martes, 27 de enero de 2015

Modificando la historia

En mis años universitarios frecuentaba con mi novio en turno un restaurante de sushi localizado en Plaza Bonita, en Guadalajara. Era un sitio de buffet, así que procurábamos ir con hambre y nos atascábamos de rollitos con distintos ingredientes, colores, olores y sabores.

Recuerdo que me molestaba mucho el hecho de que las mesas estuvieran tan pegadas unas con las otras, de tal modo que se dificultaba ir desde nuestra mesa hasta la barra de la comida, una y otra vez, rellenando el plato. También recuerdo que pasamos algunos momentos lindos en ese lugar y que, entre otras cosas, él una vez me dijo que yo era lo mejor que le había pasado en la vida.

Pero lo que más recuerdo es a la hostess. Es decir, a la muchacha que estaba de pie al frente del lugar recibiendo a los comensales y dirigiéndolos hacia sus mesas y sillas: la primera -y la mejor- cara del restaurante (el dueño, o el gerente, o quien quiera que fuera ese hombre que siempre estaba al tanto del negocio, era feísimo).

Siempre usaba unos tacones altísimos, incluso antes de que se pusieran de moda. También le gustaba la ropa entallada y corta: vestiditos, falditas. Era muy blanca y le gustaba ponerse porciones generosas de maquillaje. Tenía unas piernas preciosas -en general su cuerpo estaba bastante bien hecho- y su rostro, a pesar de la máscara colorida con que lo cubría o adornaba, era muy atractivo también.

Sé que ese muchacho que era mi novio tenía una fascinación más o menos declarada por aquella ninfa urbana. Y yo, insegura y celosa, me hundía en espiral en unas fantasías destructivas en las que ellos dos, la bella y la bestia, se trenzaban en un lío amoroso. O me gustaba imaginarme a la señorita propinándole un rotundo "no" a mi extraviado compañero, que se había perdido en el "escalafón estético", como lo llama Phillip Lopate.

De algún modo, las inseguridades propias no permiten que uno vea a los demás como simples prójimos, como individuos que padecen y gozan, tanto como uno mismo. Creo que un agazapado impulso autodestructivo me llevaba a querer imaginar a esa joven como mejor que yo. Yo ya había aceptado de antemano mi derrota en la imaginaria batalla entre ella y yo: sabía que yo era inferior en belleza, en atractivo, en guapura, en simpatía, hasta en ingresos laborales -yo era una estudiante de universidad privada mantenida por mis padres.

Por eso, yo creo, me gustaba imaginarme que ella por fin lograba seducirlo y quedárselo, como si los novios fueran una propiedad o un trofeo -que yo, si así fueran, no hubiera merecido. O me gustaba fantasear con una hipotética humillación que ella le suministraría a él, porque en mi cabeza él era culpable de mis temores y mi desdicha: ella podía ser hermosa, pero él jamás debía haber considerado su existencia.

El tiempo ha pasado, ese chico se ha ido y algunos de mis terrores también. Ya no me molesta que mi compañero mire a otras mujeres, ni me siento indigna de un buen acompañante, ni fea ni tonta ni perdedora. Y, por otro lado, conforme los años se han esfumado, me he podido percatar también que por mucho que fisgoneara otras piernas, ese novio me tenía un gran afecto, un cariño muy especial.

Pero la historia no es lo que pasó, sino lo que recordamos que pasó. Y la realidad no es una existencia objetiva, sino lo que llevamos en la cabeza. Entonces, si a mí me preguntan, ese joven que fue mi pareja en la universidad tuvo un amorío tórrido con una mujer despampanante.

viernes, 23 de enero de 2015

Mango y yo

Mango es un perro grande, al que poco le falta para confundirse con oso o con león. Da la impresión de que está compuesto, exclusivamente, de amor y pelo. Ambos elementos lo cubren y llenan por completo.

Yo soy un joven que he tropezado, he dado tumbos, me ha levantado, me he perdido, he encontrado y he perdonado. Soy un caminante, como muchos más. Y cada día voy haciendo mi camino. A pesar de los años que tengo, desde que Mango llegó a mi vida volví a la infancia y ahí me quedaré.

Mango y yo tuvimos compañía, por un tiempo. Se han marchado ya. Una era peluda y andaba sobre cuatro patas, como él. Otra era delgada y caminaba recta, como yo. Las quisimos. Compartimos con ellas atardeceres, cielos nublados, lluvias, olas y carreteras. Se han ido. Todo alguna vez se va. Pero nosotros nos hemos quedado. Bien juntos.

Hemos encontrado, desde algunas semanas, un rincón en el mundo que a pesar de su grandeza, pareciera que es nuestro nomás. Vamos todos los días, casi de madrugada. Yo soy el conductor del vehículo y él es mi compañero incondicional. No es el mejor copiloto, pero sí el mejor amigo.

Llegamos al lugar y hay que subir. Cuesta arriba, minuto tras minuto. Mango está feliz en la euforia del momento: va y viene incansablemente. Yo estoy feliz también, pero mi energía tiene límites. Él se adelanta y luego regresa por mí. Se asegura de que esté bien. Ya lo he dicho: es mi compañero incondicional.

Hay momentos del día en que Mango y yo no hacemos más que descansar. Nos acostamos a ver la tele, o nos sentamos en el jardín a que el viento nos lama con su lengua invisible, del mismo modo en que Mango muestra su amor. Lo habrá aprendido del aire.

Mango y yo somos iguales. Nuestro mutuo reflejo. Nos gusta estar rodeados de gente y ser el blanco del amor y la atención de los demás. Nos gusta la cerveza, y la aventura también. Tenemos un corazón grande en el que a veces se cuela la tristeza, pero donde regularmente brinca el júbilo. Provocamos ternura y nos importa poco la obediencia.

Mango y yo compartimos un algo tan grande que no tiene palabras. No hay vocablo inventado ni conocido que describa o informe sobre lo que hay entre nosotros. No es amor ni es amistad. Somos Mango y yo.

miércoles, 21 de enero de 2015

Despertar a oscuras

Iniciar el día antes de que el sol se levante es terrible. Hay algo inhumano y contranatural en despertar antes que el resto de la naturaleza. Es como si de pronto uno se convirtiera en el miembro enfermo o adolorido del conjunto natural, y mientras el resto de órganos descansa en paz, uno está alerta, listo para el ataque.

También es cierto, aunque suene un poco ridículo, que hay algo en la oscuridad de la madrugada que me da miedo. Es como carecer de testigos. Como si el mundo entero estuviera dedicado a la noble labor de descansar, y a nadie le interesara mi persona. Me siento sola contra el mundo. Sin cómplices como los pájaros, el sol, las nubes, la luz. Un fantasma obstinado.

Por otro lado, es innegable que me cuesta más trabajo quitarme la modorra cuando aún está negro el cielo. Mi cuerpo me grita, me exige, que siga descansando, que lo que estoy haciendo no está bien, que ésta es la hora apropiada e incluso socialmente aceptable para reposar. Y la luz del baño y de la recámara se abalanza sobre mí, como en un asalto a mano armada, y me pide que le entregue todos mis sueños y mi tenue ritmo cardíaco.

Lo que más me gusta es levantarme de la cama al mismo tiempo que los pájaros abren los ojos y los piquitos para entonar sus melodías de buenos días. Así sí, siento que mi entorno me da la bienvenida a un nuevo amanecer y que me estoy integrando a una fiesta, a una alegoría de voces felices por haber despertado una vez más.

Me encanta el justo momento en que el sol, aflojerado pero decidido, va combatiendo las tinieblas con sus rayos sutiles y, mientras en el cielo se van dibujando colores inauditos, las hojas de los árboles se mueven sutilmente con el aleteo contento de las aves que en ellos pernoctaron, y de entre los troncos y el follaje salen esas vocecitas animales que agradecen a Dios por la nueva oportunidad de vivir. Entonces siento que, en sintonía con el universo, comienzo las labores.

martes, 20 de enero de 2015

La falacia de los masajes

Cuando uno piensa en recibir un masaje, las relaciones mentales que se hacen son de descanso, relajación, tranquilidad, bienestar, calidad de vida, gozo, placer... En fin: las asociaciones que se hacen son positivas y agradables. (Habrá casos de gente que no le guste ser tocada y la idea de experimentar un masaje sea terrorífica, pero son los menos.) 

Y más considerando el bombardeo publicitario que se hace de lo que debería ser una buena vida: reír, amar, dormir, viajar, leer, compartir con amigos, ejercitar el cuerpo, tener momentos de ocio, cuidar la salud, etc. Desde hace algunos años, el ideal de vida es uno pacífico, sabio, sosegado. Y entonces resulta no sólo conveniente sino necesario hacerse un masaje de vez en cuando. 

Desde hace algunos años, los medios de comunicación y las empresas se han encargado de hacernos creer que lo deseable, lo mejor, lo bello, es estar feliz y sano. Así, como una tendencia opuesta a lo que se acostumbraba antes (en que el ideal era el consumismo sin ton ni son), ahora tratan de convencernos que el camino hacia la perfección es la comida orgánica, los tratamientos corporales no agresivos, la terapia psicológica, el bienestar holístico, la medicina alternativa, el manejo de la energía. Es a lo que se llama marketing 3.0 o espiritual o de los valores. 

Así pues, cuando yo me doy el tiempo o el dinero para hacer una junta para que me den un masaje, tengo encima todas estas expectativas: salud, belleza, éxito, felicidad, bienestar. Yo, igual que todos los demás, tengo una vida cotidiana en la que surgen frecuentemente motivos de estrés y tensión. Y también, como los demás, trato de solucionar los problemas, de soltar las preocupaciones y de liberar la presión. Sin embargo, como todos, hay algunas tensiones que se van acumulando al grado que se vuelven molestias o enfermedades. 

Entonces lo que perfectamente podría ser un momento de distracción y de pausa, queda eclipsado ante la inmensa esperanza de encontrarme en lo que podría ser un factor decisivo en mi salud, en mi belleza y en mi felicidad. Me parece que de pronto todas las cosas que cargo en la cabeza y todos mis dolores corporales deberían de desaparecer en ese periodo de 60 minutos. Que tengo que aprovechar al máximo esas manos que me curan, esos olores que me calman, esa horizontalidad que me sosiega. Y si no, será una gran decepción. Y si no, seré enferma, fea, estresada, infeliz. Y, por supuesto, tener estas expectativas tan altas logra que arruine la experiencia. De ser un momento de descanso se convierte en una labor, casi en una obligación. 

Hace unos días fui a que me dieran uno. Y cuando la mujer pasaba sus manos por mi cuerpo, me di cuenta que esperaba de ese momento que me transformara, que me cambiara la vida, y en vez de seguir teniendo ocupaciones (y algunas preocupaciones), quedar metamorfoseada en un ser etéreo y con una vida armoniosa, organizada y perfecta. Afortunadamente, la masajista es una mujer un poco despistada y en medio del masaje alguien llamó a la puerta y sin previo aviso ni permiso ni disculpas, interrumpió el masaje, se salió del cuarto y atendió, por un rato, el llamado. Le agradecí secretamente haberme dado un masaje que no fuera casi ritualista, sino una actividad más, con defectos e imprevistos. Me dio la impresión de que, efectivamente, puedo ser simplemente yo: tensa e imperfecta y que el masaje no es nada más que un breve chiqueo, no un proceso de sublimación o un lapso divino.

lunes, 19 de enero de 2015

Ver ballenas

El día de ayer, por primera vez en mi vida, fui a ver ballenas. Me pusieron una versión minimalista de un chaleco salvavidas, me subí a un bote y junto con un grupo de extranjeros simpaticones (entre los que se encontraban mi marido y mi suegra) y del capitán, un investigador de la Universidad de Guadalajara y la bióloga líder de la excursión, despegué hacia el horizonte azul.



De por sí es maravilloso ver las capas de montañas que parecen quedarse en la tierra, tristeando por nuestra partida. Tienen distintos colores y texturas, cada montaña distinta a la anterior y a la siguiente, todas formando un ensamble maravilloso de formas. El mar, por otro lado, insondable, generoso y lleno de misterio. El viento que juega con el cabello y besa las mejillas. Pero ver a unos seres vivos inmensos, llenos de fuerza, de belleza, de una vitalidad que no entiendo: eso ya es otra cosa.

Soy escritora y tengo una relación de amor y odio con las palabras. Las necesito para vivir y a veces la relación se vuelve pasional, enfermiza, dependiente. En otras ocasiones las desprecio por altaneras, por insuficientes, por traidoras y por desgastadas. Y en medio del océano, frente a la majestuosidad de esas criaturas (una ballena adulta hembra y su bebé), ni las odié ni las amé. No las necesite y no las pude encontrar. Simplemente comencé a llorar.

Lloré porque de algún modo, con un conocimiento que no es mental ni lógico ni científico, supe con total certeza que esos seres son superiores a mí, y en esa superioridad son humildes y se acercan, se dejan ver, tienen la sencillez de lucir su esplendor, de asombrar. Lloré porque son una manifestación brutal, agigantada, del milagro de la creación. Lloré porque son amor, y en su hermosura y su acuática existencia reflejan que yo también lo soy. Lloré porque sentí a Dios a mi lado, dándome el regalo de atestiguar sus maravillosas creaciones. Lloré de gratitud y de ternura y de humanidad. Lloré ante mi insignificante existencia llena de significante y portentosas emociones.

Después del espectáculo de la maternidad pasamos a seguir surcando las olas en busca de otro de esos fenómenos inefables. Vimos a otro bebé, alegre y juguetón, que salía del mar, se inclinaba sobre su costado y finalmente caía en el mar como quien se deja tumbar sobre la cama, en absoluta confianza y comodidad. Y no obstante pesar una tonelada, se movía ligero como pluma.

Luego, en algún punto del mar, la bióloga sumergió un micrófono acuático o hidrófono, como ella lo llamaba. Para mi inmensa sorpresa, de un momento a otro, ya me encontraba llorando de nuevo. Por la pequeñita bocina salía, armoniosa, la voz de una ballena macho, un cantor, como le llaman los que saben de esos animales asombrosos. Efectivamente: cantaba con su poesía animal, con su poesía que no es más que puro sentimiento, que el acto comunicativo más puro y primitivo. Cantaba para encontrar a una ballena que le permitiese donar esperma para contribuir a la supervivencia de la especia. Cantaba por la vida.

Y en ese momento volví a ser tan efímera como una nube, un pequeño puntito en el entramado espacio-temporal. Ahí estaba la ballena, dándole voz a una emoción que sin serlo me dejó enmudecida. Nada importaban mis letras, mis problemas, mi tesis de maestría aún sin finalizar. Nada. En ese momento sólo había aquella verdad: un mamífero gigante que es artista, que es más grande, en todos los sentidos, que el entorpecido andar humano. Y su canto no es más que uno entre un montón. Me estremece y me asombra pensar en la hondura del océano, en las criaturas que lo pueblan, en los cantos de esas criaturas, en sus colores, sus texturas y sus existencias milagrosas.

El capitán del bote me contaba que una agencia científica en Estados Unidos tiene permanentemente sumergidos en el mar hidrófonos, con el fin de escuchar al ser vivo más grande de nuestro planeta, el agua, y poder descubrir y catalogar sus misterios. Han encontrado, me dijo, varios sonidos que permanecen en la oscuridad: no se sabe a quiénes permanecen ni qué mensaje contienen. Qué increíble, ¿no? Qué absolutamente pasmante, ¿no? El agua en el que bautizamos nuestros cuerpos está habitado por especies que nunca hemos visto, que nunca hemos oído, y que están cargadas de vida, de expresión, de asombro.

Cuando yo era niña iba a clases de inglés a la universidad donde mis papás eran profesores. Tuve muchos libros diferentes, de acuerdo con el nivel en el que me encontrara. Uno de ellos mostraba una imagen, a propósito de algo que ya he olvidado, que contenía una especie de descripción visual de la profundidad del océano. Era una imagen vertical, y a medida que los ojos la recorrían hacia abajo, el color del agua se iba volviendo más oscura y los animales más extraños. El texto decía que a medida que se ahonda en los mares, se va recibiendo menos luz, y criaturas inverosímiles van surgiendo, en la oscuridad de lo desconocido.

Gracias, Vida mía, por permitirme ver de cerca a una especie de este mundo tan vasto. Y gracias por recordarme mi lugar, mi humilde lugar, en el orden y el sentido de este mundo.


viernes, 16 de enero de 2015

En el coche

Vamos los dos en el coche. Él maneja, yo finjo que veo el paisaje. La verdad es que sólo miro fijamente, obsesivamente, a los pensamientos que me llegan y se van.

Él insiste en viajar con los cristales de las ventanas abajo. No estoy de acuerdo, pero consiento. El frío se cuela. El aire duele en el pecho, las montañas están azules y estoy a punto de quedarme sola.

No hemos hablado nunca del momento de la despedida. No le he dicho, tampoco, que sé que él quiere mi partida. No me ha dicho, tampoco, que quiere estar solo. O quizás no solo, pero sí sin mí.

Nos dijeron que el hospital es muy frío y por eso no me opuse a que abriera las ventanas. Es preferible que me vaya acostumbrando a las bajas temperaturas.

Lo miro y lo encuentro impasible. Maneja con indiferencia. Maneja como lo hacía aquel día, en que fuimos por frutas y verduras e inesperadamente las naranjas salieron volando, los plátanos se aplastaron y nuestro niño quedó atrapado para siempre entre el piso del coche y la lámina de la puerta que aquel otro carro impactó y deformó.

Todos dicen que es cierto, que es mejor que los dolores y la sensación de asfixia los experimente sola, calmada, en el edificio blanco del hospital. Y él maneja.

jueves, 15 de enero de 2015

Una vida secreta

Igual que Dr. Jekyll y Mr. Hide, yo tengo una personalidad pública, aceptable, honrosa e incluso loable, y otra que debería permanecer escondida, que seguramente será rechazada, juzgada, mal vista y deplorada. Tengo una vida secreta: unos gajos en las sombras.

Si se me pone a escribir, dibujar, manejar y cocinar con la mano derecha, el universo es mío. Soy capaz de lo que sea: un digno ejemplar del multitask o lo que es lo mismo: la ejecución de varias tareas al mismo tiempo. Sin embargo, si el encargo debe ejecutarse con la siniestra mano izquierda, el panorama cambia, muda 180 grados, se transforma y se trastorna, se oscurece: me vuelvo un ser sin habilidades, carente de inteligencia y talento, peligroso, aberrante.

Igual que para cualquier otro enfermo mental, el mundo y su estado de cosas favorecen la horrenda duplicidad de mi persona. Prácticamente todo está diseñado para ser utilizado con la mano derecha, la que está más lejos del corazón. Y en contraste, casi nada es óptimo para su uso con la mano izquierda.

La sociedad va reprimiendo, silenciosa y sutilmente, no sólo a los zurdos y a los ambidiestros, sino a todos quienes queremos ejecutar acciones con todas nuestras posibilidades, herramientas y potencial. Pero más aún: a quienes soñamos con eliminar el monopolio de la diestra, quienes tenemos la convicción de que también la siniestra puede ser diestra y viceversa: sobran ejemplos de maldades y errores ejecutados con la mano más usada.

A veces sufro pesadillas inexplicables en las que mi mano izquierda, humillada y vengativa, se avalancha sobre mi cuello y lo presiona hasta ocasionarme la muerte. Es entonces cuando pienso en las funestas (siniestras, y no por casualidad) declaraciones de Charles Manson: "Mi padre es una prisión, mi madre un sistema, soy lo que ustedes me hicieron. Los miro y me digo: ustedes quieren matarme y yo ya estoy muerto. Toda mi vida estuve muerto". Es lo mismo que mi extremidad tiene qué decir: me han reprimido y en la oscuridad me he vuelto un monstruo: aquí estoy, sin esconderme, sin las sombras, sin las cloacas: éste soy yo su creación: éste soy yo que son ustedes.

Estoy convencida: no importa cuánta paciencia y tiempo me requiera, le daré libertad y fuerza, poder, a mi mano izquierda. Que me tachen de loca, de malhecha, de tonta, de incapaz. Yo y sólo yo seré la dueña de dos manos capaces, entrenadas, amadas. Sólo así me salvaré del asesinato a manos de mi vida secreta.

miércoles, 14 de enero de 2015

Chiflidos y pachanga

Tengo un profundo respeto por todas las palabras que llevan "ch" en algún punto de su extensión. Esto es así, porque las encuentro irremediablemente graciosas. Y tengo un profundo respeto por lo que me causa gracia. Una risotada, en un segundo, desarma la seriedad de la violencia, el abuso, la estupidez.

La canción que hizo famosa Café Tacuba, aunque de autoría de Jaime López Camacho, "Chilanga banda", está escrita casi en su totalidad por palabras con "ch". Me encanta. Es ligera, irreverente, rebelde por naturaleza. Burlones, cínicos, desinhibidos: así me parecen estos singulares vocablos.



Un chingado chango que vive en el rancho, chupa a chorros y chacotea con cholos.

No es casualidad que la palabra chicle lleve "ch": es más, creo que la invención de la palabra chicle fue forzosa, necesaria, por el efecto que causa la "ch" en la boca. Es como masticar el alfabeto, entretenerse con los dientes y la lengua. Aunque la verdad es que chicle tiene su raíz en el náhuatl "tzictli" (me pregunto cuál será el nivel de sofisticación en el sentido del humor de los nahuas).

También es verdad que al pronunciar "cho" y más aún con "chu", enviamos mensajes subliminales de seducción y erotismo a nuestro interlocutor. Pronuncie usted "chongo", "chocolate" o "chofer" y tendrá más que la atención de su audiencia. Pero introduzca "chuleta", "chupar" o "chula" y tendrá el mundo a sus pies.

Con "cha", "che" y "chi" la historia es diferente. Son mucho más sutiles y discretos, aunque igual de efectivos en su poder para destruir el sentido y la rectitud del mundo. "Chale, pinche chingadera" y de pronto usted es el dueño de su destino, destructor de egos y capaz de lo que sea. ¿Quién se atreve a negar la "coincidencia" de que un sinónimo de carisma sea chispa? La Tierra está gobernada por la "ch".

martes, 13 de enero de 2015

Escribir

Tanto escribir como no escribir me aterran. Ambas opciones me intimidan por igual. Cuando escribo, porque mi voz y mis ideas dejan de ser mías y se vuelven públicas. Mis lectores se asoman a mi cabeza y a mi corazón. Lectores inciertos: algunos son amigos, familia o conocidos; otros son completos desconocidos. Lectores sin cara ni identidad. Adictos a este blog o despreciativos. Curiosos, morbosos, o quién sabe cómo.

Y cuando no escribo, porque retomar el hábito es difícil. Cuando me siento a plasmar palabras todos los días, cada vez se va volviendo más fácil. No sólo la elección de adjetivos, sustantivos y verbos, sino principalmente la de temas. De algún modo, la disciplina de la escritura diaria es como un río en el que me sumerjo y que me arrastra, me empapa: empiezo a ver todo como materia literaria y con anticipación se acomodan en mi cabeza, como piezas de rompecabezas, los vocablos que le darán cuerpo y vida a mis pensamientos.

Si dejo de escribir por varios días, cuando me vuelvo a situar frente a la pantalla de mi computadora, ésta me escupe en la cara y se hace del rogar. Me dice que si quiero azul celeste que me cueste. Y me cuesta. Titubeo ante el abanico de posibilidades que me ofrece la Hermosa Lengua Española. Todos los temas me parecen tontos, superficiales, sin chiste.

Si escribo diario, en cambio, tengo la cabeza llena de cosas que platicar. Los dedos se avienen a la labor redactando palabras y frases con gracia, con ilación armónica. Puedo hablar de mi vida cotidiana, de recuerdos, de sueños, de metas, de inconformidades. Y después de esta actividad artístico-catártica, me siento al mismo tiempo más yo y menos yo. Como si le hubiera hecho un regalo al mundo y de ese modo soy más presente, más universal, y al mismo tiempo como si mi ego fuera menos mío, como si mis neurosis fueran menos tangibles y más literarias, casi ficticias.

A veces siento un picor en el alma por ponerme a redactar locuras o sensateces o ambas, y a veces (puede incluso ser la misma vez), tan pronto como estoy en mi asiento preparada para la acción, me distraigo y me dejo tentar por las redes sociales y la fertilidad digital de la Internet (cómo me gusta usar Internet como palabra femenina: me parece que le da un no sé qué jocoso al concepto).

En ocasiones me siento temerosa de escribir sobre un Tema Serio, como los ataques al Charlie Hebdo, la política nacional o la búsqueda de la Felicidad. Pienso que lo haría mal o que no estoy capacitada. Acto seguido me pongo triste de contemplar esta posibilidad. Aunque es cierto que prefiero los temas cotidianos, íntimos y nada pretensiosos. Me parecen más habitables.

Hoy estuve a punto de escribir un pequeño ensayo sobre la palabra "deschavetada". La usé en un correo electrónico y me sedujo su desenfadada complejidad. El servidor de mi blog resalta la palabra subrayándola con una línea roja casi mortal, insinuando que está incorrecta o inventada. Pero el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, quizás mi mejor amigo y consejero digital, me confirma su existencia, su validez, su legitimidad inviolable. La RAE y yo le otorgamos a la palabra "deschavetada" el derecho inalienable de existir sin ser juzgada, rechazada o discriminada. Pero no lo hice. En vez, escribí esto que se acaba ahora.

lunes, 12 de enero de 2015

Vislumbrando la maternidad

Anoche fuimos a cenar mi hijito adoptivo (me rehúso a usar la palabra hijastro) y yo. Solos, por primera vez. Normalmente su papá, mi marido, está con nosotros. Pero ayer no: se sentía mal y optó por quedarse en casa. Así que fuimos a un restaurante de sushi cercano, en el que pediríamos y compartiríamos (sin explicitarlo, ambos lo sabíamos) un arroz lleno de maravillas: aguacate, camarón, filadelfia y bla bla.

Hubo algo verdaderamente hermoso o sublime en esa comida compartida. En ningún momento paramos de hablar: él me contaba detalles sobre sus compañeros de escuela y sobre el maestro nuevo de Educación Física; me platicaba pormenores de sus videojuegos (de lo cual puedo sacar una conclusión: Leo's Fortune está buenísimo y es todo un reto). Experimentamos con la comida y comentamos los sabores. Probó un pedacito del rollo que yo pedí y el limón y la sriracha le hicieron pasar un mal momento.

El camino recorrido con ese lindo niño ha sido arduo: es difícil construir una relación sólida e íntima cuando uno de los dos tiene que salir constantemente de la ciudad, y cuando sí está en casa pasa horas encerrada en un cuarto, leyendo y escribiendo. Hemos tenido que superar miedos, enojos, frustraciones, confusiones e incomodidades. Para todas las anteriores tengo ejemplos, pero prefiero no ahondar.

Y ahora, por fin, parece que nuestra conexión se está asentando, se está volviendo más estable y agradable, más provechosa, más amorosa. Disfruto su presencia, y aunque no me encanta despertarme antes de que salga el sol para darle de desayunar y llevarlo a la escuela, su compañía vale la pena y vuelve mi vida más productiva, más alegre, más sensata.

Es cierto que no soy su mamá, pero esto es lo más cerca que he estado de criar a un ser vivo, de verlo crecer, de impactar en su educación, de convivir íntimamente. (Un tiempo viví con mi hermana y mi sobrina, pero ser tía no es lo mismo que mamá adoptiva o madrastra.) Y esta ventana a la maternidad me gusta. Me gusta mucho.

jueves, 8 de enero de 2015

Los ángeles

No sé qué pensar de los ángeles. Por muchos años me pareció que la idea de ellos o lo que implicaba su existencia era una ridiculez. Los encontraba cursis, completamente inverosímiles, una invención aberrante nacida del temor humano. Pero ahora ya no soy tan categórica al respecto.

A lo largo de mi vida he tenido la sensación de que estoy acompañada y protegida. No sé por qué. Simplemente lo siento así. Como una cierta certidumbre incierta (es decir, lo sé sin saberlo, lo sé sin la razón, lo intuyo quizás), tengo conocimiento de que estoy bien, de que me va a ir bien, de que hay un abrazo amoroso, invisible y etéreo, rodeándome constantemente.

Hace algunos meses fuimos mi esposo, su hijo y yo a San Sebastián del Oeste. Nos llevamos con nosotros a nuestro perro, que es un golden retriever bastante consentido y poco agresivo. Estábamos muy contentos los cuatro (nuestra mascota dedicó largos minutos a olfatear con interés y delicadeza a una burrita que vivía en el terreno vecino a la cabaña donde nos hospedamos, mientras ella le retribuía la atención y el afecto), y decidimos dar un paseo hacia las orillas del pueblo, a las minas.

Íbamos apenas comenzando nuestro camino cuando se unió a la expedición un perro, aparentemente callejero, que se veía fuerte e incluso bravo, pero que se portó gentil con nosotros y que jugaba, aunque un poco tosco, con nuestro amiguito animal. Pasados algunos minutos de caminata, nos topamos con una pequeña pero muy agresiva jauría de perros, que tan pronto como vio a nuestro perro se lanzó sobre él. El otro, nuestro acompañante, se aventó sobre ellos y les ladró, los mordió y los persiguió. Si no hubiera sido por ellos, no habríamos podido mantener a salvo a nuestra mascota de 27 kilos, y quizás tampoco a nosotros mismos.

En agosto del año pasado, poco después de mi cumpleaños y según lo registré aquí, me atropelló un bote en el mar. Si hubiera habido cualquier mínima variación (en ángulo, movimientos, tiempos), podría haber muerto. Lo que sí pasó es que me pegué en la cabeza, en la espalda, cerca de una nalga y una pierna. No sé si habrá sido mi papá protegiéndome, pero la verdad es que constantemente lo escucho alrededor mío, reconfortándome, animándome, sugiriendo consejos: cuidándome.

 Mi cuñada, la única que tengo, me ha contado de cómo puede escuchar a los ángeles alrededor suyo, ayudándola para que ella a su vez pueda ayudar a los demás. Y confía en ellos ciegamente, porque son, a su parecer, una muestra de amor puro, incondicional.

No sé qué pensar de los ángeles, pero estoy dispuesta a creer en ellos. Creo que quiero creer.

miércoles, 7 de enero de 2015

En pie de lucha

Hace algunas horas me sentía apretada entre el pecho y la espalda. Como si me poblara un barullo, un enredo, una madeja de hilo desquiciada. Sentía una mezcla confusa de miedo, enojo y resentimiento. Eventualmente me puse a hablar con mi esposo y el hilo vagabundo y enloquecido dentro de mí empezó a desenredarse, a adquirir más sentido y volverse más aprehensible.

Ayer salimos con una pareja de amigos que están casados. Son canadienses, pero viven la mitad del año en una playa del sur de Nayarit. Construyeron una casa en la que sólo hay puertas para las recámaras y el baño, todo lo demás está prácticamente al aire libre y hecho de modo inteligente, aunque improvisado. Son lo que uno llamaría hippies. Son padres de tres niñas y se mantienen relajados y de buen humor, descalzos, amorosos. Mientras están en México no trabajan, así que su vida es un extendido ocio activo.

Hay algo en la convivencia con ellos que me disparó una reacción psicológica inesperada. Verlos tan libres (de compromisos laborales, de neurosis, de vecinos, de rutina) me hizo sentir opaca, aburrida, citadina, contaminada, enloquecida. De pronto me construí una versión romántica e idealizada de su vida y ya quería vivirla yo, encarnar su piel. Y es que, como ya he dicho antes, yo fui más bien una niña de casa, bastante domesticada y más lectora que juguetona. Mis papás, por su lado, eran unos académicos responsables, un ejemplo a seguir en múltiples sentidos. Pero no eran particularmente aventureros. Así que yo crecí entre dos hermanos adorables pero llenos de hormonas y unos padres entregados a sus obligaciones laborales y familiares. Lo cual me lleva a la próxima cosa de la que quiero escribir.

Desde el lunes pasado, comencé a levantarme a las seis de la mañana para bailar durante 30 minutos, bañarme y a las nueve comenzar mis horas de trabajo ya arreglada y desayunada. Todo esto para incrementar mi calidad de vida, mi salud, mi estado de ánimo. Hoy, mientras bailaba, escuchaba a través de los audífonos el sonido de mis tenis contra el piso. Me angustió la idea de despertar a mi esposo y a mi hijastro (qué fea palabra). Y cuando subí a la recámara para bañarme, me molestó que la puerta hiciera tanto ruido y que mi marido fuera a perder sus preciadas horas de sueño. Me causó un conflicto tremendo que mis necesidades y mis metas tengan como efecto secundario algún tipo de incomodidad para mi familia.

Yo recuerdo con mucha claridad estar pequeñita (cinco, seis años) y decidir por cuenta propia ser invisible, en el sentido de no ser notoria, no dar problemas, no llamar la atención de mis ocupados padres. Me parecía que mis hermanos, adolescentes para ese entonces, ya eran suficiente fuente de angustias para mis progenitores, así que me comprometí conmigo misma a ser la hija sencilla, fácil, adorable. Y así, una tras otra vez, me suprimía en situaciones sociales o familiares. Volverme transparente se convirtió en un hábito tóxico que comenzó a acompañarme a todos lados. No ser una molestia, no llevar la contraria, no levantar polémica.

Fue hasta hace muy poco, con mi último novio (que eventualmente se volvió mi cónyuge), que aprendí que podía ocupar un espacio, usar la boca, tener personalidad propia, opiniones distintas. Comprendí, en pocas palabras, que tengo el derecho absoluto de ser feliz y de serlo siendo yo misma.

Sin embargo, parece que para lograr esa meta debo luchar incluso contra mí misma. Algo que me parece insólito. Y eso era justamente con lo que estaba lidiando esta mañana. Si yo me lo permito a mí misma, si las condiciones son propicias, yo podría pasar todo el día dormida, o leyendo o viendo películas. Es decir: sin salir de casa. Si yo me lo permito a mí misma, podría volverme translúcida: anularme, sacrificarme, ser negligente conmigo misma, con tal de aportar un ambiente cómodo y agradable para mis seres amados.

Ayer le describía a mi compañero y a otro amigo nuestro que siento sed de aventura. En los términos de la doctora Jean Shinoda Bolen y de su libro "Las diosas de cada mujer", Artemisa, la diosa de la vida al aire libre y la libertad, me está gritando que se siente asfixiada, que necesita estímulos, que requiere saberse perdida, rodeada de animales, irredenta, insumisa. Y también siento necesidad de expresar mis emociones, de estar en condición física, de escribir diario, de crear historias y proyectos. Pero todo esto sólo lo puedo lograr si lucho contra la inercia, contra las otras diosas (Hestia y Perséfone), domesticadas, tímidas, inmaduras, dependientes, contra mí misma.

Y aquí estoy. En pie de lucha.

martes, 6 de enero de 2015

Saber esperar

Nadie me lo enseñó. No lo leí en ningún lado ni me topé con una entrevista en la radio que hablara de ello. No sé cómo llegó a mi vida (o si acaso me puedo adjudicar la gloria de haberlo inventado yo misma), pero el punto es que tengo una estrategia o, mejor, una metodología para la espera.

Quienes me conocen podrán decirles que soy una persona paciente. A mis alumnos puedo explicarles una y otra vez las cosas, hasta lograr la satisfacción de ver en su carita (no es que sean niños, pero los miro con ternura) que comprenden. A los niños que conozco los puedo acompañar, escuchar, cargar o corregir las veces que haga falta. En una discusión suelo mantener la cabeza fría. En el tráfico... Bueno, en el tráfico me pongo a bailar. Pero mi paciencia no es eterna (y mi marido está para confirmarlo). Hay situaciones, personas, frases, hechos que me sacan de quicio, inmediatamente o poco a poco.

Una de esas cosas que me exasperan es esperar con la sensación de que no hay sentido en la espera. Llega el punto en el que más que aguardar la llegada de alguien, lo que creo que estoy haciendo es abrir la llave del tiempo y dejar que un chorro lleno de segundos y minutos escurra por la manguera de mi existencia. Siento que me voy a caducar. Que me voy a echar a perder, que mi cabello se volverá canoso y mi cara agrietada. Que nada tiene propósito o lógica.

Así que para ahorrarme el delirio, mejor establezco cierta coherencia o reglas básicas al desagradable juego de la espera. Cuando llego al sitio en cuestión, me planto con buena actitud y, sin más adornos mentales, me siento con la esperanza de vislumbrar, pronto, el rostro que busco. Sin embargo, si pasan algunos minutos sin ninguna novedad, entonces entra en acción mi estrategia.

Busco un reloj en la proximidad de mi persona (no llevo uno atado a ninguna de mis muñecas) y dependiendo de dos factores, decido en ese momento la inflexible hora de mi partida. Los dos elementos a considerar son: 1) la importancia de la cita o de la persona desaparecida o impuntual en cuestión; 2) la prisa que tengo o lo fastidiada que me siento ya para entonces (porque la cantidad de tiempo que he esperado sin consultar la hora puede ser muy variable).

Así pues, si son las 16:22 y ya he esperado un buen rato y sólo es para regresarle un libro a alguien, determino que la hora de mi partida serán las 16:30. Ni un minuto más ni un minuto menos. La verdad es que para que esta estrategia funcione requiere de disciplina. Algo, un poco, no demasiada disciplina. Pero la suficiente para tener las agallas para permanecer en un sitio en contra de los deseos y la voluntad propia. No ceder al placer de largarse. Más bien, otorgarse el gusto de haberse sabido paciente, de no darle al otro una posibilidad de excusa por su irresponsabilidad. "Esperé hasta que ya no pude esperar más".

Hace poco, sin embargo, llegué a un sitio donde había acordado verme con alguien a cierta hora. Llegué sin celular, reproductor de música, carro, reloj... Sólo llevaba las llaves de mi casa y un billete de 50 pesos con la cara de un Miguel Hidalgo tan consternado como yo, ignorantes como estábamos de la hora. Evidentemente, no podía establecer mi parámetro para esa situación. ¿Y qué hice? Esperé hasta que ya no pude esperar más. Me largué cuando me sentí harta.

lunes, 5 de enero de 2015

Estupendo.

La palabra "estupendo" no es para cualquiera. Podrá creerse que los vocablos de una lengua son de libre uso, sin costo, disponibles para cualquier persona. Pero no es así. Y "estupendo" es una de esas palabras de acceso limitado, con requisitos, al centro de su propia élite.

Todos creemos que sabemos lo que significa, pero lo que el diccionario de la Real Academia de la Lengua española dictamina es "admirable, asombroso, pasmoso". ("Pasmoso". Otra palabra extraña, como propia de una vitrina de antigüedades o de objetos exóticos.) Pero la razón por la que no cualquier hijo de vecino tiene el privilegio de usarla no depende de conocimientos o ignorancia: es condición de personalidad.

La relación entre el lenguaje y el humano no es como la de las parejas amorosas, en la que muchas veces polos opuestos se atraen. Uno no se encuentra con que un niño de primaria suelte "avenencia", "devoción", "paupérrimo". O que un carcelero hable de "sedoso", "vivacidad" o "ninfa". La realidad es que los conceptos que habitan dentro de las paredes de nuestro cráneo determinan la vida dentro de cualquier cuarteto de paredes. Y el exterior, a su vez, alimenta nuestro manantial cerebral de palabras. Siempre existe esta correlación de similitud y no de disonancia.

Por eso, precisamente, "estupendo" no puede estar en la boca de cualquier prójimo. La palabra requiere de gente optimista, alegre, empática. El término está lleno de una sorpresa grata, de un instante, fugaz y hermoso, en que algo bueno y brillante se nos cruzó en la vida. El primer beso que le damos a la criatura que amamos, aquel libro lleno de buenas recomendaciones que acabamos de terminar, la noticia de un descuento en la frutería.

Algunos contadores y políticos han logrado infiltrarse en el círculo de quienes pueden usarla. Han secuestrado la exclusividad de la palabra. También algunas señoras de voz chillona, falsas y aburridas. Es posible, aunque aún remoto, escuchar "estupendo" sin una sonrisa o sin el uso de signos de exclamación (no tienen que estar escritos para ser utilizados). O, también, oírla pronunciada de modo superficial, carente de un relleno amoroso y compasivo. De la lengua para afuera, como dicen por ahí.

Estupendo era amigo íntimo de Enhorabuena, de Felicidades y de Eureka. Un cuarteto adorable, lleno de esfuerzo, de buenas intenciones, de sueños de un mundo mejor. Eureka tenía familia por todo el mundo y al ser tan internacional y dejar su rastro por todo el globo, se volvió difusa, poco familiar. Felicidades se abandonó a la prostitución y ahora se la ve, de plano infeliz o a veces sonriendo a medias, en cualquier evento familiar y en tarjetas genéricas. Enhorabuena es coqueta, pero trata de mantener su dignidad.