lunes, 23 de febrero de 2015

Popó de pájaro

Cerca de mi casa hay un bambú enorme que forma parte del jardín, también enorme, de una casa habitada por un inglés. La residencia, que incluye las áreas al aire libre y las techadas, se extiende a lo largo de tres lotes. Una familia afortunada.

Sin embargo, a pesar de que a veces experimento un ligero, un efímero sentimiento de envidia hacia los dueños y los habitantes, lo que más siento es admiración y gratitud. En ese bambú se reúnen decenas de pájaros todos los días, al amanecer y al atardecer, a cantar con estridencia, formando una sinfonía animal muy bella.

De este modo, pues, la admiración proviene de la inteligencia de haber destinado una superficie tan grande para las áreas verdes, que son un placer para todos los peatones y vecinos, puesto que tienen árboles, plantas y flores de una belleza inadjetivable.

La gratitud, por otro lado, viene de que gracias a ese bambú, las aves tienen un sitio de encuentro y un espacio para pasar la noche, y cada nuevo día y cada nueva noche ameritan una canción que todos disfrutamos: el canto alegre, y jovial de todas ellas. En las mañanas, en la meditación que procede al despertar, mi marido y yo nos regocijamos con su algarabía, que a la vez nos contagia a nosotros de vitalidad para el día.

Hoy, después de pasear a nuestro perro por el parque, nos dimos cuenta de que ya estaban en su fiesta vespertina, la que antecede a la oscuridad y el silencio, y decidimos acercarnos al bambú con nuestro golden retriever, para ver si esta vez, como la vez pasada que hicimos lo mismo, los pájaros guardarían silencio, cautelosos ante la llegada de tres desconocidos, posibles enemigos.

Resultó que no: continuaron en lo suyo. Y ahí parada, abajo de esa planta china de varios metros de altura, contemplé la posibilidad de que uno de aquellos animalitos hiciera del baño justo en aquel momento, de tal suerte que el excremento aterrizara sobre mi cabeza. "Para algunos sería muy mala suerte", pensé, "y otros lo consideran como una bendición o como un buen augurio". Y estas reflexiones me llevaron a pensar en mi propia relación con Dios.

Cuando era adolescente y también durante la universidad, me parecía ridícula e insensata la gente que se entregaba a la fe divina. Era muy dura respecto a las creencias religiosas o espirituales. ¿Cómo es posible que haya una fuerza sobrenatural, un responsable detrás de tantas desgracias, un creador de esta complejidad? O sea, yo hubiera interpretado la defecación como simple y pura mala fortuna.

Sin embargo, conforme he crecido y madurado, her llegado al entendimiento del corazón como ente distinto -y superior- a la cabeza, y con ello, a la comprensión de que Dios es Amor, con todas sus implicaciones. Es decir, ahora me parecería que la deyección es un saludo divino, irreverente y burlón.

Como quiera que sea, independientemente de que creamos en la existencia o no de un dios, es mejor para la salud y el ánimo tomarse la mierda de la vida con la mejor actitud posible.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Esta soy yo o Dejar de fingir perfección

Hace rato iba con mi marido por las calles de la ciudad donde vivo y que aún no conozco lo suficiente como para sentirme fluida o cómoda caminando o manejando por ellas. Yo era la conductora del vehículo y el destino final estaba claro en mi cabeza, como una fotografía, pero la ruta de acceso era más bien borrosa. Cada tanto le preguntaba "¿es aquí la vuelta?" y me respondía "no, más adelante", hasta que finalmente le pregunté "¿es en Basilio Badillo?" y me dijo "sí, ahí es".

Luego, ya no recuerdo cómo, me preguntó que qué era lo peor que podía pasar si me equivocaba, insinuando que en vez de preguntarle podía haberme animado a tomar una decisión, correcta o errada, por cuenta propia. Y entonces le conté, con cierta naturalidad pero también con cierto reparo, que uno de los pequeños "traumas" (la gente se autocalifica de "traumada" con una simpleza y una ridiculez insólitas) que cargo desde la infancia y que me acosan hasta la fecha, es el de cometer errores. Y le recordé de la anécdota de pintar las paredes de mi habitación.

Hace relativamente poco, en 2011 o 2012, cuando regresé a vivir a Tepic después de haberme autobautizado en Guadalajara como "Mandarina", tuve la iniciativa de pintar los muros de mi recámara de color anaranjado, por supuesto. Yo solita, con mi sueldo de profesora o de reportera o de ambas, me pagué el galón de pintura y me puse a echarle ese color alegre y vibrante a las paredes. Mi sobrina, entusiasmada con lo lúdico del proyecto, se sumó con buena actitud. Poco después se asomó mi papá al cuarto y encontró el avance de mis habilidades de principiante. "¡Mira nomás, estás haciendo un cochinero!", me recriminó molesto. A lo que contesté: "¿Por qué me regañas por haber tenido el coraje de hacer algo con mis propias manos, aunque no sea perfecto? ¿Por qué no me felicitas por mi arrojo?" Se quedó callado, me acuerdo. Como aturdido y avergonzado. Pobre, lo desconcerté. Lo agarré en curva, como dicen.

Mi marido, tras escuchar la historia, concluyó que era "profunda" y se mostró muy impresionado con mi perspectiva de la situación. Yo, a través de él, descubrí que efectivamente, algo de valioso había en aquel cuestionamiento que le había hecho a mi querido papá.

Pero como decía, batallar contra el fantasma del error ha sido una constante en mi vida. Repetidamente he optado por la inacción y la pasividad antes que la valentía de actuar y equivocarme o fracasar. Creo que este miedo lo heredé de mi mamá, quien recientemente me confesó que de pequeña a ella le sucedía lo mismo en su casa familiar, y esa timidez se le extendió a lo largo de décadas. Luego, cuando fue mamá, nos reprendía bastante al cometer equivocaciones, y descartaba ideas nuevas por ser inciertas o enfatizaba el aspecto temible o inseguro de algo antes que lo positivo o lo fértil. Mi papá, por el contrario, era aventado y, como cereza que corona el pastel, casi nada le salía mal. Tenía mucha confianza en sí mismo. Y creo que yo soy una mezcla de ambos. A veces salto sobre las cosas y obtengo resultados. Otras veces me paralizo.

El universo de las preguntas lo tengo casi dominado. También el de no tomarme las correcciones o recomendaciones a mal. Es decir, casi nunca me da vergüenza hacer preguntar, lo cual ya es ganancia. Mucha gente cree que preguntar es indicio o sinónimo de ignorancia, y por lo tal es percibido como algo vergonzoso, indeseable. Sin embargo, mi seguridad personal sí me lleva casi siempre tan lejos como para sentirme suficientemente cómoda preguntando algo. Sé a ciencia cierta que soy inteligente (es más: muy inteligente) y que hay algunas preguntas a las que sí tengo respuesta, entonces no me acompleja o afecta tanto desnudar la vulnerabilidad de una pequeña ignorancia. Pero, lo admito, en algunas ocasiones, francamente prefiero quedarme callada con el fin de hacerle creer a mi(s) interlocutor(es) que estamos en la misma sintonía.

Por otro lado, como decía, cuando alguien me hace una sugerencia o me corrige en una creencia o un procedimiento, suelo tomármelo con dignidad, gratitud y compostura. Está claro que no lo sé todo, nunca podré saberlo todo, y frecuentemente alguien sabrá algo que yo no. Sin embargo, humana como soy, en ocasiones mi ego se siente desbaratado y con ganas de vengarse, de ladrar y de morder, con la finalidad de demostrar que "no, no soy tonta; es más, soy más fuerte que tú y te lo voy a demostrar". En otras palabras: me pongo a la defensiva y probablemente a la ofensiva. ¿Por qué? Porque a veces me quieren enseñar o demostrar algo de un aspecto en el que me siento especialmente sensible o vulnerable, y yo de antemano, secretamente, me siento pendeja sobre el asunto o el tema, y entonces traduzco la interacción como un recordatorio de mi incapacidad o un señalamiento, un poner el dedo en la llaga. Afortunadamente, desde muy chica mi mamá me enseñó (ya no me acuerdo si me lo enseñó o si simplemente me felicitaba por serlo, mágicamente, de nacimiento) a ser receptiva, y a escuchar lo que los demás me compartían y enseñaban con curiosidad y alegría.

En las últimas semanas he estado incursionando con valentía y persistencia en la cocina, ámbito normalmente protagonizado por mi cónyuge. El fantasma del miedo a equivocarme está ahí, siempre, omnipresente, las tres veces del día, los siete días de la semana. Y cada platillo que sirvo en un plato y que mis comensales se comen, es un triunfo inconmensurable. Porque no sólo estoy entrando en un terreno casi desconocido (algo que mi mamá no me enseñó fue los secretos de lo comestible), sino que estoy desplazando a un experto cocinero, cómodo y hábil frente al fuego y frente al refrigerador. Así que el miedo de que le parezca mala la comida, o de que descubra mis debilidades y mis ignorancias, es una tentación gigante para paralizarme, para darme por vencida. Pero mi obstinación y mi deseo de aprender me llevan a esforzarme para no sólo cocinar, sino para aceptar con entereza sus críticas, sus consejos y sus lecciones.

Es lo mismo de siempre: autoexigencia. Cómo me gustaría ir cagándola por el mundo, estropeando todo, fracasando una y otra vez. Así confirmaría, empíricamente, que los errores son una excelente fuente de conocimiento y aprendizaje. Y confirmaría también que la gente me seguiría queriendo, a pesar de ser tan humana. Pero me causa pesar y desazón la idea de decepcionar a los demás, de perder el tiempo, de perderme a mí misma, de experimentar humillaciones, de sentirme estúpida, de recibir regaños o reclamos. Creo que lo que vendría como consecuencia de optar por poder equivocarme sería también optar por el poder de defender mis errores, defender mi humanidad, defender lo que nunca dejaré de ser. Marcarle el límite al mundo externo de hasta dónde me puede corregir, recriminar o sugerir. Decir simplemente: esta soy yo.

martes, 17 de febrero de 2015

Líneas de género ambiguo o Dormilona

En la entrada de ayer, hablaba acerca del tiempo en que me acerqué al budismo para encontrar sabiduría y consuelo, para la nueva etapa en mi vida y para la pérdida de mi padre, respectivamente. En ese curso, llamado "Nuestras emociones: un camino de transformación", aprendí, entre otras cosas, que los seres humanos somos muy propensos a asignar etiquetas para nosotros mismos, para quienes nos rodean y para el mundo animal, vegetal e inanimado también. No se diga los escritores.

Todas estas etiquetas son falsas, dicen los religiosos de Oriente. Las cosas, las personas, los acontecimientos, los seres, simplemente somos. Cambiantes. Multifacéticos. Inaprehensibles. Subjetivos. Quizás en un momento seremos malo y en otro bueno y en otro ambos simultáneamente. O en una racha de nuestra vida seremos nerviosos y en otra intrépidos. O para una actividad somos disciplinados y para otra vagos.

Para cada módulo o temática nos pedían ver un video de una hora de duración, con lecciones y reflexiones sobre el tema en turno, hacer una lectura para profundizar o reafirmar lo aprendido en el video y una hoja de ejercicios para aterrizar la teoría a nuestra resbaladiza realidad. En el ejercicio para las etiquetas, recuerdo, nos pedían hacer una lista de etiquetas positivas y otra de negativas que consideráramos propias de nuestra persona.

En la lista de las negativas, me parece (porque, cambiando la perspectiva, puede ser algo positivo), agregué la palabra "dormilona". Efectivamente, estoy en la creencia de que duermo mucho. Quizás demasiado. Sobre todo si me comparo con mis papás o mi marido. Si por mí fuera, dormiría diez o doce horas diarias. Es cierto que mientras más duermo más modorra permanezco durante el resto del día, pero también es verdad que si duermo seis u ocho horas suelo sentirme cansada casi siempre. Así que la línea de equilibrio está en algún lugar en medio: dormir algunos días diez horas y otros ocho, o dormir menos y tomar más siesta, o dormir más pero activarme más de forma física.

Quizás si el mundo estuviera menos inclinado hacia la productividad y más hacia la contemplación, el descanso o la reflexión, no sentiría ningún sentimiento de culpa o vergüenza. O tal vez si en mi entorno lo normal fuera permanecer en cama por prolongadas horas. Pero nos comparamos (y nos etiquetamos, cómo no) en relación con la sociedad en la que nos encontramos, y a partir de ella encontramos un punto de referencia, un saber si vamos "bien" o "mal".

Y todo esto lo escribo únicamente por ser fiel a mi propósito de escribir diario: no se me ocurría nada de qué redactar, la inmensa y deliciosa tentación de coger el libro que yace a mi lado (sobre el que hablaba ayer) es mucho mayor que la de formular mis propias frases y además, estoy sentada sobre mi cama, infinitamente cómoda. He ahí el origen detrás de este pequeño ensayo. Por cierto, voy a trabajar en producir ensayos más largos, más complejos, más profundos, más arriesgados, más enriquecedores. Aún no dictamino si eso implicará escribir menos entradas en este blog pero de mayor calidad, o hacer una mezcla de ambas: los apuntes cotidianos de cierto valor y jocosidad, más uno o dos textos semanales de mayor peso y calidad.

En fin, aquí se acaban estas líneas de género ambiguo.

lunes, 16 de febrero de 2015

Oda a mi trapito

Creo que lo primero que quiero decir es que me gustaría que me disculparan, lectores, por la falta de consistencia que ha mostrado la autora de este blog en días recientes. Parece que mi vida está cambiando. Me da la impresión de que, al comenzar a cerrarse la puerta de la maestría, se está abriendo otra, que tiende hacia proyectos, unos creativos y otros más de índole doméstica.

Me he permitido la indisciplina porque estoy aprendiendo, y sobre todo porque me estoy permitiendo vivir este periodo sin mayores reclamos o neurosis. Si hay días en que me siento cansada o me encuentro haciendo otra actividad o aparentemente no tengo nada que contar, dejo que se vaya, irremediablemente, llevándose consigo mi silencio.

Sin embargo, lo ideal para mí sí es escribir diario. Quiero ser una escritora. Me gusta escribir. Quiero escribir hoy y todos los días que le restan a mi vida. Quiero escribir ensayo, poesía y cuento. No creo que quiero escribir novela, ni teatro, ni guiones cinematográficos. Quiero escribir lo que sea, pero escribir, porque es la expresión más vívida, más íntegra, más vivificante de mí misma. "El espíritu vivifica" es el slogan del ITESO, mi alma mater, pero la cita completa, extraída del libro de Corintios, dice "la letra mata pero el espíritu vivifica". Cosa curiosa. Supongo que para mí el acto de escritura es la unión de ambas, la vida y la muerte.

Hace algunos días terminé el libro "La princesa del Palacio de Hierro", de Gustavo Sainz, de Ediciones del Ermitaño: buenísima la pieza literaria y buenísima la edición de esta casa independiente: la novela está enmarcada por dos piezas de análisis y crítica literaria, uno del ya fallecido Vicente Leñero y otro de una mujer cuyo nombre ya no recuerdo, que además de claros y exhaustivos, fungen como una especie de mapa o una radiografía del valor de la obra.

Así pues, me encuentro ahora concentrada en "Retrato de mi cuerpo", de Phillip Lopate. El libro lo compré en la presentación que se hizo del mismo en la FIL, y el autor me pareció estupendo (aunque ahora en la lectura lo encuentro más bien amargado, aunque lúcido). La primera vez que intenté leerlo me pareció insoportable, porque hacía poco yo había perdido a mi papá y me estaba refugiando del dolor y de la confusión en el budismo, y la actitud generosa y bondadosa de esta corriente oriental contrastaba con brutalidad con la actitud narcisista y autocentrada del escritor. Y es que, efectivamente, Lopate es miembro distinguido de la corriente de escritores que practican el ensayo personal (entre los que me encantaría contarme algún día): artistas que deciden escribir textos brillantes sobre su humanidad en la Tierra: sus defectos y sus cualidades, su sabiduría y su vileza.

En fin, este libro tiene entre sus páginas un ensayo titulado "La historia de mi padre". En este completo documento, el también académico relata, tal como anuncia el título, la historia de su progenitor. Cuenta que quería ser escritor, pero sus deseos se frustraron y a partir de ello se considera a sí mismo un fracasado, aunque está orgulloso de que su hijo, Phillip, haya logrado con éxito la ambición que para él no fue más que un sueño. Cuenta el ensayista que cuando escribió su primer cuento, le pidió a su padre que lo revisara. Éste le comentó "Escribe acerca de lo que sabes" (p. 235).

Por eso, hoy les voy a hablar, como siempre, de algo que yo sé. Y ese algo es la historia de amor que se desarrolló en mi infancia entre su servidora, quien esto suscribe, y un trapito de algodón. Es decir, la niña Sarita, de unos tres años de edad, y una pieza de tela blanca, pequeña, suavecita, que resumía en su pequeña superficie todo el amor y la ternura de mi mamá: o sea: del mundo.

Uno de mis primeros recuerdos es bajar las escaleras de la casa a escondidas, en la noche, a una hora en la que ya tenía que haber estado dormida, envalentonada mientras el resto de miembros de la familia (o por lo menos mis papás) estaban en la cocina viendo el noticiero nocturno. En otras palabras: la habitante más pequeña de aquel hogar desafiaba las reglas y el miedo de ser sorprendida, con el fin de buscar en la sala (la habitación contigua a la cocina) ese trapito que tanto quería y que tan intempestivamente había sido sutraído de mi vida.

No sé quién, cómo, cuándo o bajo qué argumentos decidió quitarme el trapito y esconderlo. Lo tenían que esconder, porque mi amor era tan grande que lo perseguiría hasta el fin del mundo. Y su empeño en alejarnos era tal, que lo arrojarían en lugares húmedos y oscuros, donde mi trapito sufriría la tortura de mi ausencia. Sospecho, con cierto resentimiento anacrónico, que fue mi mamá quien orquestó todo. Me cuesta trabajo imaginar a mi papá llegando a la conclusión de que la evolución de mi persona requería del sacrificio del trapito.

No sé si encontré esa noche al objeto de mi adoración, pero sí sé, aún hoy, más de dos décadas después, que lo amaba con dulzura y delicadeza, que lo extrañaba con ardor e incertidumbre, como un amante vulnerable y desahuciado sin su amada y que aquella porción de algodoncito era en realidad una súper heroína, encargada de suministrarme todo el amor y la seguridad que yo necesitara. Tenía "poderes mágicos", como dice Lopate (p. 230).

miércoles, 11 de febrero de 2015

Adicción al estrés

A los catorce años me diagnosticaron gastritis nerviosa. Estaba en tercero de secundaria. La boca del estómago me dolía con frecuencia y en ocasiones me paralizaba o me arrastraba por el suelo, retorcida, gruñendo, como modo de hacerle frente al verdugo. Hubo ocasiones en que la molestia era tan grande que me encerraba en casa, incapaz de enfrentar al mundo.

A los diecisiete me diagnosticaron Síndrome de Intestino Irritable. Lo escribo con mayúsculas porque así lo recuerdo de los trípticos y folletos que se extendían en la mesa de la sala de espera en el consultorio del gastroenterólogo. Una enfermedad incurable, únicamente controlable. A los 17 me condenaron a arrastrar por la vida el grillete de un trastorno en mi cuerpo.

A los veintitrés hice una meditación para la estimulación de los chacras que me provocó un llanto catártico y una experiencia liberadora. La voz femenina en la meditación guiada solicitaba, para el segundo chacra, el del vientre, visualizar una esfera de cierto color girando en determinada dirección (he olvidado ambas) y, también, una frase para estimular el punto energético: "Yo siento" (esto lo recuerdo con una precisión científica). Al repetir las palabras, se me dejaron venir recuerdos viejos, desde que era una niña pequeña, hasta la edad adulta, en que había hecho caso omiso de mis emociones. Esa pequeña oración, mínima, compuesta únicamente por sujeto y verbo, era una reivindicación de mi humanidad, de mi complejidad, de mi integridad. Así fue como descubrí que todas las enfermedades estomacales o intestinales previamente encontradas eran nada más una indigestión de emociones.

Sin embargo, desde entonces, he tenido dos trabajos que me tensaban y me dejaban agotada al final del día: reportera para un periódico y profesora de preparatoria. Me sentía constantemente estresada. Después de eso comencé a estudiar la maestría en una ciudad, mientras me había comprometido a casarme y vivir en una segunda urbe y mientras mi familia residía en una tercera. Un mes después falleció mi papá; tres meses y medio después me casé; unas semanas después comenzó la construcción de la casa bajo cuyo techo escribo estas líneas. Y aunque no sufro ninguna molestia física continuada, no he podido liberarme del estrés.

Podrán pensar que es normal, lógico incluso: he llevado una vida altamente exigente. Sin embargo, ha habido episodios de calma y relajación. Ahora mismo, de hecho: hace unos días di por terminado el proceso de maestría (aunque aún penden los trámites administrativos, considerablemente menos presionantes que las clases y sus tareas, la investigación y la redacción) y, a pesar de que me puedo levantar relativamente tarde por las mañanas y tengo holgura en la agenda de cada día, suficiente para estar relajada, me sigue acosando el estrés.

Pareciera, pues, que soy adicta al estrés. Como si yo creyera que estar estresada es una condición esencial de la productividad, del trabajo arduo, de ser buena persona, del éxito. Me da la impresión de que el sufrimiento es un requerimiento para los logros. Y estar contenta, sosegada, fuera una manifestación de holgazanería, de irresponsabilidad. Pareciera que el protestantismo estadunidense y su idea, ahora universal debido a la globalización, de que el cielo se gana con esfuerzos inhumanos me está victimizando. A mí y al mundo entero.

Hace algún tiempo mi marido me mostraba el video de un actor famoso, de la tercera edad (no recuerdo su nombre), que dio un discurso sobre dos temas sociales en los que trabaja con vehemencia: el tratamiento del estrés y la violencia intrafamiliar. El segundo fenómeno le interesaba puesto que su padre era agresivo con su madre, y al ahora actor le tocó atestiguar y sufrir las complejas consecuencias; el primer fenómeno, porque con los años comprendió que su padre sufría de un desorden mental causado por estrés, que lo llevaba a estar irritable, ansioso, fúrico. En su discurso, coherente y emotivo, explicaba con claridad las repercusiones funestas del estrés, sus múltiples causas y la razón por la que debería ser un área de acción prioritaria para el hombre del siglo XXI.

Es cierto: me identifico. Cotidianamente opto por el estrés porque mi alternativa es optar por la culpa. Felicidad, lentitud y cautela son todas anacrónicas, desobligadas, reprochables. Y puedo observar, en el curso de mis días, lo que trae consigo mi elección: ronchas en las manos, suspensión del periodo menstrual, gripas, insomnio, mareo, falta de apetito, estreñimiento, dolores de cabeza...

Será quizás que estoy siendo demasiado autoexigente. Que me debo dar espacio para soltar mi frenética existencia. Que es normal. Que pasará. Pero mi intuición me alerta: la bandera no es blanca: es amarilla: se aconseja precaución.

martes, 10 de febrero de 2015

Apuntes amargos sobre Tepic

Yo nací y crecí en un lugar del mundo llamado Tepic (en náhuatl, lugar entre cerros). Un sitio más bien exótico, por anodino. Es extraño en su normalidad. Es tan ordinario que sobresale. Dicho sitio es una ciudad pequeña, capital de un Estado mexicano nombrado Nayarit, en recuerdo del líder de un grupo indígena, el de los coras, que unió a las distintas tribus para formar un frente común: el Rey Nayar.

Dicha urbe cuenta en la actualidad, aproximadamente, con medio millón de habitantes. Los libros y la gente que trabaja en el Museo Regional declaran que Nayarit cuenta con cuatro grupos indígenas, o cinco grupos étnicos: los primeros serían, en orden alfabético, coras, huicholes, mexicaneros y tepehuanos; a los últimos habría que añadirle simplemente a los mestizos. Esto último me parece nada más que una treta de lo políticamente correcto. Y ya que estamos, también creo que llamarles wixarika (con pronunciación uirrárica) a los huicholes, supuestamente porque así se pronuncia el nombre de su etnia en su propia lengua y es peyorativo llamarles en español, que es la lengua de la mayoría de los habitantes no sólo del Estado sino de la nación, es una invención absurda más de "lo correcto".

Sin embargo, en las calles de Tepic se ven en una inmensa mayoría a los mestizos, en menor cantidad a los huicholes, aún en menor proporción a los coras y por último, sólo para gente con la educación suficiente para saber distinguirlos (entre los que no me cuento), los tepehuanos y mexicaneros. Lo que también se ve con regularidad son baches y basura en las calles, vendedores ambulantes y últimamente, una cantidad de tráfico vehicular que por mucho supera la capacidad de las avenidas y calzadas.

Cuando yo era una niña y después una adolescente, Tepic era un lugar bastante seguro y agradable para crecer. Era pequeño y muy tranquilo. Se podía caminar a altas horas de la noche con la certeza de que los peligros eran mínimos. No obstante, esto cambió radicalmente a partir del 2011, año en que las matanzas, los secuestros, los levantamientos, los tiroteos, las persecusiones, la extorsión y el éxodo, todo lo anterior producto del narcotráfico, comenzaron a ser una realidad cotidiana. Atrás de la casa de mi hermana bombardearon una residencia. Al día siguiente de mi llegada a la ciudad (me mudé a mi lugar natal en junio, tras cerrar un ciclo en Guadalajara, una ciudad desquiciada en su propia manera) balacearon a un hombre en frente de mi casa: el estruendo de los plomazos se oyó cuando mis papás y yo resolvíamos una plática en la cochera de la casa: tras el ruido, mi papá salió a averiguar qué había pasado y se topó con un muerto. Aquí la crónica de esos hechos.

Sumando lo anterior más el crecimiento del tráfico de carros más la existencia prolongada en el poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI), tradicionalmente parasitario, traicionero, dictatorial y vil, el resultado es una localidad más bien estéril, desesperanzada. Según me decía mi hermana hace una semana, Nayarit es el Estado mexicano a la cabeza en la lista de los índices de suicidio.

Siempre he dicho que lo mejor de Tepic es lo que está fuera de Tepic: las playas, llanuras y lagunas con las que cuenta Nayarit. En la capital lo único o lo que más me gusta (además de tener a mis amigos y a mi familia) es el Cerro de San Juan. Hubo una época en que solía subirlo diario, sola, muy temprano por las mañanas. 90 minutos más o menos, contando tanto la subida como la bajada. Aunque también está el Cerro de la Cruz y el Sangangüey. Para los tepicenses es un orgullo contar con el hecho de que estos accidentes geográficos protegerán a la ciudad por siempre de huracanes y tsunamis.

La ciudad está atravesada por lo que alguna vez fue un río bellísimo, de mucha corriente y de nombre hermoso: el Mololoa. Ahora es un riachuelo contaminado, pestilente y símbolo territorial de una colonia más bien peligrosa.

Lo que quiero decir con todo esto es que siento una especie de desdén por mi ciudad natal. Desapego, incluso enojo. Me parece fea, estéril, aburrida. Siento un gran cariño por algunas áreas: los parques y los museos, sobre todo la casa paterna; pero en general no hay más que la resignación de haber nacido en un lugar gris, y la tristeza de pensar que es inhabitable porque, como un desierto, carece de opciones reales de vida.

lunes, 9 de febrero de 2015

Una pésima amistad

Tengo muchos años viviendo con el temor de considerarme a mí misma una mala amiga. Permítanme replantear la frase anterior, simplificarla: desde hace diez o quizás más años me considero una mala amiga y dicha consideración me mortifica. Ahora bien, ¿en qué me baso para formular tal juicio?

En primer lugar, y como he reflexionado ampliamente con anterioridad en este blog, no mantengo una comunicación constante con mis amigos de ninguna manera que involucre al teléfono: mensajes de texto, Facebook, whatspp, Twitter, llamadas, e-mail. Ya sé que algunos de éstos también pueden ser utilizados en la computadora, pero debido a mi rechazo general hacia la tecnología y no sólo hacia los celulares, estas redes sociales o herramientas digitales de comunicación quedan eclipsadas también. (Sí, llevo un estilo de vida anacrónico.)

Es decir, la mejor forma en la que opero es presencial. Puedo conectarme de manera más profunda con quienes puedo tener una interacción cara a cara. Me concentro en lo que me están diciendo, los miro al rostro, detecto la sutil comunicación que se desprende de los gestos y los tonos de voz. La verdad es que no soy multitask ni de plática trivial. Más bien me gustan los intercambios intensos, honestos.

Esto que acabo de describir es suficiente para fungir como un mata-amistades. Suelo no enterarme de las grandes (buenas y malas) noticias en las vidas de mis amigos, ni de sus emociones, opiniones, afiliaciones e ideas. Y cuando me reclaman "desaparecida", "perdida", o "ermitaña", no tengo otra opción más que admitirlo.

Lo anterior genera un círculo vicioso: me da vergüenza pensar que mis amigos crean que no los quiero o que no me importan y esto me inhibe aún más de hacer el esfuerzo por contactarlos y sólo deriva en culpa y remordimiento. Y pienso: "mañana" o "la próxima vez que vaya", o "en cuanto tenga tiempo" y la realidad es que no sucede. Simplemente voy postergando la comunicación con quienes más quiero (porque, lo confieso, es el mismo tratamiento que reciben mis hermanos y mi mamá). Podrá parecer inaudito, pero así es: vivo incapaz de enviar saludos o buenos deseos a quienes quiero. En mi cabeza, todo sería perfecto si yo no tuviera que trabajar y viviera en la misma ciudad que todos a quienes quiero y pudiera verlos cotidianamente: ir a sus casas, de compras, al cine, al mercado, al café, a la playa, al cerro.

El año pasado me hice el propósito de hacerle una llamada telefónica por semana a cada amigo o amiga de los que más quiero y atesoro. No lo pude lograr ni una sola vez. Siempre hay algo que secuestra mi tiempo, mi atención o mi valentía: obligaciones, mandados, comidas, libros, videos, charlas, cansancio...

Para reunirme en persona con mis hermanos del alma o de la sangre se presenta otro gran problema: ha transcurrido tanto tiempo desde que vi por última vez a quienes quiero, que la siguiente oportunidad que tengo quisiera verlos a todos el mismo día o la misma tarde o el mismo fin de semana. Y ellos no pueden, o yo termino exhausta después de una o dos citas de intenso intercambio. Además que desde inicios del 2013, con el comienzo de la maestría y el fallecimiento de mi papá, no he tenido un respiro para poder relajarme y simplemente platicar, reencontrarme con mis viejos amores. Todo lo que hago y decido parece inspirado por la responsabilidad de cumplir con algún deber.

Otro argumento que tengo en favor de mi juicio y en contra de mi felicidad, es que durante los mismos diez años en que me he autoflagelado con la idea de ser mala amiga he pasado de novio en novio, priorizando mis relaciones de pareja (o, lo que es lo mismo, mi temor a estar sola) a mis relaciones de amistad. Así que en vez de haber salido cada fin de semana a bares, fiestas, encuentros y tertulias, me organizaba para hacer algo o para no hacer nada, pero casi siempre en compañía de mi compañero.

No se queden con la idea de que no tengo amigos en absoluto, o de que no he tenido relaciones de amistad verdaderas. He hecho viajes, pijamadas y sesiones de llanto y espiritismo con quienes más quiero. Aunque es cierto: me atormenta pensar que no les haya hecho favores, que no haya estado disponible para cuando me necesitaban, que me haya vuelto un cero a la izquierda en sus vidas.

Lo que me consuela ligeramente es pensar que es mutuo: poco me llaman o me buscan a mí también. Aunque casi siempre es a mí a quien contactan y no yo quien sale en búsqueda, y también es cierto que esto quizás se deba a esta incomunicación y aislamiento que yo le estoy imponiendo a la relación. O será simplemente que todos estamos madurando, que tenemos familias y trabajos, que las ciudades son gigantes y el transporte difícil. No sé qué creer, pero me atormenta pensar que yo sea una pésima amistad.