jueves, 30 de abril de 2015

Despertar de la siesta

Hoy tomé una siesta. Y desperté de ella con el sonido de la alarma despertadora que emite el teléfono celular de mi marido. Me crispa los nervios, ese ruido. La breve pieza digital está diseñada para resultar agradable: tiene un ritmo melodioso, una cadencia alegre y suave, como un picnic en una tarde de otoño. Sin embargo, cuando hace pedazos mi descanso y me devuelve al mundo de los despiertos, me parece el más irritante sonido ideado por el hombre. Entiendo entonces que la intención de volver ese timbre algo relajante esconde en realidad una hipocresía macabra: sacudir a un individuo del placentero universo horizontal para arrojarlo, con falsa amabilidad, al infierno de la productividad. "Te tienes que despertar, como quiera que sea, pero para que no desarrolles resentimiento, te vamos a componer algo lindo", me imagino pensando a los grandes empresarios en colaboración con algunos trabajadores esclavizados pero ricos de la industria de la telefonía móvil. 

Lo más detestable, sin embargo, son los sesenta segundos que dura la señal. Nunca, o casi nunca, me pongo de pie para apagarla inmediatamente. Es como mi modesta forma de rebeldía, de resistencia civil pacífica. La verdad es que la cama me ofrece un catálogo de placeres más extenso e irresistible que el baño, la cocina o la computadora, mis espacios cotidianos. Pero el clímax de la insoportabilidad de la alarma es al mismo tiempo su fin: el rugido meloso que sale de la pequeña bocina se corta súbitamente, como si a la mitad de ese picnic de otoño cayéramos en coma. Es decir, no sólo es la molestia de que han cortado nuestro(s) sueño(s) con un convivio al que no queríamos asistir, sino que encima de todo la fiesta se corta apenas al iniciar. Y quedamos huérfanos de todo: de reposo, de fiesta, de enojo, de resistencia. No queda más que un cuerpo recostado, lleno de frustración, en una habitación silenciosa que pronto habrá de abandonar para dedicarse a algo que está lejos de ser delicioso como una siesta, estimulante como una francachela o heroico, como una sedición. 

miércoles, 29 de abril de 2015

Una bolsa en una calle una noche

Siempre me ha parecido fascinante el universo del camión recolector de la basura. He escrito anteriormente en este blog al respecto (clic aquí para leerlo). Me intrigan los sujetos que viajan en él y cuyo trabajo consiste en relacionarse con los desechos de una ciudad, al recogerlos de las zonas habitaciones para llevarlos a sitios marginados, discretos, alejados. Me intrigan sus horarios, sus métodos, su tecnología, sus rutas, su origen y su destino.

La verdad es que, bien pensado, quienes recogen la basura de las casas y de las calles son un pilar esencial de la civilización moderna. Si no existieran, viviríamos en la barbarie de malos olores, enfermedades, infecciones, plagas... Un panorama medieval. Y sin embargo, la relación que tenemos con la basura, su recolección y sus recolectores suele ser negativa. Está marcada por el conflicto y la insatisfacción: pensamos en las huelgas, en los vecinos indiferentes que rompen las reglas y dejan su porquería en el lugar, el día o la hora incorrectos.

A mí me llama mucho la atención que las mañanas de los miércoles, viernes y domingos, las calles amanecen descompuestas, con restos de basura aquí y allá, o con los contenedores cilíndricos de plástico vencidos sobre sus costados, tumbados, sobreponiéndose al susto de la noche anterior. Y al mismo tiempo me percato de que las calles están habitables, casi primermundistas, noto que el camión recolector de basura y sus cómplices han hecho su trabajo con prisa, con descuido.

Hoy por la mañana, en una calle próxima a la nuestra, había una bolsa blanca de supermercado, abandonada a su suerte en el centro de la vía y con sus entrañas dispersas por aquí y por allá. ¿Cómo es que terminó aquí? ¿Cómo es que nadie lo notó o a nadie le importó? Para quienes vivimos aquí, es prácticamente una ofensa. ¿Cómo es posible que la calle esté inmunda? ¿Que los perros vengan a comerse lo que puedan? ¿Que nadie haga nada? Pero, para quienes viajan en el camión de la basura, ¿qué representará dejar atrás una bolsa en una calle una noche? Probablemente nada. Un error. Una imperfección normal. Lo mismo que derribar los tambos en que la gente acumula sus desperdicios: el efecto de tratar de conseguir eficiencia; bajas colaterales.

martes, 28 de abril de 2015

Emociones fantasma

"Y el hijo se le murió antes que ella..." me comentó mi mamá hoy durante la cena, a propósito de la conversación que teníamos sobre María Félix. Mientras nos engullíamos la baguette con queso provolone ahumano, jamón ibérico y dip de aceitunas, salió la voz de Silvia Basurto, vocalista de La Boquita, en un tributo que le hicieron a Agustín Lara, cantando "Piensa en mí". Le pregunté a mi mamá que si esa canción se la había dedicado también a la diva de Sonora, y me contestó que no sabía. Me dijo que había tenido un montón de maridos (tres, según Wikipedia) y un solo hijo, de apellido Álvarez (aunque, según corroboro en Internet, ninguno de sus cónyuges llevaba ese apellido). Y entonces me soltó esa frase que cayó en mi cabeza como roca fluorescente.

De pronto, a la distancia, con María Félix ya muerta y engrosando las páginas de la historia de México y de la cinematografía, pareciera que todo es un sueño. Las cosas adquieren una calidad etérea, difícil de aprehender. Lo primero que pensé al escuchar esa noticia fue angustia por la madre. El dolor terrible de perder un hijo. Y lo segundo que se me ocurrió es que ese sufrimiento materno ya se había desvanecido en el pretérito. No sólo ya no estaba presente la agonía del hijo, que según mi madre murió tal vez por cáncer, sino tampoco la de sus seres amados que gozaron y lloraron con él y a causa de él.

A veces la vida adquiere cierta calidad insoportable. Uno se siente ahogado bajo el peso de lo que nos va llegando, o cree desvanecerse ante la furia de algunas tormentas. Nos dejamos vencer por ciertas circunstancias o personas o creencias. Sin embargo, al hacer una especie de zoom out de nuestra existencia nos damos cuenta que, en general, las cosas poco importan. Resultan de relevancia únicamente para nuestra felicidad y bienestar, pero de ahí en fuera son bastante irrelevantes, y han de fugarse y desvanecerse en las anécdotas e historias que la humanidad recuerda u olvida.

Qué cosa tan terrible, tan innombrable debe ser la pérdida de un vástago. La sangre de tu sangre y la carne de tu carne. Un corazón que se forma, literal y metafóricamente, del tuyo. Y perderlo. Parece la receta perfecta para la locura o para la muerte en vida. Y aún eso, la máxima pena, se disuelve en el tiempo, del mismo modo en que una perfecta gota saturada de color rojo se va difuminando y perdiendo al ser mezclada en un vaso de agua. Cualquier historia, no importa lo funesta o lo idílica que sea, ha de perderse en los anales de la Historia. María Félix ha muerto y con ella, el dolor de un hijo que se fue antes que ella. Romeo y Julieta han muerto. Gandhi y Hitler han muerto.

O quizás no. Quizás todo ese dolor y esa pasión y esa valentía y ese furor simplemente se hayan transformado, reencarnado, y de algún modo sigan haciéndose presentes en la actualidad. Quizás este texto sea la manifestación de una época líquida, en términos de Zygmunt Bauman. Es posible que a pesar de que la vida es un sueño y más antes que después se termina y haya más recuerdos que porvenir y después no haya nada, ni recuerdos ni materia física, es posible que las emociones y las acciones de los seres humanos permanezcan en la tierra como una suerte de fantasmas que conforman lo que algunos llaman cultura, otros karma.

lunes, 27 de abril de 2015

Breves apuntes

1. No se permite el ingreso de mascotas

Ninguno de mis padres era muy amante de los animales. Cosa extraña, si consideramos que ambos son seres muy sensibles y con una clara inclinación hacia los placeres más sencillos y las verdades más profundas, de entre las que podemos destacar la compañía de una mascota y su amor incondicional, respectivamente. Sin embargo, a pesar de eso, a mis hermanos les permitieron tener a Napoleón, un gato blanco y negro; `posteriormente acogieron a Brigitte, una french poodle y a Janis, una gata siamesa, ambas de mi hermana; antes de ellas y después del felino bicolor, estuvo con nosotros durante sus primeros años Dalí, un pastor alemán que eventualmente le regalamos a mi abuelo paterno; también, aunque durante un breve periodo, adoptaron a Monsi y a Sorpresa, un par de gatas para quienes el adjetivo "insoportable" es un eufemismo. En la actualidad, Mango, un golden retriever, y la versión veterana y melosa de Janis componen la mitad de los habitantes del hogar: la mitad no humana.

2. Alimentos y bebidas

De pequeña detestaba la papaya. Ahora la como. Me parecían asquerosos su olor y su textura. Mis papás eran grandes amantes de esta fruta. Nos ayuda en la digestión, argumentaban. No sé si a mis hermanos les gustaba, pero sé que estaban flacos y yo no. Me parece que ellos hacían mucho deporte y comían con cierta indiferencia. Yo era más bien sedentaria y los placeres del paladar encabezaban quizás la lista de mi gozo infantil. Recuerdo con claridad una ocasión en que mi hermana, exaltada y con el volumen de voz enloquecido, viendo que yo me hacía una tostada de guacamole, me gritó algo así como "¡ay Carolina, ve la cantidad de guacamole que le pones a tu tostada!" Yo, avergonzada y pre-adolescente, removí con la cuchara un poco de la sustancia verde y la devolví al plato. También me acuerdo que en la familia se intentó disminuir mi consumo de frijoles, tortillas y nata, los componentes de mi cena preferida.

3. Club de conversación

Hay tres temas de conversación que recuerdo con frecuencia de la hora de la comida en mi infancia: política, filosofía y religión. No se hablaba de Bourdieu o de Heidegger o de versículos, pero todos los comentarios que se hacían a la mesa, giraban alrededor de estos grandes tópicos. Corrupción, candidatos, movimientos organizados, sindicatos, dictadores, ética, estética, moral, dogmas, hipocresía, doble moral... Digamos que no se frecuentaban los deportes, las plantas y los animales, los vehículos, la moda... Aunque también se hablaba, y con abundancia, del arte: la música, la literatura, el cine, la pintura, la danza y el teatro, sobre todo. No había mucha mención de la escultura o la arquitectura. No que yo recuerde.

jueves, 16 de abril de 2015

La jocosidad de James Bond

Desde hace algunas semanas mi familia y yo comenzamos a ver las películas de James Bond. A mi marido se le ocurrió que sería buena idea que nuestro hijito -o su hijo, mi hijastro- las conociera, desde el principio y en orden cronológica. ¡Madre mía, qué buena idea resultó ser! No sólo las está disfrutando él, que se emociona con la música, el montaje veloz y las herramientas discretas y poderosas, sino también nosotros, que disfrutamos de la sensual virilidad de un Sean Connery en la exquisitez de sus años mozos, las chicas que inevitablemente caen rendidas a sus pies y sus enemigos, por siempre menos poderosos que el mítico protagonista.

Hoy fue día de consagrarle tiempo al agente 007 y en los últimos treinta minutos de la cinta, de pronto caí en la cuenta de lo mucho que mi papá hubiera disfrutado (¿disfrutó?) estos filmes de acción y aventura que colindan con la ciencia ficción y la fantasía. Mi padre gozaba con auténtico deleite de las historias exageradas, aceleradas a máxima velocidad y llenas de testosterona y valentía. Se reía de la inverosimilitud de las escenas y de los personajes, pero había en su risa un placer auténtico y no una burla envilecida. Echaba las carcajadas como si fueran aplausos para el guionista, el director y el elenco.

Mientras terminábamos de ver "You only live twice" ("Sólo se vive dos veces"), empecé a llenarme de esa jocosidad que sin duda heredé de mi progenitor, al ver la increíble buena suerte del espía, sus instrumentos inauditos, la heroicidad que le facilitan enemigos que tardan en disparar o caen fulminados con una patada o un bofetón, la velocidad e inteligencia con que operan sus aliados, sus interminables habilidades (bucear, hablar japonés...) y, sobre todo, la gracia con que las cosas le salen bien. Su triunfo y su éxito, por completo inauditos y excepcionales, representan la esperanza con que de niños esperábamos que el bien ganara, porque el dolor del fracaso y el sinsentido de la maldad resultaban impensables, incomprensibles. Y por eso hay que reírse con el agente secreto, porque sus aventuras quijotescas son las de todos nosotros, que no siempre le ganamos al malo, además de quedarnos con la chica.

Las películas de Bond, James Bond, son inverosímiles y desmesuradas, pero así deben ser, para que podamos reír una risa melancólica, agradecida de que por unas horas el peso del mundo ha sido aligerado. Reírnos como niños de que no siempre las cosas nos salen bien, pero por lo menos tenemos la imaginación, que nos permite concebir que lo contrario es posible. El héroe inglés representa nuestra redención, y la gracia de sus filmes radica en un escepticismo basado en la experiencia, pero también en el deseo de que el futuro traiga consigo la voluptuosidad de sus victorias. Ojalá que a través de mi risa te rías tú también, papá, porque te llevo en el corazón, y por lo tanto tú también tienes, todavía, un futuro.

martes, 14 de abril de 2015

Betabel

Mi mamá es una mujer extraordinaria. De veras. No lo digo porque sea mi mamá. Desde que yo era una niña pequeña ella trabajaba como profesora universitaria, además de criarnos y llevarnos a la escuela y a las actividades extraescolares y ayudarnos con las tareas y regañarnos y heredarnos valores y todas esas cosas impresionantes que hacen las progenitoras.

Pero entre tantas actividades y obligaciones, no le quedaban ni ganas ni tiempo de cocinar. Y así fue como crecí sin conocer el betabel. Tampoco conocía la espinaca, el maracuyá, las berenjenas... Muchas frutas y verduras me eran extranjeras, aunque estaba muy familiarizada con las tortillas, los frijoles, los tamales, las tortas de pierna y, por supuesto, con los jueves de espagueti y milanesa de la cocina económica.

He descubierto que al comer betabel la orina se disfraza de un carnaval magenta. Y que mi tracto digestivo de pronto adquiere una actitud de cooperación y solidaridad: un estado budista en el que todo libera, todo suelta, todo deja ir. También me he topado con que partido en cuadritos y puesto al fuego lento en una cazuela con mantequilla, sal y pimienta se vuelve dulce y exquisito.

Hoy, mientras preparaba la ensalada para la cena, abrí el cajón de las verduras en el refrigerador y me topé con uno chiquito. Y aunque me guiñó el ojo, lo dejé ahí, abandonado a su fría suerte. Pero quiero que sepa que lo quiero, y por eso le dedico estas líneas.

lunes, 13 de abril de 2015

Aspirina

1.

Hay una mujer sentada a la mesa que mi papá quiso poner en el patio hace varios años y que nadie usa. Su cuerpo ocupa una de las sillas, su bolsa otra y las dos restantes están vacías. La sombrilla que surge del medio de la mesa está abierta, pero un rayo de Sol cae como plomo sobre la cabellera de la desconocida. Está teñida de rubio, y guarda similitud con la melena de las muñecas Barbie. No sé quién la dejó entrar a la casa, qué hace o a quién espera, cuánto tiempo lleva ahí, o si soy la única persona que ha reparado en su presencia. Me irrita ese elemento espontáneo, sorpresivo, en mi día, en mi casa. Bajé por un café y me encuentro a una mujer.

2.

Me sonríe con la boca pero en realidad ella también parece estar de mal humor. Habrá sido el calor sobre su cabeza. Tiene el rostro lleno de gotas de sudor y de una especie de cera que la hace parecer un pedazo de fruta en el supermercado. Lleva puesta una camiseta blanca que a la altura del pecho exhibe el logotipo de Aspirina. Por un segundo creo que ha venido a venderle a esta familia dicho producto farmacéutico. Mientras abre su boca para saludar, pienso en abrir la mía para decirle que aquí nadie tiene fiebres ni dolores, pero me da pereza. Quiero volver a mi estudio y a mis pinturas. Para entonces me arrepiento por completo de haberme aventurado por un café.

3.

Siento una presencia detrás de mí y al girarme me encuentro a Carlota, mi hermana, la eterna descalza. Ha llegado sin hacer ruido. Está mirando fijamente a la extraña. Un silencio pesado se instala en la sala. Yo siento unas ganas tremendas de correr a la mujer, de tomar café y de abofetear a mi hermana. En respuesta, Carlota levanta la mano derecha y aspira un cigarro que hasta entonces yo no había visto ni olido. Como si yo fuera invisible, mi hermana extiende el cigarro hacia el frente, hacia mí, y un segundo después la desconocida lo coge y lo inhala. La ofrenda no era para mí y en todo caso jamás la habría aceptado. Si pudiera, le escupiría al pitillo.

4.

Mi papá murió acostado en su cama algunos meses después de comprar la mesa del patio. La compró porque ya no tenía nada que hacer más que contemplar a su perro Gandhi y ver a los colibríes llegar al jardín, a la pequeña vasija que él llenaba con agua y azúcar para que las aves se aparecieran diariamente. El cáncer lo forzaba a permanecer sentado en la misma posición, eternamente extenuado. Y prefería vivir su agotamiento al aire libre que encerrado en su habitación. Carlota también se paseaba varias veces al día, igual que los chupaflores. Pero en vez de chupar flores o agua con azúcar, succionaba el extremo amarillo de sus cigarros. A veces se sentaba en una silla enfrente de mi papá, lo miraba fijamente y expulsaba el humo en su dirección. Mi papá le regresaba la mirada, sin parpadear, inhalando con sus pulmones cancerosos el regalo que le hacía su primogénita.

5.

Mi mamá duerme y se baña en la casa. Dice que es bueno para las apariencias. Diario sale, durante todo el día, y cuando le regresan sus episodios depresivos, se encierra en su habitación y nadie la ve y ella no ve a nadie. Le desagrada ser una heterosexual rodeada por personas homosexuales, sobre todo porque ella misma las parió. Me parece que más que rachas de tristeza son de furia, de resentimiento con la vida porque mató a mi papá, "tan cómodamente", así dice ella, "y me dejaste a mí tirada aquí", grita aislada sobre su cama.

6.

La mujer de la Aspirina exhala el humo y me lo echa en la cara. Carlota le habrá enseñado el truco. Por un segundo me vuelvo mi padre, y también a mí me dan ganas de morir. Aunque él no se quería ir a ningún lado. Aunque a lo mejor yo también ya esté muerto.  

viernes, 3 de abril de 2015

La voz de los mayores

Durante muchos años de mi vida he sido lo suficientemente pretenciosa como para creer que puedo entablar un diálogo interesante y parejo con gente mayor. Que si me hablan de las desgracias de la vida o sus cambios o su naturaleza, no sólo lo puedo entender profundamente, sino que además puedo agregar algo de mis propias reflexiones, de mi experiencia, mi conocimiento y, por fin, de mi sabiduría. Es indudable que sé una que otra cosa, y también lo es el hecho de que tengo experiencia, poca o mucha no lo sé (me inclinaría por poca), pero de ahí a adquirir una actitud de igual con un humano que ha poblado el planeta por décadas más que yo, hay un gran abismo.

Y es que de pequeña me la pasé rodeada de adultos: para empezar en mi familia: desde que tengo 11 años, todos los cuatro miembros restantes ya eran mayores de edad. Y, como consecuencia, por convivir con sus amigos y conocidos. Así que yo maduré muy rápido, y desde chiquita fui una adulta a escala. Con pensamientos muy trascendentales, preocupaciones muy profundas y una desolación existencial muy del siglo XX. En otras palabras: desde mis tiernos años me empecé a tomar muy en serio, tal como los adultos hacen.

De ahí a que haya crecido con la febril idea de que sé sobre la vida o el mundo, de que lo que me dicen los mayores ya lo he escuchado o pensado, o de que estoy tan versada en el vivir como quien lo ha hecho más que yo, bueno... pues eso es otra cosa. Y creo que apenas ayer caí en la cuenta de esto.

Regresé de hacer ejercicio con mi perro cerca de las siete de la mañana, y en el parque nos encontramos a una señora que estaba paseando a cuatro perros, uno de ellos suelto e interesado en jugar con el mío. Así que le quité la correa y me quedé observando cómo corrían, se aventaban el uno sobre el otro, se olfateaban, y pretendían que eran feroces como una forma de entretenerse. Y el juego se extendió por aproximadamente media hora, en la que tuve tiempo de entablar plática con Martha, la mujer responsable de esa pequeña manada.

Me contaba que se había caído el lunes, cuando hacía su rutinaria caminata matutina, y me enseñó los moretes en sus pies blancos, y me dijo que a pesar del dolor no había descansado ningún día. Me platicó que desde hace cinco años su esposo está encamado, que ella era dueña de dos negocios y tuvo que traspasar uno, que sólo quiso un hijo y sólo tiene un hijo y está orgullosa de lo que le pudo dar, porque tiene dos licenciaturas y una maestría, es exitoso y viaja por placer con frecuencia. Ahora mismo se encuentra en una de sus expediciones por el mundo, y le encargó a doña Martha que cuide de su perro, que tiene 12 años y un nombre que empieza con Ch. Ella dijo que sí, y mientras observábamos a Ch. montar a mi perro mientras éste estaba distraído jugando con el otro, me detalló que siempre había sido cachondo.  Que incluso ahora, tan viejo y con tan poca energía, seguía teniendo la voluntad de hacer aquello. "Nomás los recuerdos quedan, Ch.", le dijo la señora a la mascota de su único y triunfador y viajero hijo. Me hizo gracia la comunión entre una mujer de la tercera edad y un perro de la tercera edad. Me reí y ella se rió. Nos reímos juntas, en un momento de comunión también entre nosotras. Luego llegó un señor que le preguntó que si yo era su hija, y me desconcertó de sobremanera plantearme ser hija de alguien que no soy, aunque y porque ésta era una mujer del mismo grupo generacional y del mismo tono de piel y de similar dulzura.

Me ofreció uno de sus perros porque ya no lo puede cuidar, se compadeció de lo difícil que tenemos la vida las nuevas generaciones, me felicitó porque al enterarse de mi maestría me consideró inteligente y preparada, y por último me aconsejó poner mi propio negocio y no depender de nadie más. Y una vez que fue pasando el día y comencé a procesar todo lo que había sucedido en esa fracción de hora, caí en la cuenta de que más que gracia, el comentario que hizo doña Martha acerca de los recuerdos y la sexualidad me causó asombro. Yo no lo sé de cierto, pero creo que es verdad. Le creo cuando lo dice. Pero mi experiencia me dice otra cosa. Mi realidad cotidiana me dice que la sexual es una energía que nunca muere y sólo se renueva. En mi vida está lejos de ser un recuerdo, y sólo me quedan especulaciones o la voz de los mayores.

miércoles, 1 de abril de 2015

Estaría bien hacer esto

Me parece increíble la idea de que cuando uno sale de la rutina y de los lugares o los hábitos con los que nos sentimos cómodos, la vida se presenta de un modo más enérgico, más sorprendente. Si lo pienso con detenimiento, tiene mucho sentido: lo que está fuera de nuestra costumbre es novedad, y estamos más receptivos e intrigados por lo nuevo que por "lo normal". Y de hecho, cada vez que me encuentro experimentando con algo distinto, o haciendo algo que me llama la atención pero que no necesariamente me parece confortable, el mundo se me presenta diferente: como si yo volviera a ser una niña llena de sorpresa e inseguridad. Pero aún así, o quizás por eso, me parece una idea increíble.

Ciertamente, una de las desgracias de la vida adulta es ser consumido por una vida aburrida y predecible: mismas rutas por la ciudad, mismo origen y destino, mismas interacciones humanas. Y es tan fácil caer en esto. Y no sólo fácil: es casi deseable, placentero. La vida en este planeta está llena de incertidumbre, de dificultades y retos que llegan de forma inesperada, de hostilidad y de peligros. Tenemos que enfrentar todo esto, si queremos sobrevivir: los choques automovilísticos, las enfermedades, el acoso telefónico del banco, la pelea con el mesero o con la enfermera, la fiesta insoportable del vecino, las incrementadas noticias de secuestro en los periódicos.

Admitámoslo: se puede volver cansado esto de vivir. Por eso, con frecuencia lo único que queremos es llegar a casa, descalzarnos, comer algo reconfortante (como una hamburguesa o una pasta) y desconectarnos de la gravedad del entorno: encendemos la televisión, la computadora, el celular o el cigarro. Cuesta bastante trabajo hacerle frente a los problemas y a las sorpresas desagradables como para además forzarse a uno mismo a ir a zonas desconocidas, que podrían ser igualmente desagradables. O agradables. Pero no lo podemos saber. No de antemano, no sin la experiencia.

Ah, vida humana, tan contradictoria y demandante. Cuando el cuerpo nos dice "¡No! ¡Necesito descansar, necesito desafanarme, dame mi espacio, dame gusto!" y la intuición/alma/espíritu/corazón/tercer ojo/sabiduría interna nos dice "Oye, estaría bien hacer esto", uno siempre debería de escuchar la discreta invitación y hacer caso omiso del berrinche. Es cierto: lo mejor cuesta mucho trabajo. Mucho más trabajo del que crees o del que estás dispuesto a hacer, pero una vez que estás apasionado y que el compromiso ha sido progresivo, el mucho trabajo se vuelve relativo y cada vez eres capaz de hacer más. Pero a veces estamos hartos del trabajo. Hartos del mucho trabajo. Porque hasta lo sencillo, lo fugaz, lo insignificante, lo terriblemente mundano requiere de mucho trabajo. A veces (volviendo de nuevo a las contradicciones) hasta implica más trabajo lo que no nos gusta, porque tenemos que atravesar nuestro desgano y nuestra apatía para lograr hacerlo.

Esta mañana, por primera vez desde el miércoles pasado, intentando una vez más cumplir con mi propósito de hacerlo diario, me levanté a las seis de la mañana y salí a hacer ejercicio. Vi el amanecer, sentí la sangre moviéndose y renovándose, los músculos fuertes, la grasa quemando, los pulmones eficaces. Y me sentí feliz de haber dejado la comodidad de la cama. Feliz de hacer el esfuerzo. Feliz de que después de un momento desagradable de modorra e irritación, llegó la recompensa.