domingo, 12 de febrero de 2012

En ese restaurante de comida oriental


Estamos él y yo en ese restaurante de comida oriental al que tanto nos gusta ir. Nos hemos sentado en una mesa con sillones y no con sillas. Los preferimos, porque son más suaves, aunque en realidad, para comer, resulten incómodos, pues las masas de nuestros cuerpos se hunden en las de los muebles. Probablemente es incluso nocivo para la salud, pero somos negligentes. Sólo le procuramos placer al paladar.

En la mesa de al lado hay una mujer gorda, con una hija adolescente, gorda también. Comen solas, en silencio, sin mirarse. De vez en cuando la madre dice algo a lo que la hija no responde. Nos llaman la atención, y como nosotros mismos estamos solos, en silencio y apenas mirándonos, nos evadimos en la imagen y el misterio de nuestras vecinas.

¿Cuál crees que sea su historia?, le pregunto,  para romper el silencio. No sé, me contesta. Me da la respuesta que yo ya esperaba. Nunca sabe nada. Tiene la imaginación atada al culo. Así que yo empiezo a hablar, más por complacerme a mí misma inventando una historia que por el gusto de saber que me escucha. Probablemente no me escuche, o piense que son estupideces lo que digo. Es cierto que muchas veces digo estupideces. Quizás siempre.

De joven, la mujer era bella y esbelta, delicada, casi fina. La más bonita de la cuadra, tal vez incluso de la escuela. Y él era no el más guapo, pero sí el más audaz. El único que no le tenía miedo a la muerte porque su padre le propinaba golpizas todos los días, siempre que podía. Conocía perfectamente al dolor y le había perdido el respeto. Podía saltar cualquier barda, jugar cualquier deporte, hablar con cualquier chica, porque si le salía mal, poco importaba.

Así que habló con ella. Y ella, que era una hija de familia, una niña de casa, una jovencita adiestrada en los menesteres de la casa y de la belleza, quedó impresionada con la seguridad de aquel compañero escolar. Y como imantada por la fuerza extraña, misteriosa, de ese chico, aceptó a salir con él.

Pasaron los meses, y como era de esperarse, ella quedó embarazada del joven intrépido que se le había acercado más para saberse por encima de otro reto que por genuino interés hacia la persona de aquella señorita. Contrajeron nupcias. Nació la niña, su niña.

El osado fue convirtiéndose en hombre, y como no perdía el arrojo se volvió la cabeza de proyectos, de grupos de amigos, de empresas, de viajes. Se volvió ajeno a su casa y una piedra en la cama matrimonial. Su mujer, la misma desde hacía tantas noches, lo aburría. ¿Qué interés podrían suscitar el mismo cabello, la misma piel, el mismo olor en un mundo inabarcable?

¿Qué valor tienen mi cabello, mi piel, mis fragancias, mis esfuerzos si no tengo a nadie que los note, que los quiera? Pensaba la mujer, sin padres, sin marido, sin amigos, sin otra ocupación o entretenimiento que una hija que a simple vista, más que amarla parecía simplemente necesitarla.

Está gorda porque como nunca se la cogen, su cuerpo dejó de importarle. Y están solas porque el marido finalmente se aburrió del aburrimiento y se fue a otro viaje del que nunca volvió. Y la hija también está gorda porque debe ser muy deprimente que tu mamá no te quiera de verdad. Así fue como concluí mi historia.

Cuando separé la mirada de las mujeres a nuestro costado y la clavé en sus ojos, me di cuenta que me miraba fijamente, con indiferencia, esforzándose por volver su parpadeo un movimiento controlado, una agresividad pasiva. Le regresé la mirada, aunque no sabía cuál era mi gesto. Nuestra mirada era un puente que ambos tendíamos para no cruzarlo, para tener bien claro cuál era el territorio de cada uno.

Llegó el mesero con nuestros platos y él bajó la mirada hacia el suyo. Sentí una mirada a mi lado y giré la cabeza instintivamente. Era la mujer gorda viéndome fijamente. Improvisé una sonrisa, pero ella, seria, volvió su rostro hacia el frente.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Redención


He recorrido
En silencio algunas veces
Y entre alaridos otras
El sendero de los días.

He vuelto cenizas en mi garganta
Brasas que en mis entrañas ardían.

He llevado en mi vientre
Un complejo mundo de personas
Que nunca me pertenecieron
Y a las que no logré entregarme.

He vuelto mis planes de futuro
Papel transparente
A través del cual ver
Los proyectos de otros
Y diluir mis miedos y mis fuerzas
En el éxito de estos que no fui yo y
Cuya gratitud jamás será suficiente
Para compensar mis horas irrecuperables.

He vuelto la llama de mi existencia
Un agradable soplo de viento
Que pasa manso
Sin dejar magulladuras.

He vuelto a pensar
He vuelto a sentir
Y he vuelto a renegar.

Bajo este techo
De inclemencias e incertidumbres
Rescato de un pasado que me sobrepasa
La insumisión lava
Y la potencia terremoto
Para despedirme de la cómoda miseria en que me había instalado
Para reinventarme con sangre de luz
Y con latidos de ardor.

He sido una mujer
A quien le exijo que se largue
Para que sutil e irrevocablemente
Dé paso
A esta anatomía de intensidad
Que responde al mismo nombre.