viernes, 14 de octubre de 2016

Sara, ¿qué (te) está pasando?

Ayer iba manejando por la ciudad y Emilia iba conmigo, en su silla fabricada para la seguridad de los bebés, en el asiento de atrás. Iba llorando como si fuera víctima de tortura. Un llanto desgarrador. Y yo tenía que llegar a mi destino. No me podía detener a consolarla, no la podía abrazar. Las canciones eran insuficientes, lo mismo que los ladridos que a veces la consuelan, o los silbidos, o los aplausos. Nada la calmaba. Y entonces la quise matar. O abandonar, por lo menos. Quise ahogar su grito y entonces subí el volumen de la música. Estábamos escuchando al mismo cantautor que oíamos el día antes cuando se quedó dormida en ese mismo asientito. Al principio pedí por un milagro. El de que se volviera a calmar con la voz de ese joven y las notas de su guitarra. Pero cuando me di cuenta que no iba a suceder, simplemente subí el volumen del audio. Hasta que Emilia quedara perdida. Pero ella entonces lloró más fuerte y su instinto de supervivencia marcó la pauta para que su grita fuera más estridente que el ruido del contexto, y de esa forma conseguir la atención de su madre. Y una parte de mí la odió. Por escandalosa, por irracional, por impaciente, por exigente, por estresante. A una parte de mí le daban ganas de bajarse del coche, sacarla del asiento simplemente para zangolotearla y gritarle ¡POR QUÉ NO TE CALLAS! Pero no lo hice. Me abrumó la culpa. ¿Cómo es posible que la dejes llorar? Le va a hacer daño. Pobrecita, lo único que quiere es dormir. Y entonces respondió la otra Sara ¡PERO YO TENGO UNA VIDA, ENTIENDES! ¡YO NO PUEDO ESTAR A SU MERCED! ¡NECESITA ADAPTARSE A SU ENTORNO! Y entonces, sumida en una tristeza profunda, me contestó la otra, la Sara misericordiosa: los adultos con sus locuras y son los niños los que salen perdiendo. Y entonces odié a esa Sara también.

Desde que soy mamá odio muchísimo. Siento una furia y una rabia frecuentes, explosivas, abrumantes. A veces por cosas que parecen nimias. Y por un momento me baño de esa ira, la disfruto, luego me asusta. Se la adjudico a las hormonas y entonces me siento visceral y fuera de control. Nunca antes me había considerado a mí misma como una mujer hormonal. No tenía yo nunca el Síndrome Pre Menstrual, ni cólicos, ni depresiones ni enojos. Es más: creo que se me elevaba la libido y me sentí eufórica y con más energía. En general, me consideraba una tipa paciente y con buena onda. Ahora no. Para nada. Estoy resentida, amargada y todo me lo tomo personal. Constantemente siento deseos de gritar como un animal que busca liberar adrenalina y testosterona. Un mamífero que quiere destrozar al enemigo, ahuyentar a los depredadores, derrotar a sus congéneres y quedarse con el macho o la hembra.

Y también, de vez en vez, me llegan unas tristezas hondas. Me siento muy necesitada de la compañía y el amor de mi esposo. Lo agobio. No quiero que me deje sola. Me siento perdida. Necesito aliento. No consigo dármelo a mí misma. Estoy gorda. No escribo tanto y tan bien como quisiera. No puedo hacer nada. NO PUEDO HACER NADA. El día entero se me va en alimentar con mi cuerpo al cuerpo de mi bebé, en cambiarle el pañal, en jugar con ella y estimularla, en cantarle, en tenerla en brazos porque se rehúsa a sentirse cómoda en la carriola o el portabebé. Y no me puedo bañar ni desayunar ni comer ni cenar. Ni manejar ni salir con amigas. Lo único que consigo cada semana, tres veces, es escaparme a yoga y simultáneamente apapachar mi cuerpo y despreciarlo, por grande y rígido y débil. Pero es una hora y media siendo mujer y no sólo madre. Entonces como decía, no hago nada. Y me siento tristísima. El mundo se me reduce al tamaño de la habitación matrimonial. Todos mis sueños se ven súbitamente aplastados por un elefante que es al mismo tiempo inconmensurable y diminuto y se llama Emilia y sólo duerme siestas si siente mi cuerpo junto al suyo. Siento que nunca más en la vida podré hacer nada. Y todo pierde sentido.

Y en los mínimos tiempos “libres” que tengo, trato de hacer contacto con el mundo exterior a través de las redes sociales. Y me entero de que la sociedad mexicana está en crisis, con su violencia, su pobreza, su machismo, su intolerancia. Y quedo destrozada. Me convierto en una suerte de zombie emocional. Pierdo toda capacidad cognitiva y de esperanza. Emilia será víctima de bullying, o de acoso sexual, o de violación. Michael y yo tendremos que irnos del país porque se volverá imposible vivir aquí. La pobreza nos alcanzará. La violencia. El narcotráfico y sus depredadores. Algún día “desaparecerá” alguien muy, demasiado, cercano a nosotros. O me secuestrarán a mí. Y moriré sola, sumida en un llanto histérico porque me están quemando viva o me están desmembrando o me están desollando o me está violando un grupo de hombres. Y no volveré a ver los ojos redondos y azules de Emilia, o a escuchar su risa. No podré oler a mi esposo ni refugiarme en sus brazos. Y cuando pienso en eso nada tiene sentido. ¡NADA! ¿Para qué tener más hijos?, ¿para qué ser escritora?, ¿para qué explorar en el mundo de la moda?, ¿para qué hacer un doctorado? Es más, si así le sigo, ni siquiera voy a poder ser profesora o profesional de la cultura o escritora. Voy a tener que dedicarme a vender perfumes baratos o Herbalife.

Tener hijos es una inmensa estupidez. Es un acto casi suicida. Es un error en la naturaleza y su sabiduría reproductiva. Es cansancio, obligaciones y responsabilidades todo el tiempo y en detrimento de relajación y diversión. Es desvelos, preocupación, nervios. Es dolor en las lumbares y en el corazón. Es impuntualidad, impracticidad, hemorragia monetaria. Es esclavitud. Y es, también, darte cuenta que el tamaño y la capacidad de tu corazón no eran nada antes de tu criatura. Es propósito y fuerza. Es alegría y ternura. Es generosidad a manos llenas y por tanto, de un modo retorcido y absolutamente incomprensible, es felicidad.