jueves, 30 de octubre de 2014

Estampa vespertina de parque

El perro corre. Pareciera que cada una de sus patas se mueve a un ritmo distinto. El espectáculo es bastante gracioso: un galope descoordinado y feliz. Si yo fuera perro también correría así. Sin ton ni son. En ocasiones va por adelante, en ocasiones por detrás. A veces se queda atorado en un área minúscula del pasto, oliendo intensamente algo que desconozco por completo pero que parece fascinante. Algunas veces bautiza esa historia que huele con una pequeña orinada. Luego se desatora de ese sitio y se va como loco, como perseguido, a la siguiente aventura. Se mete entre parejitas que se sientan en los bancos, o se sube a los bancos a hacerle breve compañía a algún solitario, se les avienta en la cara a perros desprevenidos, de todos los tamaños, que lo reciben o lo rechazan. Sea como sea, tras el encuentro, mi perro reanuda la marcha feliz, ligero, habiendo olvidado todo. Hay algo verdaderamente profundo y humano en la forma que tiene este can de existir. Es un maestro de la vida, de la felicidad, del amor.

Por un momento me sustraigo del trajín al que me ha sometido mi amigo de cuatro patas y de pronto entro en un estado de gracia. Como si Dios me hablara, allí y entonces. Una especie de epifanía de la existencia de Lo Bello, Lo Bueno, Lo Verdadero. Un insecto (¿grillo?) hace un sutil barullo en el trasfondo de la escena. Volteo alrededor y no hay nadie. Sólo un cielo azul y abajo de él y encima de mí, un tabachín. Un árbol hermoso de hojas delicadísimas y hermosas como una bailarina de ballet. Como una pluma o un encaje o las manos de mamá. Y unas floras rojas intensas. Como si fuera, al mismo tiempo, una sonrisa cómplice y un sexo provocador. A mi perro le encantan las vainas que de él se desprenden, pero mi marido le ha prohibido metérselas a la boca. Ahora se consuela oliéndolas, a veces.


Estoy ahí, pues, como suspendida (flotando, levitando), envuelta en el sonidito de una criatura que desconozco pero que algo hay en su canción que reconozco en la mía propia; cobijada por aquel tejido finísimo de un verde exquisito y vivo; sola; bendecida por un viento calmo que sólo pretende saludarme y darme un abrazo tierno, cordial, como alguien que estima en sumo grado a alguien más. Sin esperármelo, el amor de Dios se me ha revelado en el parque, como un momento cualquiera. La Gracia de Dios me hizo suya y yo misma me volví gracia. Y por ello, doy gracias.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Sueños dorados

Es común escuchar que los animales no tienen alma. inteligencia o noción de sí mismos: conciencia. Me considero incapaz de entablar una discusión filosófica al respecto, pero lo que sí puedo decir es que mi perro, cuando está dormido, emite unos pequeños ladriditos distorsionados y mueve las orejas, los bigotes, las cejas y las patas. Algunos podrán decir que es un reflejo físico involuntario, pero yo sé la verdad, aunque no lo pueda comprobar científicamente: mi perro sueña cuando duerme.

Sueña con el parque al que lo llevamos diario, dos veces al día, y con los amigos que ahí se encuentra y junto a los que corre, juega y babea. Se reproduce a sí mismo atravesando las áreas verdes a galope canino, ladrando de saludo a los conocidos y sacándole la lengua al calor. Ahora bien, ¿es esto un acto de imaginación o de memoria? No lo sé.

Yo tengo la impresión de que todo lo que sucede dentro de su cabecita peluda son sueños dorados, como si la materia intangible de su cerebro fuera del mismo color que los pelos suavecitos y apestosos que recubren su cuerpo físico. Él es dorado, sus sueños también, su energía y el color de su amor desbordado.

Zen (el nombre de mi mascota) tiene un corazón gigante y a cambio recibe sólo sueños fantásticos, de pura libertad, diversión y endorfinas. Nadie lo ataca, no está perdido ni encerrado. Mi perro, por las noches o durante sus siestas diurnas, se deja envolver en la voluptuosidad de una realidad onírica deliciosa, magnífica, excelsa.

Mi perro es sumamente inteligente. Y lo sé no sólo por el simple hecho de que sueña sino porque sus sueños son bellos, amorosos, y eso es producto de un corazón bello, amoroso, en paz. Así pues, es doblemente inteligente. Y doblemente inteligentes somos nosotros también, sus dueños y todos los humanos de este mundo (quizás todas las criaturas vivas de este planeta), pero a veces tenemos miedo, odios, rencores y en vez de caer dulcemente en un descanso divino, nos tropezamos y nos tragan imágenes infernales.

martes, 28 de octubre de 2014

Traición poética

"Es mi orgullo haber nacido/ en el barrio más humilde/ alejado del bullicio/ de la falsa sociedad". Así reza la primera estrofa de la canción El hijo del pueblo, del ilustre José Alfredo Jiménez. Hace algunos días escribí un ensayo sobre la aversión que me causan las llamadas telefónicas, y en él concluyo que prefiero retraerme del mundo y formar uno mío, más habitable. Quisiera hacer de éste un texto que continúe con esta temática relativa a la reclusión.

Jerome David Salinger, talentosísimo escritor estadounidense, fue lanzado estrepitosamente a la fama después de que se hiciera público que suya era la autoría de El guardián entre el centeno, libro que estaba leyendo el asesino de John Lennon al momento de matarlo. De por sí, tras publicar dicho libro casi tres décadas antes del deceso del Beetle, el autor gozó (sufrió, más bien) de gran reconocimiento y popularidad. Como solución ante esta problemática situación, decidió aislarse y no recibir invitados en su casa ni llamadas o cartas de periodistas, entrevistadores, seguidores o biógrafos. Una existencia cerrada casi herméticamente.

Para hablar de otro prestigioso personaje que decidió guarecerse de lo que José Alfredo llama "la falsa sociedad" podemos mencionar al padre de La desobediencia civil: Henry David Thoreau. Harto de un Estado violento y opresor, decidió mudarse a una cabaña en medio del bosque, con la compañía de sí mismo. Cuando un conocido le preguntó que si no extrañaría a su familia o amigos, él se limitó a contestar "yo no soy nada".

El impulso por abandonar la vida en grupo o las reglas del sistema va desde charros mexicanos hasta monjes asiáticos. Es un deseo que no respeta ubicación geográfica, credo, raza o sexo. Y es que los sufrimientos de la vida tampoco respetan ningún tipo de diferencia: son parejos para todos.

Jean Paul Sartre sostenía la tesis de que "el infierno es el otro", por decir que nuestros prójimos son la encarnación de una mala existencia. Y la verdad es que así parecería. Yo constantemente tengo la sensación de que estoy rodeada de mujeres histéricas, hombres violadores, jóvenes a punto de un ataque de violencia, ancianos al borde de un choque automovilístico fatal, niños desconsiderados, oficinistas suicidas.

Jesús Ramírez-Bermúdez es un psiquiatra y literato que decidió escribir un libro titulado Breve diccionario clínico del alma, que reúne sus propias experiencias en el campo de la salud mental y da un panorama introductorio y muy gráfico de cómo se viven y en qué consisten algunas de las enfermedades del espíritu. El prólogo está escrito por otro grande de las letras y de los consultorios: Francisco González-Crussí. En él, dice:

Todos traemos dentro el germen del trastorno, la semilla o el rudimento del mal: basta una infección, un tumor o un proceso degenerativo de la sustancia nerviosa -cuestión de apenas milímetros de afección en determinados núcleos neuronales- para que surjan los terrores, los fantasmas, las identidades confundidas y las pesadillas. 


 Así, tal como dice el párrafo anterior, cualquiera de nosotros está expuesto a una afección físico-espiritual que nos enajene, nos arranque del curso cotidiano de nuestras vidas para arrojarnos a los terrenos de las sombras, la agresión, la inestabilidad, la locura. Y encima de todo, para coronar al pastel con una cereza, está la descabellada clase política y financiera, que imponen a este mundo reglas que son más que absurdas, inhumanas y surreales.

Todo esto, entonces, es lo que nos vemos expuestos a aguantar. Pareciera, además, que con más frecuencia ahora que nunca la gente expone su agresión, sus frustraciones, su intolerancia, su miedo. Una profesora psicóloga hace algunos años me dio una clase llamada Psicología del personaje. Nos decía que estudios "científicos" demuestran que a partir del 2001, con la llegada del terrorismo al globo terrestre y del 2008, con el colapso de la economía planetaria, los índices de paranoia, esquizofrenia, violencia, drogadicción y obsesión se han disparado como cohetes. Me suena lógico.

Yo, por lo pronto, ando por la vida prácticamente de puntitas. Evito llamar la atención, corresponder miradas, involucrarme en pleitos, comenzar pláticas casuales. De algún modo me he estado programando para tener una apertura de corazón dispuesta especialmente hacia la Naturaleza y hacia contadas personas, cuya calidad humana tengo comprobada. Como he dicho muchas veces antes: soy una contemplativa. Y es cierto, por otro lado, que lo cultural siempre me fascina por encima de lo estrictamente natural, pero pareciera que precisamente para contemplarlo. Augusto Monterroso dice en una de sus fábulas que el inconveniente de tener buenas relaciones sociales con los demás implica que censuramos nuestras críticas hacia ellos, y Jesús Silva-Herzog Márquez escribió un ensayo en el que habla de la poesía como una traición moral: "[el poeta] no puede pelearse con la realidad pero, para verla, necesita separarse de ella". Pues bien, yo necesito separarme de ella.

viernes, 24 de octubre de 2014

Alegato contra los infantes viajeros

Seamos francos: los niños son insoportables en una multiplicidad de ocasiones. Interrumpen las reuniones familiares, estresan en el banco, perturban en las salas de cine. Son un método probado para desgastar los nervios, no ya sólo de los pobres y enjundiosos padres, sino del común de los mortales. 

Y es que en gran medida, los menores resultan tan desgastantes porque son preciados. Representan el futuro de la humanidad, son depositarios de nuestra esperanza y son la mejor manifestación del karma: todo el amor que les damos, nos lo regresan. 

Pero una situación en la que me veo especialmente afectada es en los autobuses que viajan de una ciudad a otra. La aparición de críos en el escenario es pavorosa. Significan, comúnmente, llantos, berrinches, vómitos, vocecitas chillonas que no encuentran descanso y cómo no, significan también funestas patadas al asiento. 

Pero en lo que también se traduce la existencia de un infante viajero, y que es inconmensurablemente peor, es en un padre o madre que está histérico y que, a pesar de gritos y esfuerzos, no logra controlar a su descendencia. (¿Será directamente proporcional la histeria con la falta de control? Más aún: ¿es la histeria falta de control?) Qué gusto da ver a jefes de familia que de hecho consiguen disciplinar a sus hijos. Y qué gusto da, por supuesto, ver a niños jugando al muertito durante todo el trayecto. 

Ahora me encuentro viajando de un sitio a otro. Y mientras que pude haber hablado de la mujer sentada a mi lado, gorda y de brazos pozoleros que no consiguen quedarse pegados al tronco de su cuerpo y en cambio me propina codazos de vez en cuando, rubia de paquete de 35 pesos en Walmart y comedora compulsiva de galletas Emperador, no lo haré. 

Simplemente le dedicaré todo mi desprecio al niño atrás de mí que sigilosa y efectivamente me esta fastidiando los riñones con sus pataditas castrosas. Los odio, niños de autobús. Los odio. 

jueves, 23 de octubre de 2014

La regadera y yo

De pequeña, detestaba la hora del baño. En algún lugar leí que es común que a los niños no les guste bañarse, porque implica que el juego queda suspendido en pos de la limpieza. La verdad es que yo no sé si eso me aplique a mí, porque no tengo la noción de que yo haya sido muy juguetona de niña. Más bien creo que desde pequeña fui medio melancólica y contemplativa. Pero lo que sí puedo asegurar es que no me gustaba bañarme.

El ritual tedioso de quitarme las ropas, quedar expuesta a la temperatura exterior (lo que frecuentemente se traducía en pasar fríos), echar agua encima y por todos los rincones de mi cuerpo (¡qué insólito: pasar como si nada de estar seco a empapado, qué descomposición, qué fractura de la realidad!), tener que hacer movimientos extraños para llevar al jabón a través de la ruta de su vocación y además, tallar más o menos frenéticamente mi cabeza, llena de chinos anárquicos, gruesos y poco amistosos con el agua. Me parecía una tarea monumental y me provocaba mucha pereza.

Recuerdo una anécdota sumamente vergonzosa y humillante. Yo tenía nueve años y a una prima de visita que venía desde Veracruz. Téngase en cuenta que no la veía casi nunca y tambén que ella es un par de años mayor que yo. Estábamos en el carro, no me acuerdo ya si de salida de la casa o llegando al hogar, dulce hogar de algún mandado. En eso, de la nada, mi mamá me espeta: "Hija, te tienes que bañar hoy, llevas tres o cuatro días (no recuerdo cuál de las dos) sin bañarte". A continuación, un silencio mortal. Hubiera sido mejor que mi papá interviniera con un "Ay, hija", para yo saltar al ataque y defenderme, o que mi prima se hubiera reído para yo burlarme de mí junto con ella. Pero nada de eso pasó. No pasó nada en absoluto. Todos guardaron un silencio de asombro y dolor al enterarse de que mi cuerpo llevaba tantos días en estado de suciedad. Como si se hubieran enterado que yo había entrado ya en la fase de putrefacción. Por supuesto, ese funesto día me bañé.

En la universidad me bañaba diario por la mañana, para quitarme la sensación de cama y darle júbilo al día que apenas comenzaba. Tenía el cabello re chiquito y la actividad de limpiarme en conjunto me llevaría cerca de diez minutos. Me vestía muy rápido, también. No me maquillaba. No me peinaba. Todo era amor y paz.

Cuando egresé y me convertí en nini/freelance/estudiante de todo un poco inventé la política personal llamada "Domingo Sagrado". Me inspiré en la canción esa de Shakira donde decía que no sabe de futbol ni se baña los domingos. Dije "si ella no lo hace, yo tampoco tengo por qué". Así pues, de lunes a sábado todo era frescura y elegancia y los domingos caía en una comodidad, una calidez y un estar seca maravillosos.

Hoy en día, la batalla ha vuelto a librarse. Hay semanas en los que de plano gana uno u otro aspecto de mi persona. Rachas en las que me baño religiosamente todos los días y periodos en los que una oscura complicidad con mis olores se apodera de mi persona. A veces, incluso, voy a las clases de la maestría sin un regaderazo, nomás habiéndome dado una manita de gato.

Y es que ahora, el reto se ha multiplicado: lavar mi cabellera que ahora mide decenas de centímetros (que se sienten como metros enteros), ponerme un jabón especial en la cara que la proteja y la mantenga bella, enjuagarme todo lo anterior, ponerme acondicionador y dejarlo reposar, lavar mi cuerpo y por fin, enjuagar esto último. Después secarme y como la cereza que corona el pastel, armar un turbante en mi cabello kilométrico (no deja de crecer) que dizque lo seque. Uf, la faena es pesada, pero las consecuencias agradables: un olor rico, una sensación de ligereza, el cabello listo para ser peinado de una nueva manera. La relación entre la regadera y yo... de amor y odio.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Llamadas del mundo exterior

Hoy en día soy presa de una aversión instantánea y abrumadora cada vez que mi celular vibra. El timbre del teléfono de la casa también me estresa, pero puedo delegarle a mi marido la tarea de contestar. En mi número privado, sin embargo, la situación cambia. Es a a quien buscan; yo quien es requerida por alguien de rostro e identidad desconocidos. Así, mi realidad inmediata y tangible queda suspendida, interceptada por la voluntad de alguien de comunicarse conmigo.

Cuando conozco el número de quien remite la llamada y en mi pantalla móvil me aparece un nombre familiar, por lo menos sé (más o menos) a qué enfrentarme. Qué intenciones, qué temas, qué tonos, qué duración vienen con esa conversación. Aún así, no obstante, siento aprehensión. ¿Por qué me llaman? ¿Por qué están pensando en mí? ¿Para qué me quieren? ¿Por qué no me mandan un mensajito, mejor? Hay algo terrible en la imprevisibilidad y la intimidad de una voz en mi oído sin cara, sin cuerpo, sin control.

Podrá parecer un rasgo lamentable en mi personalidad, casi paranoico u obsesivo. Puede que así sea. Sin embargo, parte del problema nació cuando en este país se volvieron comunes y hasta populares las llamadas para extorsionar (nunca he recibido una y planeo que la cifra permanezca invariable). También, cuando los bancos comenzaron una política desvergonzada de acoso y violación de la intimidad, llamando a cualquier hora y con cualquier diabólico propósito: más crédito, un seguro de vida, un préstamo, una deuda. Y el abuso bancario ha llegado al grado de que dan luz verde a cualquiera de las anteriores aunque uno diga que no. ¡Basta! La solución radical es no contestar y eso es lo que hago yo. Nunca contesto llamadas de teléfonos que desconozco, sin importar la lada.

Además de lo anterior, por supuesto, hay un ingrediente personal. Muchos sujetos sabrán cómo lidiar con las situaciones mentadas: colgar, ignorar, resistir, burlar. Pero yo, aparte, tengo una característica que muchos en el mundo comparten conmigo pero que no por ello resulta menos solitaria, aislante, atemorizante: me cuesta trabajo establecer límites con el entorno exterior (incluidas personas y situaciones). Es decir, no siempre soy la mejor defensora de mis intereses. Me cuesta trabajo decir "no", "deténgase", "váyase", "me molesta", "estoy en desacuerdo" o, entrados en calor, "chingue a su madre". Es más, para resumirlo todo: se me dificulta el simple hecho de entrar en calor. Siempre trato de resolver las cosas de manera cool, fresca, tranquila, fría, calmada. No me gusta enojarme (es mal karma y además me provoca dolor estomacal) pero, principalmente, no sé cómo ni cuándo ni dónde hacerlo.

Así pues, determino no coger la llamada. Prefiero ni siquiera establecer la conexión (con desconocidos, como ya he dicho. A quien sí reconoce mi celular le concedo el botón verde de aceptar, con agonía pero buen ánimo). Y hay en esto algo triste, nostálgico, como de proyecto fallido. Una meta pequeñísima, como enlazar una llamada (aunque esto es relativo, pues las hay de carácter vital), puede naufragar y convertirse en una botella en alta mar con un mensaje en su vientre que a nadie ha de llegar.  Me pregunto cuántas voces lindas o información relevante he dejado al margen, sin la oportunidad de manifestarse. A veces fantaseo con las historias que hay detrás de la vibración anónima de mi celular, que abandono a su suerte y, tras un momento de insistencia, se extingue.

He tenido la ocasión de conocer algunas de estas historias con las que a veces sueño despierta. Por ejemplo, una vez me di cuenta que tenía dos llamadas perdidas de dos diferentes números con lada de Guadalajara. Aprehensión. Continuación de mis actividades. Más tarde, me llama Fernando, cuyo número móvil tengo registrado en el mío. "¡Hola, Fer, cómo estás!" "Bien, gracias. Te llamé hace rato desde mi casa". "¿Ah, sí? ¿Cuál es tu número?" "Tal" Lo compruebo en mi base de datos telefónica, efectivamente coincide con uno de los dos. El otro permanece como un enigma. Aprehensión. Continuación de mis actividades.

No recuerdo que yo fuera así antes. Es más, de estudiante disfrutaba las llamadas y me parecían divertidas, amenas, una forma de estar en contacto con los amigos o los novios. Quizás el mundo no era tan amenazante entonces. Los bancos me propinaban su indiferencia y el narco aún no había colonizado el país descaradamente. Pero mi verdad ahora es que, a pesar de ser licenciada en Ciencias de la comunicación, no quiero comunicarme, no quiero una comunión ni una comunidad ni poner en común asuntos con otros. Por lo menos no a través de llamadas telefónicas. Lo que quiero es sustraerme de este mundo vano. Recluirme en el mío, conformado por ciertas personas físicas y muy queridas, y tratar de mantenerlo coherente, agradable, compasivo, amoroso.

martes, 21 de octubre de 2014

El miedo a cierta oscuridad

Todos tenemos temores. Algunos de ellos son irracionales. Es decir, no están fundamentados en la realidad. Yo también tengo los míos.

Uno de ellos es enfermar de Alzheimer, o sufrir una eventualidad que impacte negativamente a mi cerebro y que haga que olvide el lenguaje, que olvide hablar, que olvide todo. (Una vez leí la historia de una mujer brillante -¿escritora?- que sufrió algo que le hizo olvidar el nombre de las cosas. Creo que era un documental en blanco y negro. Tristísimo.) (Por otro lado, abundan las historias de los artistas que pierden lo que más necesitan para su creación: Borges y su vista, Beethoven y su oído, por mencionar dos muy famosos. ¿Por qué no habrían de escapárseme a mí mis preciadas, mis necesitadas, mi repudiadas palabras y memorias?)

No sé por qué. A veces tengo fantasías al respecto. Tristes, siempre. En ellas soy una señora (nunca una joven) indefensa e inofensiva que necesita de los demás en la misma medida en que los desconoce y los teme. Sin amarras, suelta de este mundo, pendiendo de un pequeño hilo, conformado por quienes me aman y se esfuerzan por mí, por hacerme recordar o por lo menos, por tenerme paciencia.

De repente tengo la impresión de que mi memoria es muy buena. Me acuerdo de qué tenía puesto cierto día de hace cinco años, o nombres o personas o lugares o frases o fechas que son más o menos remotos o insignificantes.

Pero a veces también me ataca la angustia de pensarme como una olvidadiza crónica. Sobre todo en el ámbito de lo inmediato. Me dicen "vámonos de compras" y me arreglo, me calzo, dejo limpio mi espacio, y olvido el dinero. Voy al médico, me dice que estoy mal, que compre tales medicinas y por completo se me pasa llegar a la farmacia en el camino a casa. Estoy cocinando y en la plática se vuelven invisibles los tiempos, los fuegos, los ingredientes. De tal suerte que temo el completo olvido.

Todo esto lo traigo a colación porque ayer (¿hoy? -y aquí se comprueba el punto del párrafo anterior) estaba pensando en  que siento un poco de pena ante la idea de repetir aquí temas y textos tratados con anterioridad. Muchas veces, cuando estoy escribiendo, tengo la impresión de haber ya redactado aquí mismo algo al respecto, y la única razón por la que sigo adelante es porque 1) no tengo la certeza de que así sea, 2) me da pereza comprobarlo y 3) en el caso de que así sea, prefiero la desvergüenza de repetirlo que el esfuerzo de idear otra publicación.

Pero la verdad es que esto es algo así como una advertencia para ustedes, lectores. Si vuelvo a hablar de mi pediatra odioso, de Acaponeta, de mis sueños, habrán de perdonar. Algunos de ellos son equivocaciones ingenuas; otros, obsesiones que me persiguen.

lunes, 20 de octubre de 2014

Sueños

Hace años tuve un sueño que no fue exactamente una pesadilla, pero que me asustó mucho. Había algo muy sórdido en él.

Recuerdo poco: estaba en una manifestación estudiantil junto con muchos otros jóvenes en un canal urbano, exigiendo no sé qué cosas. Luego estuve en un campo de béisbol, donde había una torre de agua. El lugar estaba desierto y en el extremo superior de la torre, donde está el recipiente con el líquido vital, había un chico que era mi novio o me gustaba o yo le gustaba a él: nos besábamos con ferocidad. Por último, recuerdo haber estado viviendo en un edificio de departamentos en una ciudad enorme, anónima y contaminada. Pero yo no vivía en uno de los departamentos. Mi hogar era el cuarto de servicio que estaba en la azotea, minúsculo, sucio, a la intemperie. Había alguien que quería entrar en mi casa, por las noches, y me tenía que proteger de él. Era un hombre pero al mismo tiempo era el diablo.

Me acuerdo que la mañana siguiente de ese sueño me desperté con una sensación siniestra de peligro, de abandono, de locura. Fue muy agradable abandonar esa realidad onírica tan verosímil e intensa.

Hace mucho, también, tuve otro sueño tenebroso. Estaba en Guadalajara, aunque la ciudad de mi cabeza no era la misma que la capital jalisciense de la Minerva y los Arcos. Era otra Guadalajara pero la misma. Inmensa, acelerada. Había algo muy árabe en la gente de esa ciudad imaginaria. Yo caminaba y caminaba y llegaba a un mercado que ocupaba toda una manzana y era el interior de un edificio que era una mezcla entre alhóndiga y el Taj Mahal. Había mucha gente, mucho ruido y mucho movimiento.

Fuera de ahí, cerca, había una glorieta con una fuente. Comenzaba a anochecer y yo seguía caminando. La Sara del sueño estaba llena de ansiedad (cuando siento ansiedad en grandes cantidades, me empiezan a doler las rodillas) pero había una fuerza que me empujaba a seguir andando. Me adentraba poco a poco en una zona de la ciudad con espacios gigantes llenos de gente, como los centros históricos a mediodía. Estaba perdida, lo sabía, no podía parar de caminar y era presa de un miedo sobrecogedor que me impedía preguntar por direcciones. Supongo que la atmósfera que permea ese sueño es el de la violencia agónica de un laberinto poblado de desconocidos atemorizantes.

Esta noche tuve dos sueños. En el primero, estaba en una ciudad colonial, como Guanajuato o Querétaro. Había ido por un congreso o una conferencia o un evento importante, algo así. Estaban ahí mi hermano, mi mamá y un muchacho flaco a quien no puedo llamar mi amigo pero que en algún momento cruzó su camino con el mío. Al parecer estábamos en un lugar público, era de noche, y había que trasladarnos al hotel. Mi mamá se fue, feliz. Mi hermano y el chico que conozco se marcharon también, sin esperarme a pesar de que se los había pedido explícitamente. Cuando salí a su encuentro y me di cuenta que ya no estaban, me emperraba y me iba caminando sola, enojada, sin miedo a causa de la adrenalina que me ofrecía la rabieta.

Cuando llegaba al hotel, me daba cuenta que era un lugar extrañísimo, con varios desniveles y con apariencia de museo instalado en una hacienda o una casona del siglo XVI. Me daban la llave de mi cuarto y una bicicleta para recorrer el hotel y la ciudad. Al llegar a la habitación me volvía a topar con mi hermano y el otro muchacho. Me saludaban y yo, enojadísima, me salía sin decir nada, montada en la bicicleta que me llevó contra el viento lejos de aquellos dos patanes. El muchacho se salía atrás de mi, angustiado, pidiendo clemencia y mi atención. Más coraje me daba.

El segundo sueño, el que estaba teniendo para la hora en que sonó el despertador, estaba protagonizado por mi marido y por mí. Al parecer trabajábamos para una revista de fotografía profesional y habíamos ido a algún lugar exótico del mundo comisionados para capturar la vida y los escenarios locales. Inventábamos y usábamos algo que se llamaba La Técnica Pony o El Efecto Pony.

domingo, 19 de octubre de 2014

Estampa nocturna de ciudad

"Now I have a rock between my legs", dijo, y se echó a reír con una risa nerviosa. Camila no le entendió nada -no le interesaba entender nada- y en medio de aquella ciudad enorme que desconocía casi por completo y a la que había ido sólo por casualidad, siguió con su tarea: envolver con sus labios el pene de aquel hombre despeinado que, como ella, caminaba en el parque mucho después del atardecer. 

Mientras el tipo aquel estaba acostado sobre su espalda tras unos arbustos y gemía breve pero intensamente, ella transitaba de un pensamiento a otro. Despedirse de Robusta, su gata, en el silencio de su departamento oscuro y de paredes descarapeladas; los gatos ruidosos que se pelean por sexo cerca de su estudio; el vecino negro que la mira con ganas de cogérsela y el miedo que despierta en ella; la canción que aún no termina; David, el del Instituto para la Música del Mundo, que la amenaza con quitarle la beca si no termina el álbum o aprende la lengua; su abuela, que le decía que si no aprendía francés, por lo menos inglés; el imbécil de su papá que se fue con la gringa; su mamá; las ganas de sentirse acompañada. 

"I'm gonna come", dijo el sujeto de piel pálida y de cuerpo tenso. Eso sí entendió Camila, más por la experiencia que por las palabras. El hombre ese le hablaba con su cuerpo. Ella lo miró a los ojos y sin poder sonreírle, decidió clavarle la vista para hacerle saber que podía continuar. Sólo así, pensó, se sentiría menos sola. 

Cuando se levantó, mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano derecha, se dio cuenta que le dolían las rodillas, por el frío y por la posición en que había dado aquella mamada. Se preguntó si ya estaría muerta Robusta, después de dos meses sin comida asegurada, o si estaría vagando por las calles buscando sobrevivir, como ella.

sábado, 18 de octubre de 2014

Un unicornio gordo

"Un unicornio", le dijo ella y se rio solazmente. Él se quedó mirando cómo su risa estaba compuesta de miles de foquitos que iluminaban su cara, del mismo modo en que en la Navidad las casas brillan. "Bueno", le dijo, "pero en un lugar donde no se vea tanto y sólo si te lo pones tú también". "Ándale pues", concluyó ella, con la misma ligereza con que había iniciado el tema. 

Así fue como él terminó con un unicornio gordo en el tobillo izquierdo, escondido bajo el pantalón de mezclilla. Y con una imagen humorística y una palabra y varios otros tatuajes distribuidos a lo largo y ancho de su cuerpo. El unicornio era el más deforme y el más significativo por una misma razón: había sido el primero que ella hacía. Y él lo llevaba consigo en su piel a todos lados donde fuera. 

Tras decir esto último, guardó un silencio pesado. Un silencio de derrota en el partido, de descenso de la caja en un entierro. Desde su cara agachada, suicida, saltó al abismo una lágrima que fue a estrellarse contra el cemento. "Una vez le pregunté que si ella pensaba en mí cada vez que veía su unicornio y dijo que no. Que pensaba en los inicios de su oficio". 

martes, 14 de octubre de 2014

Notas de un resentimiento reminiscente

Mi mamá decidió llevarme al mismo (estúpido) pediatra hasta pasada la edad adulta, cuando ya resultaba vergonzoso y socialmente inaceptable. Yo accedí a ir porque... Digamos que soy poco conflictiva y altamente adaptable. 

El caso aquí es que a muy temprana edad, dicho pediatra, cuyo nombre conservaré anónimo por la falta de energía para hacerle la perrada de desprestigiarlo públicamente, comenzó la edificación del castillo de mis inseguridades. 

A los ocho años (creo) me dijo "tienes el cuello muy gordo". Sin nunca haber considerado el grosor del tronco sobre el cual de apoya mi cabeza, la Sara infante se quedó petrificada en la camita de su consultorio, atónita ante la noticia de un desperfecto (más) en mi anatomía, desnuda (de la garganta, por lo menos) y al alcance de la burla de mis compañeros que, bien pensado, seguramente eran más que conscientes de la obesidad de mi pescuezo.

Por supuesto, mi gaznate era de tamaño regular y nadie había notado su supuesta gordura, aunque si se veía con ojos de quererme encontrar gorda, iban a encontrarme gorda. Mi mamá, claro, después de verme con atención, concluyó "pues sí, lo tienes un poquito gordito". 

Fue hasta muy entrada mi edad universitaria cuando logré librarme del fantasma del cuello gordo. 

Pero ojalá fuera el único reclamo que tengo contra aquel doctor poco profesional de mi infancia (poco profesional también). La inseguridad que más me alimentó y más marcó mi vida fue la de "tienes los ojos demasiado grandes". Y los midió con una estúpida regla para medir ojos que estoy segura que los avances tecnológicos ya sacaron del mercado. Y dijo que estaba en el límite. Pero, una vez más, en vez de incitarme a que me concentrara en ver la belleza de mis ojos de vaca, inclinó la balanza hacia la fealdad propia de un sapo.

Esta burla me acosó por los salones de primaria, secundaria y prepa. Creo que fui capaz de soltarlo, también, hasta la etapa universitaria. 

Y sólo escribo estas líneas para mandarle energías perturbantes y pesadillescas a ese médico y decirle "¡No me he olvidado de tus fechorías, perro del mal!". 
 

domingo, 12 de octubre de 2014

Hoy declaro que sí me voy a titular

Mis queridos lectores, el viernes descendí a la profundidad de una tristeza oscura, húmeda, agitada. Sucedió después de que había subido el cuento y por eso no quedó registrado en esta bitácora. 

Tuve junta con un par de profesoras de la maestría. En vez de clases, ellas ofrecen una especie de asesoría individual que en mi caso particular ha consistido básicamente en humillaciones, burlas, intolerancia, desacreditación, falta de paciencia y sobre todo, opiniones negativas sobre mi trabajo, que aún ninguna de las dos ha leído. Eso lo dice todo. 

Sin embargo, mi corazón tiene sus límites (o quizás en circunstancias menos adversas no los tenga, pero bajo esta presión en la que me encuentro, sólo tengo disposición para soportar ciertas cosas). Que me pregunten "¡¿qué coño te pasa?!" o que me afirmen "no, Mandarina, no te vas a titular" son gotas que derraman mi vaso. 

Bastante tengo con el hecho de escribir la tesis guiada casi exclusivamente por mi intuición, de estar recién casada, tener mi residencia en una ciudad a cinco horas de distancia y haber apechugado la muerte de mi padre durante el primer mes del posgrado, como para que además me estén amenazando y degradando mi trabajo. 

Me sentí absolutamente sola (abandonada por profesores y directora de la maestría), desesperada, agotada, desmotivada, menospreciada y, sobre todo, triste. Con una tristeza de lágrimas solidarias, de llanto como único recurso, de gemidos y sollozos como mi principal apoyo en un túnel negro que transito con la ciega convicción de que más adelante viene la luz, el éxito y la titulación, digan lo que digan y pésele a quien le pese. 

No escribí ayer porque me vine a mi casa a encontrar refugio en los brazos de mi marido y no quise interrumpir el descanso con un ejercicio reflexivo o creativo o analítico. Quería ser simplemente Sara, sin ser maestrante o bloguera. Pero hoy vengo a declarar, a prometer (a mí misma y a ustedes, en ese orden), que no vuelvo a compungirme por los juicios categóricos, someros y venenosos de un par de mujeres que evidentemente no están cerca de entender el amor y la gracia que se requieren para un profesorado de valor y excelencia. Caminaré con mi fe y mi inteligencia hasta el final. Y de antemano les digo: ¡me la van a pelar!

viernes, 10 de octubre de 2014

Un día de gala en La República Mexicana

La primera vez que la vi tenía un gesto de sufrimiento, como de asco hacia su propia vida. Estaba barriendo La República Mexicana, la escuela a la que iba mi hermanita. Desde ese día les dije a mis papás que yo recogía a Samantha diario. Ellos encantados.

Al llegar, lo primero que hacía era buscarla a ella, no a mi hermana. Registraba todo el lugar con la vista hasta topármela. Luego me quedaba cómodamente sobre mis pies, observándola. Barría, trapeaba, sacudía. Siempre limpiando. Y desplazándose con ese paso lentísimo, castigado. Era la típica gorda que evidenciaba el peso de su peso.

Había algo en ello que me causaba un morbo irresistible. Sería que su desgracia y la mía eran la misma. Me daban tantas ganas de lanzarme a su cuello y estrangularla como de vomitar todo lo que comía o de romper los juguetes de Sam. Algo en ella, igual que en todo, merecía morir.

Me lo empecé a plantear con más seriedad después de algunos meses, cuando sentía que la amaba tanto como la despreciaba.

La verdad es que no soy de esa gente que se obsesiona con algo y se la pasa pensando en ello. Yo hacía mi vida, dormía normal y sólo me enganchaba viciosamente con ella cuando la tenía en mi mirada. Por eso realmente no hubo ocasión de planearlo.

Podría decirse que simplemente sucedió. Ese día tuve el impulso y la noción de que era correcto. Los astros se alinearon, como dicen. Estaba muy concentrada en la explanada, barriendo la basura que habían dejado los niños en los honores a la bandera. Todos los monstruillos vestidos de gala, muy pulcros con su camisa blanca y falda o pantalón beige. Ella, en cambio, sudada, ensuciando su blusa de encaje barato y sus pantalones apretados.

Estaba a la mano, pues, igual que el compás y la escuadra de mi hermana. Me fui directo al cuello, como en aquel video que vi en YouTube. Le grité a Samantha que no se acercara, no se le fuera a ensuciar la ropa.

Y ahí estaba la mujer, tendida en el piso como ballena varada y su sangre embarrada en todos lados, cuando llegó el policía que siempre me pareció amable y educado. Me agarró un brazo y el cuello y yo intenté decirle que estaba haciendo lo correcto, que no se asustara.

jueves, 9 de octubre de 2014

Paisaje nublado

Es una tarde nublada de cielo infinito, sin embargo. Serán esos algodones gigantes en el firmamento lo que recuerdan a un paisaje del Dr. Atl. El perro anda con sus brinquitos habituales, sorteando el zacate crecido. Olfatea yo no sé qué animales, historias y futuros.

- Necesito que lo hagas, Arturo.

La mujer que habla está parada frente a mí. Se sostiene rígida sobre sus pies y el viento fresco cargado de lluvia se lleva su cabello de un lado a otro. Me mira fijamente.

- Ya te dije que ya no estoy escribiendo, y gratis menos.

Estoy molesto porque me ha citado en un campo lejos de la ciudad, cuando sabe perfectamente que vivo también en un prado alejado del barullo, excepto que en dirección exactamente opuesta de donde nos encontramos. Si quería silencio podía haberlo obtenido sin molestarme a mí.

-Pero ésta no es cualquier historia.

Esta mujer alguna vez fue mía. Le agarraba las nalgas, le arrancaba risas y la abrazaba cuando veíamos películas de miedo. Todo iba bien hasta que ella decidió que todo debía irse a la mierda.

-La gente se muere todo el tiempo, no te sientas tan especial.

Sin mayores explicaciones se declaró deprimida y frenéticamente todo se fue pudriendo. Ahora ha optado por el suicidio asistido y quiere que yo escriba su historia.

-Pero no así. Y no tienen a un gran periodista que cuente su historia.

Volteo a ver a Gilberto, a mi perro, que me recuerda con su libertad lo mucho que disfruto ya  no tener esa etiqueta de mierda. Periodista.

-El hecho de que yo escriba sin faltas de ortografía y que alguna vez haya trabajado para un periódico no va a volver trascendental el final de tu vida.

Se queda callada. Está viendo en el horizonte la ciudad en la que alguna vez compartimos techo y cama.

-No voy a extrañar nada.

Llevo mi vista hacia la mancha urbana y de pronto me acuerdo de una vez en que, regresando de un viaje por carretera, nos detuvimos aquí para descansar y terminamos haciendo el amor. Parados, de perrito, con la mirada puesta donde mismo que ahora. Llenos de gozo.

- Probablemente nada te extrañe a ti tampoco.

No voy a escribir a su historia. Yo también quiero una muerte sin sufrimiento, aunque sea lenta y ya haya comenzado a llegar. Gilberto nota que camino hacia la camioneta listo para irme y comienza a seguirme. Se detiene a oler los pies de la mujer que está próxima a morir. Descubre su destino, pero no me lo dirá.

martes, 7 de octubre de 2014

Maleza

Hay un lote baldío al lado de mi casa.
A veces tengo la impresión de estar rodeada de cientos de ellos que amenazan mi vida.
En él crecen flores moradas. 
Son hermosas. 
Son maleza. 
La hermosa maleza en mi corazón encuentra expresión en ellas. 
Les profesa una tierna misericordia, porque sabe que han de morir a manos del orden y la urbanidad. 
Las flores que llevo en el pecho, 
notorias, insumisas, dueñas de sí mismas, 
se rehúsan a ser podadas. 
Son la voz sinvergüenza de un mal necesario, de una realidad caótica que acentúa su belleza. 

lunes, 6 de octubre de 2014

Ninfomanía y superficie.

Precisamente hoy me topé en el mundo digital con un video de un periodista que da un discurso para hacer conciencia sobre la importancia de ralentizar nuestras vidas, que se han vuelto tan aceleradas. 

(Ahora que lo pienso, ayer o antier precisamente estaba leyendo una apología a las siestas escrita por el gran ensayista Jesús Silva-Herzog Márquez, donde habla del descanso como un bastión íntimo de subversión contra un sistema que pretende arrebatarnos nuestro tiempo. Será que estoy atrayendo el tema, ahora que estoy tan cerca de terminar la maestría y cuando empiezo a prospectar la vida que llevaré una vez titulada, que espero que sea una de satisfacción y conciencia.) 

En él habla acerca de un movimiento internacional nacido en Italia muy parecido al ya conocido Slow Food Movement, aunque éste se refiere a otro placer que no es el gastronómico: el sexual: Slow Sex Movement. 

Mucho (¿cuánto es mucho?) he reflexionado sobre el tema del sexo apresurado, superficial e impersonal. Hay aquí, en este mismo blog, un texto que reflexiona sobre el tema (escrito quizás de forma más categórica e inmadura: data ya de algunos años). Tal vez porque siempre he tenido dificultades para tener sexo sin amor, con prisas, por encimita ("por encima" es una paradoja física insoportable para mí como mujer, precisamente porque a pesar del contacto profundo, de la recepción, de la penetración, la noción de que fuera algo superficial me parecía enloquecedora). Terminé comulgando con la idea de que mi cuerpo es un templo y la entrada a él, en cualquier sentido, requiere de un proceso sagrado. 

Si bien trato de no juzgar a quienes toman este camino, de la satisfacción sexual y la búsqueda del placer físico independiente de la satisfacción espiritual y la búsqueda del placer emocional, es cierto que en el fondo opino que se están perdiendo de algo estupendo. Insuperable, a lo mejor. 

"The secret ingredient to sex is love", dice uno de los personajes de la película Nymphomaniac, la última de Lars Von Trier, que vi recientemente, tras un periodo dubitativo donde no sabía si valdría la pena sentarme a ver mujeres y hombres desnudos haciendo algo que prefiero practicar antes que contemplar. Joe, la protagonista, contesta a esta frase saliendo de la habitación enojada, decidida a seguir su propio camino, bastante distante del que había encontrado su interlocutora. 

La película no me molestó. No sé si me gustó. Me desconcertó. Ciertamente no fue incómoda la parte sexual, puesto que fue mucho menos explícita o poderosa de lo que había escuchado que era. Pero sí me atrevo a decir que despertó en mí una mezcla de ternura, lástima y compasión la vida convulsa del personaje femenino principal. Y la forma terrible en que termina el film. 

Un amigo me decía que a él no le parece que hubiera una adicción al sexo, sino una búsqueda por placer como la de cualquiera de nosotros. El asunto está en que la línea que distingue el éxtasis corporal de la trascendencia espiritual es muy fina en apariencia, y fácilmente se pueden confundir. Así pues, es común ver a seres que lo que desean es ser amados y contraproducentemente se lanzan a un círculo vicioso en el que entregan el cuerpo para recibir el alma, pero a más complacencia física menos satisfacción amorosa y así ad infinitum. Sólo así me explico ese grito desgarrador que cierra el largometraje, en el que Joe parece estar inevitablemente aislada en sí misma. 

La sensibilidad requiere de tiempo, de espacio, de estar alerta, de vivir cada parte del proceso, cada sensación. Por eso automáticamente me adhiero al Slow Sex Movement, para sentirlo todo. 

viernes, 3 de octubre de 2014

Primeros apuntes sobre la sangre

1. La sangre tiene implícito un elemento de morbo. Es misteriosa y atractiva. 

2. Se vincula, al mismo tiempo (¿paradójica o lógicamente?), con violencia y con pasión. 

3. Es intimidante, impactante, protagónica. Asusta, es notoria, exige. 

4. Indispensable, y no obstante, profundamente desconocida. 

5. Simultáneamente: vida y muerte. Calamidad o milagro. 

6. Es común que cause obsesión o repulsión. En medio solo suele haber indiferencia. 

7. Sinónimo de molestia y suciedad para las mujeres, en los medios de comunicación modernos.

8. Suele ser mal recibida, cuando aparece, porque no se supone que debe aparecer. 

9. Es como el personal de mantenimiento y limpieza de cualquier lugar: deberíamos estar agradecidos, pero la verdad es que preferimos levantar un muro y mantener la distancia. 

10. Elemento idóneo para la ciencia, el arte, el culto religioso, el esoterismo, la cultura...

 

jueves, 2 de octubre de 2014

Lecciones

Hace relativamente poco, alguien en el grupo de whatsapp de mis amigas de la prepa mandó un meme que decía "las
explicaciones son como las nalgas, no hay que dárselas a cualquier pendejo". 

La vida puede dar unas tremendas arrastradas y unas asombrosas alegrías. Sin ninguna explicación, aunque los terrestres (pendejos o no) seamos tan propensos a exigirlas. Ya lo decía Gibran Jalil Gibran en su ensayo, no recuerdo si sobre el amor o sobre el matrimonio: el sol llenará de luz nuestro follaje y la tierra agitará lo más profundo de nuestras raíces. 

Hoy, dos de octubre que no se olvida, fue un día de esos. De tristeza loca y de alegría infinita. Hoy es cumpleaños de mi marido, y lo amo a tal grado que estoy dispuesta a compartir ambos extremos y todo lo que hay en medio con él. 

¡Felicidades, güero! 

miércoles, 1 de octubre de 2014

Días de silencio

Ya hasta perdí la cuenta de los días que no me he presentado por mi humilde morada digital. Me da pena (en el sentido de tristeza) hacia mí misma, porque este blog y este proyecto significan mucho para mí. Y me da pena (en el sentido de vergüenza) con ustedes, porque son fieles lectores y porque probablemente para algunos de ustedes sea parte de la rutina diaria pasarse por este rincón. Discúlpenme, si me han visitado y han encontrado mi silencio. 

La verdad es que ningún tema ha surgido a la superficie, dispuesto a dejarse pescar por mi mente. Y me he sentido cansada muy temprano por las noches. Y mi realidad reciente ha sido, por ponerle un adjetivo, nueva. Pareciera que nuevos retos aparecieron en el horizonte. Así que prefiero usar mis energías en la inteligencia que me ha estado requiriendo la vida, antes que sentarme con esfuerzo y concentración a comunicarme con el mundo. O conmigo misma, quizás. 

Debo confesar que la tristeza ha sido una emoción más o menos presente en los últimos días. Será hormonal, será el estrés, será que simplemente así es. 

De adolescente era muy dada a escribir, cuando me sentía decaída, poemas que ahora me parecen mayoritariamente malos. Algunos, pocos, me sorprenden. No tanto por su calidad literaria sino por la intensidad de los sentimientos o por el léxico. 

En este momento me encuentro tomando un té de menta en un lugar con aire acondicionado y musiquita melancólica. Mi preferida. Pero el mundo afuera parece desfasado de la atmósfera de este sitio o de mi atmósfera psicológica. Vestidos con colores brillantes, gente con prisa, carros que no se detienen. Sólo el cielo nublado parece quererse solidarizar conmigo. 

No tengo impulso de escribir poemas y creo que tampoco de escribir esto, pero estoy haciendo un esfuerzo, por estima y respeto hacia mí y hacia ustedes. No quisiera perderme ni perderlos. 

Durante muchos años tenía frecuentemente el deseo o la fantasía de desaparecer. Ahora me siento cómoda plantada en mi cuerpo, así que lo único que se me antoja, en los momentos de tristeza o melancolía, es guardar silencio. Algunas compañías podrían resultar muy agradables (otras definitivamente no), aunque se tratara nada más de compartir el silencio. Algo difícil, en realidad. Por lo menos en mi vida. Hay en ella mucho ajetreo y no me es posible ver a la gente que quiero con la frecuencia que me gustaría, así que cuando sí sucede el encuentro, hay mucha algarabía, de cosas qué contar que se han ido acumulando. 

Continuaré bebiendo mi té. ¡Hasta mañana!