En mi relación matrimonial he podido comprobar cómo esto de
las etiquetas resulta tan estorboso, tan contraproducente y tan falso. Estar en
una relación de absoluta intimidad y proximidad con otro ser humano es una
tarea de grandes retos. Muchas veces, en el ámbito cotidiano, el otro hace algo
que nos molesta y lo más sencillo es recriminárselo. Un día, sin embargo, yo me
di cuenta que lo que estaba haciendo mi esposo es algo que yo no sólo he hecho
en el pasado, sino que hago en el presente. Y era especialmente molesto que él
lo hiciera, porque al hacerlo me estaba restregando en la cara que es tan
imperfecto como yo, que yo soy tan imperfecta como él, que ninguno ha podido
superar ese defecto o esa debilidad y que los dos cojeamos de la misma pata.
Más aún: descubrí que casi todo lo que le reclamo o lo que
me molesta de él, en realidad me lo estoy gritando y exigiendo a mí misma. Lo
interrumpo para demandarle que no me quite la palabra; me cuenta sobre sus
dolores físicos ocasionados por estrés y aprehensión y mientras me desespero de
sus malestares, en mi estómago se empiezan a acumular en forma de ardor mis
preocupaciones y mis nervios.
Otro día, me di cuenta que cuando en mi cabeza se acumulan
quejas acerca de él (“es que me interrumpe”, “es un exagerado y un preocupón”),
las ganas de estar con él disminuyen. En vez de sentirme atraída hacia él,
siento rechazo, porque mi imagen de él se empieza a poblar de errores,
desperfectos y debilidades. Pero yo sé que quiero estar con él. Sé que al
casarme me comprometí a que fuera para siempre. Sé que lo amo. Entonces, ¿qué
ideas necesito generar para sentir atracción hacia él?
Para empezar, puse en marcha la compasión. ¿Cómo? Cada vez
que mi marido hacía o decía algo que me molestaba, automáticamente pensaba: yo
también lo hago, yo también lo digo. De ese modo, en mi cabeza ya no estaba
casada con un ser despreciable o excepcionalmente defectuoso que me fastidiaba
con sus errores. Más bien, estaba casada con un ser humano, imperfecto igual
que yo. Es más: estaba casada con un espejo que me volvía evidentes todas las
áreas en las que necesito trabajar: por una parte, para cambiarlas; por otra
parte, para aceptarlas.
Y en segundo lugar, empecé a ser agradecida. Es decir,
empecé a ponerles mucha atención a todas las cosas que mi esposo hace que me
procuran bienestar, alegría, fuerza, amor, felicidad: cuando cocina, cuando
lava trastes, cuando maneja, cuando me abraza, cuando me despierta por las
mañanas, cuando me hace halagos, cuando me cuenta chismes interesantes, cuando
se encarga del mantenimiento de la casa… La lista es interminable. Y me di
cuenta de lo afortunada que soy de haberme casado con un ser tan lleno de
cualidades.
Y así fue cómo maté dos pájaros de un tiro: a través de él
me di cuenta que ambos tenemos muchísimas cualidades y muchísimos defectos, y
que no somos estáticos: no “soy indisciplinada”, no “soy responsable”; no “es
ordenado”, no “es preocupón”. Más bien, cambiamos constantemente y nos
adaptamos a las circunstancias y el entorno nos modifica. Somos algo y también
lo contrario. Somos todo. Somos seres humanos cambiando constantemente.