jueves, 24 de mayo de 2012

La opresión de los viajes verticales


Para ANZ: ¡por fin!

De algún modo se cree que el silencio es un modo de respetar la pulsación interna del otro. Callamos como manifestación de nuestra prudencia, del obsequio de espacio personal que le damos a conocidos pero sobre todo a extraños: no sabe uno exactamente qué decirle a alguien con quien nunca ha cruzado una palabra –o un silencio, con variaciones también entre sí, como las palabras.

De ahí la terrible opresión que se vive en los elevadores. El terror de estar encerrado en un espacio minúsculo, sin nada que oír o hacer, ningún paisaje que funja como pretexto de distracción, ningún sonido lo suficientemente poderoso o atractivo como para sembrar de estímulos el momento. Nada más que la confrontación desértica entre dos o más individuos mientras se elevan o descienden por los aires, emparedados entre los muros de algún edificio.

La situación se vuelve tan insoportable que en repetidas ocasiones se encuentran las víctimas de dicho desencuentro mirando simple y llanamente hacia los zapatos, el techo metálico o la monótona repetición de números en el tablero. Hay quienes también miran la pantalla electrónica por donde desfilan los pisos que se van alcanzando y un instante después, se dejan atrás. O más bien abajo. O arriba, según sea el caso.

A veces despierta uno a la realidad y se vuelve consciente de lo absurdo de la situación. Entonces se plantea la evidente, la aparentemente natural opción de entablar diálogo con el prójimo. Es entonces cuando se dejan venir de aluvión las razones –o pretextos- para no hacerlo. 1. No sé cuántos pisos podré compartir la charla con el desconocido, así que no sé qué tema proponer para romper el hielo. 2. No tengo la menor idea de quién sea este individuo, qué le interese, en qué humor esté, qué pensamientos o preocupaciones rondan su cabeza, o simplemente cómo se tome mi casi violenta interrupción en su vida. 3. Mis papás me enseñaron a no hablar con desconocidos. 4. Qué incómodo sería incomodar a esta persona y volver la situación aún más incómoda de lo que era ya en un principio: callados de nuevo pero ahora molestos y no indiferentes, como otrora.

Es tanta nuestra incomodidad en los ascensores que enmudecemos incluso cuando vamos acompañados de amistades o familia: sabemos que todo lo que sea dicho será absorbido por los extraños que nos rodean, como si fueran esponjas de conversaciones ajenas. Esas personas de pie a unos cuantos centímetros de nuestro cuerpo conocerán nuestro tono y timbre de voz, el tipo de palabras que preferimos usar, los temas que nos atañen, posiblemente la relación que tenemos con nuestro acompañante y quizá hasta nuestro nombre. ¡Horror! Sostener una conversación cotidiana en un elevador es casi como desnudarse en la fila del banco. Impensable.

Los trayectos verticales, pues, suelen ser infértiles y provocar en los viajantes la imperiosa necesidad de llegar cuanto antes posible al destino. Son la palpable prueba de aquella frase de Sartre que dice que “el infierno es el otro” en tanto que nos obliga a adoptar una actitud falsa y forzada, distinta a la que tenemos en la cómoda soledad: la hermética mirada de los demás nos atrapa y nos compromete.

En los viajes horizontales, por llamar así a los viajes convencionales, los que se contraponen a los que ocupan la atención de estos párrafos, el individuo también guarda silencio muchas de las veces, pero la libertad del espacio que lo rodea le permite pensar, imaginar, recordar, contemplar, incluso dormir, soñar. El viajero menea el cuerpo sobre el vaivén de las olas; observa el azul más nítido y puro que existe por encima de las nubes; ve pasar las montañas y las ciudades a través de las ventanas.

Quien sólo se mueve de arriba abajo, o de abajo a arriba, está condenado a fugarse en los pensamientos propios, que suelen ser tan asfixiantes como el diminuto entorno, o bien a ser consciente del silencio que se echa encima, aplastante, y darse de bruces contra la realidad que recuerda lo ridículos que somos. Insulares y temerosos, encerrados en nosotros mismos.

Sin embargo, hay un caso en que es apreciable el silencio de los ascensores: cuando se está solo. Ingresar en ese pequeño cuarto que se mueve es como abrir un paréntesis del ruido y la agitación propia del mundo del que salimos y al que eventualmente volveremos a ser escupidos. Una fugaz oportunidad para escapar de la convulsión de la vida diaria. Pero claro, en cada piso existe la posibilidad de que alguien más se introduzca a esa burbuja en la que estamos y el drama comience de nuevo.