miércoles, 8 de febrero de 2023

Lactancia y otras pasiones

Hoy es el primer día que me levanto a las seis de la mañana a hacer yoga. Así está escrito en mis propósitos de año nuevo, pero por cuestiones logísticas y de crianza no lo había podido hacer antes. 

Mi hija la menor ha estado atravesando una serie de cambios muy importantes en su pequeña vida, como pasar de tener mi pecho disponible todo el día y toda la noche a una vez en la mañana, y pasar de dormir en nuestra cama (de mi marido y mía) a la suya, aunque sigue dentro de nuestra habitación. 

Todo esto ha hecho que duerma inquieta, porque quiere sentir mi cuerpo y mi calor (suena hermoso, pero ella patea y también se cayó dos veces de la cama) y también ha provocado que se despierte muy temprano, porque tiene la motivación del pecho. Después de muchas conversaciones (y algunos regaños, porque sí, pierdo la paciencia), ha entendido que por el bien de todas las involucradas necesita dormir, primero que nada, y en segundo lugar, hacerlo en su propia cama. Y en tercer lugar, que sólo puede haber chichi cuando salga el sol y no antes. Esto implicó acompañar sus llantos varias veces a las cinco y seis de la madrugada, cuando todo estaba oscuro y en silencio, porque ceder ante lo que quería en pos de no escucharla llorar significaba prolongar lo inevitable, y además posponer mis sesiones de yoga a las seis de la mañana. 

Tardó un mes en materializarse mi deseo. En realidad, bien visto, es muy poco. Sobre todo si consideramos que implicó transiciones profundas en la vida de una criatura de dos años que está semi domesticada, semi salvaje. 

Fuera de broma, ya me urgía empezar a tener espacios para mí sola. El yoga, la sesión de escritura que estoy improvisando ahora, en lo que espero que despierte la niña, salir con amigas en la noche a tomarnos unas copas. En un mes y medio voy a hacer un pequeño viaje sola, y en poco menos de seis meses nos vamos juntos, solos, mi esposo y yo a celebrar nuestro décimo aniversario de matrimonio. Qué ilusión me hace. 

Y aunque ya estoy lista para pasar a otra etapa, siento que es mi deber dejar constancia de la experiencia tan profunda que ha sido lactar. Dar la teta ha sido sanador. Tengo una malformación en mis pechos y toda la vida, hasta que fui mamá, me acomplejaron y eran motivo de vergüenza. Cuando se convirtieron en alimento y en refugio, en fuente de vida literal y figurativamente, mi relación con ellos cambió. Ahora hay más gratitud, más reverencia, más amor y más respeto. 

También fue increíblemente práctico. Dormir con mis hijas y ofrecerles el pecho a libre demanda en las noches sin tener que levantarme o escucharlas llorar desde otra habitación me permitió descansar más, con todo lo que el descanso genera: tener más paciencia, más inteligencia para encontrar soluciones, estar más sana, tener más energía para todos los retos del día. Y también fue sumamente reconfortante para las niñas descansar a un lado de su mamá, con mi calor y olor corporal y el latido de mi pecho, que tan bien conocían ya desde que vivían en mi vientre.

Fue también una prueba de mi voluntad, mi resiliencia y mi tolerancia al dolor. Con mi primera hija, mi primera lactancia, el proceso al principio, las primeras tres semanas después de parir, fue pesadillesco. Los pezones despedazados, literalmente. Y la bebé con necesidad de mamar cada hora, o menos. Y cada vez que se pegaba a mí era un dolor que me hacía delirar. Mi esposo se asustaba y me decía que le diéramos fórmula, y aunque en cierto momento sí se la dimos, mezclada con la leche que una asesora de lactancia en otra ciudad del país me recomendó por WhatsApp que me siguiera sacando con extractor (otro dolor terrible con resultados ineficaces). Estuve simultáneamente estimulando la producción de leche y tratando de reparar mis mamas, hasta que el día 21, el día que mi hija cumplió tres semanas de vida, llegó a mi domicilio una asesora fantástica y con mucha atención y detalle me observó y me hizo preguntas y al final me dio unas sugerencias que fueron la clave del éxito de esa primera lactancia.

Como dato curioso, durante esas primeras tres semanas de maternidad infernal, cada vez que tenía que extraerme leche, lo hacía en el baño de nuestra habitación, con mi esposo a un lado asistiendo en lo que necesitara, y para ayudar a relajar mi sistema nervioso y poder atravesar esos dolores mortales, me ponía a cantar algunas de las canciones católicas que me enseñaron en mi infancia, en la escuela marista a la que asistía. Quién iba a pensar que de algo iban a servir las misas a las que nos obligaban a ir y las melodías que también nos obligaban a entonar.

Señor
me has mirado a los ojos
sonriendo, has dicho mi nombre
en la arena
he dejado mi barca
junto a ti
buscaré otro mar.

Cantaba, extraía leche de mis senos y por mi cara rodaban las lágrimas. 

Considero importante agregar que también fui capaz de lograrlo a causa de mis circunstancias socioeconómicas. Yo no tenía un empleo que me demandara atención ni tiempo, y además de eso, tres veces a la semana venía a nuestra casa la secretaria doméstica, que se encargaba de mantener la casa, la ropa y los trastes limpios y en orden. Qué privilegio. El costo de tener la calma, el espacio, el tiempo, la disposición y el conocimiento para lactar. Y una pensaría que es algo tan sin esfuerzo, que viene incluido en el paquete de ser mamífera.

Otra ventaja inesperada de lograr amamantar fue el orgullo que sentí de poder nutrir a mi propia cría con mi cuerpo, el infinito y potente lazo de amor que se crea y se siente en los primeros meses o años de la lactancia. La agencia como madre que da el saber que la teta los puede proteger y aliviar del miedo, del dolor, del cansancio. 

Sin embargo, después de casi 7 años consecutivos de amamantar, con un descanso en el medio de un año, estoy muy lista para parar. Necesito recuperar mi cuerpo. Necesito más independencia de mi hija menor. Ya no tengo el ánimo o la disposición para abandonarme y entregarme de lleno a esa actividad que requiere tanta quietud, tanto compromiso. Al contrario, mi espíritu me exige que genere vida y amor de otros modos ya.

Tuve que quitarle a mi hija el pecho por las noches y esclarecerle a lo largo de varios días que sólo podía pedir chichi ya que la habitación tuviera luz del sol. Este largo y más o menos desagradable proceso tuvo que pasar para poder despertarme a las seis sin el temor de que ella se despertara también, y con la energía de haber dormido bien durante la noche y sin haberme tenido que despertar a amamantar cuatro o cinco veces. 

Me siento más grande, más sana, más fuerte y más viva cuando tengo mis propios espacios. Tetas, lactancia, hijas, vida: ¡gracias! Es momento de pasar la página. Son las seis de la mañana y hay que despertarse a hacer yoga y escribir.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encantó. El cuerpo en la maternidad reclama la oportunidad de entregarse enterito a la tarea; sí, que privilegio es poder gozar y dejarse llevar por este instinto que nace pero necesita de tanto apoyo para poderse desarrollar.
Y es el mismo cuerpo el que reclama volver a ser propio y tener su espacio; también es una fortuna poder reconocer/vivir ese duelo de separarse y reconstruirse.

Zaira dijo...

Hola Sara!! Que gusto leerte!!!!
Gracias por compartir, me identifico con tu necesidad de libertad; justo en éste momento mi hijo (de siete meses) está en la chichita...
Te mando un fuerte abrazo

Sara Mandarina dijo...

Qué lindo leer esto!! Gracias por escribirme Zaira. Tu bebecito en tu pecho, qué cosa tan adorable, y demandante. Te mando un abrazo lleno de solidaridad y empatía

Sara Mandarina dijo...

Tal cual. Gracias por escribirme esto 💛🙏