jueves, 31 de julio de 2014

Albergue

El mundo se desploma de pronto. Un estruendo, quizás el piso de la casa sacudido. La mamá corre a la habitación de los niños, las hermanas menores empiezan a gritar y a llorar. Dentro de estas cuatro paredes se hace una guarida, mientras afuera, en la intemperie de la noche, el mundo se desploma de pronto.

Al día siguiente el sol no sale, pero un poco de luz matutina consigue infiltrarse entre las nubes quemadas y el cielo hermético. Se conservan vigentes hábitos que en este contexto parecerían absurdos, como cubrirse el cuerpo con ropas. También en las calles están vestidos los cadáveres, avergonzados de encontrarse así, tan muertos en un sitio inesperado.

El niño se siente huérfano. Camina solo por la ciudad y ya no hay escuela, no hay carnicería, no hay zapatero, no hay tráfico vial. Por dentro, entre las costillas, atrás del corazón aparece y crece un hoyo negro, un vacío, un abismo de profundidades insospechadas. La garganta está lista para expulsar lo que el estómago no puede conservar.

El niño siente asco y miedo de la sangre y los olores de los muertos, de las expresiones en sus rostros. Quisiera salvarlos a todos. A su maestra, al señor de la leche, al hermano de su papá. Y nada más que impotencia lo aplasta contra ese suelo donde ya no hay lugar para él. Él forma parte, aún y sin que su opinión haya sido tomada, forma parte de los vivos. Así que corre corre corre corre.

Llega a otro cementerio. A otra clase de devastación. A una que es al mismo tiempo más y menos devastadora. La librería que se encuentra a unos pasos de la plaza y a unos metros de la escuela ha sufrido bajas, también. Se ha derrumbado su casa y su orden, pero hay pocas historias perdidas. Aún en la inmensa tristeza de ver las palabras y los universos y los hombres y sus corazones regados por todos lados, hay esperanza. Basta el solo acto, lleno de dignidad, de tomar un libro y ojearlo, para rescatarlo de la muerte. Basta que el libro se abra y hable para rescatar a su lector. ¿Qué refugio o albergue más efectivo puede haber, que la bienvenida a otra realidad, la vivencia de una historia más habitable? Podrán destruir toda la ciudad, pero si el espíritu de un libro y de un niño se acompañan, hay esperanza de supervivencia espiritual y psicológica.


miércoles, 30 de julio de 2014

Su historia en mi cabeza

Yo tenía catorce años de edad cuando mis padres decidieron mudarse a la provincia de Madrid, España, para estudiar un Doctorado. Mi hermana, 10 años y seis meses mayor que yo, vivía en otro Estado de la República y difícilmente podría haberse encargado de mí. Mi hermano, siete años y dos días mayor que yo, vivía en otro Estado de la República y difícilmente podría haberse encargado de mí. Una, por sus estudios universitarios y sus líos amorosos. Otro, por sus "estudios" universitarios y las borracheras con sus amigos. (Aunque a veces me entretengo pensando en lo pintoresca que hubiera resultado mi vida o mi personalidad de haber vivido esos años cruciales en compañía y con la autoridad de cualquiera de mis hermanos.)

Hacía poco había cumplido los quince veranos (porque en mi caso no son primaveras) cuando tomamos un avión en el aeropuerto de Guadalajara que nos llevaría a mis progenitores y a mí al del DF, para posteriormente ser transportados, casi como por obra de magia, durante cerca de 720 largos y extenuantes minutos, a la capital holandesa. Una vez ahí, sufriendo ya los síntomas del Jet lag, entre los que sobresalía una diarrea pertinaz e inoportuna, procedimos a esperar aproximadamente cinco horas, entre siestas mal logradas en el piso o en las bancas, cafés demasiado fuertes y contraproducentes y visitas obsesivas al baño, el vuelo que nos botaría en Madrid, prácticamente vencidos. Una vez allí, con más maletas de las que podría haberse encargado el doble de miembros familiares, nos recibió un frío de enero inaudito en mi vida de seudocosteña mexicana.

Llegamos al hotel, cerca de la Gran Vía (que por cierto creo que se llamaba Madrid) y un capitalino excepcionalmente simpático nos recibió con un "¡Epa! ¡Parece que os estáis mudando!" y una sonrisa inmensa. Mis papás, agotados y entretenidos, contestaron que justamente ésa era la verdad. Yo, avergonzada por portar un abrigo que me pertenecía desde muchos años antes de tener pechos o mi primera menstruación (porque claro, ¿quién que sea seudocosteño renueva con frecuencia los abrigos de su guardarropa? Y además, ¿qué padres que mantienen a dos hijos universitarios fuera de casa y que planean una mudanza a Europa van a priorizar la compra de un abrigo para la adolescente que viene como agregada?) y estupefacta por aquel acento tan extraño, me quedé callada y con cara de consternación, seguramente.

Al día siguiente rompimos el ayuno de la noche con un menú pedorro que dan por llamar "Continental", como si un nombre tan pretencioso fuese a disimular un contenido y una cantidad insignificantes. En fin: ahí comenzó la aventura. Por lo menos, la aventura en geografía madrileña. Búsqueda de un hotel más barato (terminamos en un hostal medio hediondo), investigación en Internet para averiguar qué escuela me convendría más (mi papá conservaba la esperanza de que yo me integrara con los maristas ibéricos; yo quería lo salvaje de lo que creía serían las escuelas públicas), pláticas con agentes de bienes raíces para saber precios de departamentos (pisos, les llaman allá. Como si no hubiera techo o pared. Como si lo importante fuesen la gravedad y el suelo que mantiene todo en un orden aparente.) tanto en Madrid como en poblaciones aledañas, y convenientes e inconvenientes de vivir en cada lugar. Caminatas interminables buscando los mentados pisos, supermercados para hacer compras indispensables para sobrevivir, papelerías, cibercafés, cafés sin ciber, etc, etc, etc.

Una de esas noches de caminata extenuante, pasamos frente a un local que vendía papas (patatas, les llaman allá), seguramente sin chile, pero probablemente con catsup o alguna salsa local y refrescos (¿sodas, gaseosas? ¿Cómo les llamarán allá?). Yo tenía muchas ganas de entrar y quedarme un momento, descansar. Salía un calor muy agradable de ahí adentro y además había un montón de mesas con sillas vacías. Sólo una pareja de jóvenes sentados ahí dentro, comiéndose un plato de papas y un par de bebidas. Mis papás dijeron que no, que estaban cansados, había que continuar, terminar eventualmente, lo más pronto posible, y regresar al hostal con olores por cuyo origen era mejor no preguntar.

En enero de este año se cumplió una década de todo esto que estoy contando. Y aún así, a pesar de que han pasado diez años llenos de hormonas, exámenes y proyectos finales, novios, fiestas, libros, películas, música, teatro, amigos, viajes, sueños, responsabilidades y duelos de todo tipo, nunca he podido olvidar a esa jovencita pareja que comía papas en aquel lugar cálido, casi vacío y casi oscuro en un rincón anónimo de Madrid. Fueron tan absolutamente lejanos a mí que los hice míos. He escrito, corregido, filmado y editado su historia en mi cabeza cientos de veces. ¿Cuáles serán sus nombres, edades, historias, emociones? ¿En qué habrá terminado esa amistad o ese noviazgo? ¿A qué sabían las papas? ¿De qué platicaban? ¿Estarían cansados de tanto caminar por la ciudad, como yo? ¿Quiénes eran sus padres y por qué les permitían estar afuera tan tarde? ¿A dónde fueron saliendo de comer papas? ¿De qué hablaron? ¿Estaban teniendo, mientras yo los miré, una melancólica pero inevitable ruptura amorosa? ¿Ideaban, angustiados, planes para el inesperado embarazo de ella?

Quizás ahora sean personas de treintaytantos años. Profesionistas, obreros, drogadictos, políticos, desempleados, activistas o suicidas. Quizás murió alguno o los dos. Quizás vivan juntos o ya no se hablen. No sé. No me importa. Me bastó ese vistazo de unos segundos para tenerlos siempre conmigo e inventarles su historia y reinventárselas, cada vez que me haga falta, cada vez que me lo demanden.


martes, 8 de julio de 2014

No oyes ladrar los perros

Hay algo acerca de la historia de "No oyes ladrar los perros" que me parece estremecedor. No sé si se trate sólo de un factor o de varios juntos.

El cuento "No oyes ladrar los perros", que pertenece a El Llano en llamas (1953), de Juan Rulfo, tiene dos personajes principales: Ignacio, malherido, y su padre, que camina con él a cuestas a través del campo mexicano de la década de los 30. No hay carros ni carreteras, no hay alumbrado público, no hay médico en cada pueblo. Así pues, silenciosamente y a oscuras, el padre, cuyo nombre nunca averiguamos (y que en realidad no importa), anda a marchas forzadas con su hijo sentado sobre sus hombros. Un hijo ya mayor, lo suficientemente crecido para vivir como bandido y traer en el cuerpo unas heridas propinadas como consecuencia de su estilo de vida: la venganza o la defensa representadas en machetazos, quizás.

El padre le pide insistentemente al moribundo que le diga si oye algo o si ve algo. Le ruega, le implora que le comunique alguna señal de que se acercan al pueblo donde un doctor los verá. Pero es en vano. Entonces, frente a un hijo que lo aplasta doblemente, tanto con su cuerpo como con su falta de esperanza, el padre reacciona y se desahoga en todo sentido posible.

Ernesto Sabato, en su libro Sobre héroes y tumbas (1961) dice "somos pesimistas (...) porque tenemos grandes reservas de esperanzas y de ilusiones, pues para ser pesimista hay que previamente haber esperado algo" y agrega que "el cínico se aviene a todo y nada le importa". En este pequeño relato de Rulfo se puede apreciar la transformación que el hijo opera sobre el padre y su capacidad de generar o marchitar esperanzas. Notamos el desprecio que el progenitor siente a causa, precisamente, de que su hijo no le es indiferente. Justamente porque querían, él y la madre, que se "criara fuerte" y "fuera el sostén", como dice el autor, lo amargo de la desilusión es mayor.

Y ahora, mientras lo sostiene encima de él hacia su destino (imagen poderosísima, símbolo de una paternidad incondicional, de un apoyo que sin pedir nada a cambio, se encuentra ya exhausto), no espera ya nada de aquel hombre que en su cuerpo lleva su sangre. Siendo su hijo, se ha vuelto un extraño. Y en calidad de desconocido, aunque intenta salvarlo, ya le es indiferente su futuro. Le ha lastimado el alma de tal modo que, ciego y sordo como va (metáfora también llena de fuerza), sólo busca llegar, no porque en realidad le importe sino porque es lo que corresponde.

En esta historia, que es perfectamente vigente, no es desgarrador sólo el reclamo que hace el padre al hijo por escoger una vida que implica ingratitud, "mortificaciones", como dice el texto. Es también trágico el reproche último por haberlo desprovisto de la energía mínima indispensable para seguir en el camino, física y espiritualmente. No sólo se vio forzado a caminar aquella noche tensa con un cuerpo adulto sobre su espalda sino a hacerlo en contra del desánimo que habitaba este cuerpo. No sólo enfrentó las dificultades que se presentan en la vida de cualquier padre sino que fue padre en contra de la voluntad del hijo. Como un padre huérfano de su vástago, abandonado y rechazado por éste.