lunes, 4 de julio de 2016

Clases de mecanografía

Qué maravillosos los años setenta en México. La muchachiza que sale de sus pueblos o rancherías natales para irse a alguna capital de la geografía nacional, a estudiar en una de las recién inauguradas Universidades del Estado, hermosa herencia de los movimientos estudiantiles de finales de los sesenta. Gratis, abiertas a quien fuera que estuviera interesado en superarse: estudiar una carrera, y al salir, conseguir un trabajo decente. Vida de Godínez, le apodan burlonamente en la actualidad a ese estilo de vida, que ya quisieran los miles de ninis del país, que ya no conocieron los frutos de una industria nacional sólida. Y parecía que no importaba qué estudiara uno, siempre conseguía trabajo. Y entre esas maravillosas ocupaciones, para el sector femenino destacaba la de secretaria. Había escuela de secretarias. Se tenía que estudiar para poder convertirse en una que fuera hábil y eficiente.

Ah, las secretarias... Labor controversial, casi ambigua. Son amadas por unos, odiadas por otros. Hay secretarias glamurosas y otras tiradas al traste; algunas poderosas y otras meras achichincles; destructoras de hogares o discretas cómplices; algunas hacen las veces de amantes, de madres, de abuelas, o todos los anteriores.

Yo no sé qué tipo de secretaria hubiera sido, pero ciertamente me sentía calificada para convertirme en una más del clan gracias a las clases de mecanografía que obligatoriamente cursé de los 12 a los 14 años en la secundaria en la que estudié. Desconozco si fue una brillante idea de los directivos de ese colegio snob y rancherón al que asistí, o si formaba parte del plan de estudios de la Secretaría de Educación Pública. Como quiera que sea, esas clases fueron toda una experiencia.

Hay que comenzar por decir que eran absolutamente odiosas. La profesora era, precisamente, secretaria de la institución. Parecía bruja, aunque no sabría decir por qué... Quizás porque siempre tenía un gesto de amargura y desprecio en la cara, estaba constantemente malhumorada y gritaba, se desesperaba; en fin: nos detestaba a nosotros y a las clases que impartía. Todos en esa aula hubiéramos preferido estar en otro lado. Ahora que lo pienso, a la pobre le ha de haber caído la noticia de que se iba a convertir e profesora de mecanografía como balde de agua fría. O como balde de caca, mejor.

De seguro el director dijo "hay que poner a los muchachos de secundaria a aprender mecanografía porque la era de la tecnología se viene sin freno" (muy acertado de su parte) y el interlocutor (¿un profesor?, ¿un padre de familia?, ¿su amante secreta -el director era un sacerdote marista y había jurado celibato?) le contestaría "¡tremenda idea, Padre!, pero no tenemos presupuesto para contratar a una secretaria de buen ver, buena familia y buenos valores", a lo que la máxima autoridad hubiera respondido "que las lecciones las dé Cuquita, quialcabo que nomás es secretaria, ¿cuánto trabajo puede tener? (evidentemente el director del colegio era de esos que creen que dichas señoras y señoritas ocupan un puesto inferior)". Y sopas, de un instante a otro Cuquita pasó de un lado del escritorio al otro y se vio enfrentada a una horda de adolescentes irreverentes y hormonales. Pobre mujer, la Cuquita. Cuca. Refugio. Probablemente María del Refugio. Quizás Refugio de la Natividad. A lo mejor Refugio Guadalupe. O un nombre ridículo e hiperbólico como Refugio de la Soledad, Refugio de la Agonía, o Refugio de la Luz. Quién sabe.

No recuerdo cuántas veces a la semana teníamos esa materia, pero sí me acuerdo con precisión que dos o tres días iba cargando de mi casa a la escuela y viceversa con la máquina de escribir, maravilloso invento decimonónico y emblema del oficio de escritor. Si la computadora portátil no hubiera sido inventada, los freelance de hoy se verían como mis compañeros y yo hace quince años en los fregados días de clase con Cuquita. Por supuesto, no faltaba los zopencos que olvidaban, perdían o descomponían la suya.

Todos en la clase teníamos un manual que indicaba ejercicios e indicaciones para ejecutarlos, y aprender así a escribir sobre el teclado con gran velocidad, uso de los diez dedos de las manos e independencia del sentido de la vista. Había exámenes de vez en cuando. Reprobadera masiva. Yo era de las pocas que aprobaba siempre. Producto de mi excelsa inteligencia, por supuesto, pero sobre todo del terror que despertaba en mí la maltrecha e improvisada profesora Cuquita (en aquellos años no les llamábamos Miss a las docentes, como en estos patanatas tiempos). Para dichos exámenes, la mujer nos tapaba los teclados con el mentado manual, el que le pertenecía a ella y que estaba maltratado y amarillento por los años (entonces, ¿tenía ya muchos años de ser profesora de mecanografía?, ¿o por qué la antigüedad de esos papeles?).

Hubiera examen o no, el momento de la clase de mecanografía era como de relajo y relajación. A todos nos importaba poco, nos parecía que podíamos, como jauría, ponerle fin a la autoridad que a medias nos imponía Cuquita. Era la ocasión perfecta para platicar, para ligar, para descansar, para no hacer nada. Para ser, en pocas palabras, adolescentes irreverentes y hormonales. O, simplemente, adolescentes, pues.

Yo no sé si todas las personas con las que fui a la secundaria tienen la habilidad y destreza de escribir como una secretaria preparada e indispensable. Yo no las tengo, y he perdido mucha fluidez sobre el teclado con el paso de los años, pero a pesar de las lagunas mentales, todavía escribo con bastante rapidez y con el uso de todos mis dedos. Gracias a Cuquita y al manual, me siento muy cómoda burlándome de mi marido y de mi madre, que depositan toda su voluntad escribana en sus dos dedos índice. También sé que al teclear, a veces fantaseo que soy una pianista de manos finas y precisas. Y también sé que escribí todo este ensayo sólo con los cinco dedos de mi mano derecha, porque me he convertido en la secretaria de mi hija recién nacida, y con la mano izquierda me veo obligada a cargarla y darle de comer.  

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