Además sale una canción de Zoé, de las viejitas, y la canto en silencio y perdono a medias a esta nueva pareja que en vez de leer se la pasan besándose todo el camino. Besos sonoros. Besos babosos. Esta parejita me está haciendo odiar los besos. Nunca más voy a besar a nadie en mi vida, declaro en mi mente, hasta que recuerdo que estoy casada y se me pasa.
Vuelvo nuevamente al vagón de la cafetería y ahora me pido cafés para acompañar las galletas que mi mamá compró quién sabe cuándo y han recorrido toda la península junto con nosotras, además de unas Oreo que nos regaló el anfitrión del Airbnb en Campeche y que no podía despreciar, del modo en que sí desprecio al resto de pasajeros del tren. Me da un acceso sosegado y silencioso de ira y odio a toda la humanidad y me reconozco misántropa y de repente mi mamá me enseña una foto y nos reímos juntas.
El tren se queda parado durante muchos minutos en la estación de Candelaria, y después de varias canciones tediosas en español (pensemos en Arjona) que salen del teléfono de los mexicanos besucones, de pronto se reproduce una canción de Joaquín Sabina. Hold my beer. ¡Me encanta Sabina! Empiezo a cantar de memoria todos los versos cuando, de golpe, me doy cuenta que mi adorado poeta ibérico es en realidad un macho tóxico. La canción es, en efecto, sumamente metafórica e incluso bella, pero básicamente lo que le está diciendo a la mujer a la que se la dedica es "cojamos pero no me fastidies con la cotidianeidad y la rutina". ¡Ah qué la chingada! Cero responsabilidad afectiva para este bohemio español. Muy a pesar de mí misma, decreto que me sigue fascinando, que me recuerda a mi hermano (a quien amo con locura) y a mi vida en el país de don Quijote de la Mancha, hace dos décadas.
Estamos a menos de una hora de nuestro destino, Palenque, y siento una cosa rara entre la garganta y el estómago que se parece a la náusea. Puede ser el resultado de una cerveza seguida de un americano, pero perfectamente pueden ser también los besos de los vecinos que se me atoraron en el buche. ¡Que viva el tren maya!