lunes, 9 de junio de 2014

De etiquetas y matrimonio

En mi relación matrimonial he podido comprobar cómo esto de las etiquetas resulta tan estorboso, tan contraproducente y tan falso. Estar en una relación de absoluta intimidad y proximidad con otro ser humano es una tarea de grandes retos. Muchas veces, en el ámbito cotidiano, el otro hace algo que nos molesta y lo más sencillo es recriminárselo. Un día, sin embargo, yo me di cuenta que lo que estaba haciendo mi esposo es algo que yo no sólo he hecho en el pasado, sino que hago en el presente. Y era especialmente molesto que él lo hiciera, porque al hacerlo me estaba restregando en la cara que es tan imperfecto como yo, que yo soy tan imperfecta como él, que ninguno ha podido superar ese defecto o esa debilidad y que los dos cojeamos de la misma pata.

Más aún: descubrí que casi todo lo que le reclamo o lo que me molesta de él, en realidad me lo estoy gritando y exigiendo a mí misma. Lo interrumpo para demandarle que no me quite la palabra; me cuenta sobre sus dolores físicos ocasionados por estrés y aprehensión y mientras me desespero de sus malestares, en mi estómago se empiezan a acumular en forma de ardor mis preocupaciones y mis nervios. 
 
Otro día, me di cuenta que cuando en mi cabeza se acumulan quejas acerca de él (“es que me interrumpe”, “es un exagerado y un preocupón”), las ganas de estar con él disminuyen. En vez de sentirme atraída hacia él, siento rechazo, porque mi imagen de él se empieza a poblar de errores, desperfectos y debilidades. Pero yo sé que quiero estar con él. Sé que al casarme me comprometí a que fuera para siempre. Sé que lo amo. Entonces, ¿qué ideas necesito generar para sentir atracción hacia él?

Para empezar, puse en marcha la compasión. ¿Cómo? Cada vez que mi marido hacía o decía algo que me molestaba, automáticamente pensaba: yo también lo hago, yo también lo digo. De ese modo, en mi cabeza ya no estaba casada con un ser despreciable o excepcionalmente defectuoso que me fastidiaba con sus errores. Más bien, estaba casada con un ser humano, imperfecto igual que yo. Es más: estaba casada con un espejo que me volvía evidentes todas las áreas en las que necesito trabajar: por una parte, para cambiarlas; por otra parte, para aceptarlas.

Y en segundo lugar, empecé a ser agradecida. Es decir, empecé a ponerles mucha atención a todas las cosas que mi esposo hace que me procuran bienestar, alegría, fuerza, amor, felicidad: cuando cocina, cuando lava trastes, cuando maneja, cuando me abraza, cuando me despierta por las mañanas, cuando me hace halagos, cuando me cuenta chismes interesantes, cuando se encarga del mantenimiento de la casa… La lista es interminable. Y me di cuenta de lo afortunada que soy de haberme casado con un ser tan lleno de cualidades.

Y así fue cómo maté dos pájaros de un tiro: a través de él me di cuenta que ambos tenemos muchísimas cualidades y muchísimos defectos, y que no somos estáticos: no “soy indisciplinada”, no “soy responsable”; no “es ordenado”, no “es preocupón”. Más bien, cambiamos constantemente y nos adaptamos a las circunstancias y el entorno nos modifica. Somos algo y también lo contrario. Somos todo. Somos seres humanos cambiando constantemente.

No se vayan a quedar con la idea de que mi matrimonio es perfecto. Los retos y el esfuerzo continúan, pero caer en la cuenta de lo que les acabo de contar ha hecho una diferencia esencial en nuestra unión: precisamente, nos ha unido con fuerza, en vez de distanciarnos sutilmente.